Ni una gota de humedad. Adriana Bernal

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Ni una gota de humedad - Adriana Bernal Novela

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sus viajes a España cometió la indiscreción, en la gran cena familiar, de mencionar a la hermosa sobrina nieta que le había dado Dominga. Las buenas conciencias familiares se estremecieron. Inesperadamente, una sola persona, el tío Feliciano, le enviaría una carta entrañable dándole no sólo apoyo, sino amor.

      La vida seguía su curso. El embarazo llegaba a término y Dominga, además de los consabidos dolores, seis meses antes le había sido diagnosticada una hernia discal entre la cuarta y quinta lumbar acrecentada por su estado. También tenía que poner atención en ello. La calma dejó de reinar. La angustia se hacía presente cada vez más. Ya no era sólo ella, venía una vida nueva. ¿Y si no podía protegerla? ¿Y si no podía cuidarla? Caín, el padre de Valentina, no se afligía ni por la salud de Dominga ni por el futuro de la criatura. Estaba sin estar. Fue Dominique quien empezó a velar por ellas. Su presencia era cada vez más constante en sus vidas.

      Dicen que la noche previa a la llegada de Valentina, la televisión mostraba en su pantalla la película Once a la media noche sin que nadie la viera; ya se sabe que la televisión no se ve, acompaña, así que mientras Dominique y Dominga hablaban por teléfono, esta cumplía su función. Entre nimiedades y contracciones, interpretando las respuestas que daba Dominique por el auricular, Trinidad hizo su entrada triunfal:

      —Cuelguen ese maldito teléfono y ve por esa niña, está a punto de parir.

      Siguiendo la orden de su madre, Dominique sólo dijo:

      —Voy para allá —y le colgó el teléfono.

      Tomó las llaves de su coche, un “vochito” azul y voló. En cinco minutos estaba en casa de Dominga. La ha subido con tal velocidad que Dominga, calmada y sin creer que esa noche fuera el parto, olvidó la maleta en la puerta. Dominique, mientras pisaba el acelerador hacia el Hospital Español, le suplicaba:

      —No te vomites en mi coche, en mi coche no, por favor —y Dominga, obediente, metros más adelante, abrió la puerta del coche andando y vomitó sobre avenida Ejército Nacional. Eran las 3:30 de la mañana.

      Y Valentina nació a las 5:20 de ese día, exactamente un mes antes de lo programado.

      Dominique volvió al cuarto con Dominga, que sin anestesia pero cansada, apenas la vio entrar, le dijo:

      —Muero por un cigarro.

      En ese entonces, aún se podía fumar en los hospitales. Un Fiesta rojo salió de la bolsa de Dominique, al tiempo que le decía:

      —Te lo fumas, te acompaño a desayunar y después me voy a tu casa por la maleta, Valentina está en la incubadora. No tienen con qué vestirla.

      Entre bocanada y bocanada, las risas inundaron la habitación.

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      Sí, Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Nos conocimos y reconocimos a lo largo de cuarenta años. Nos miramos. Nos observamos. Nos escudriñamos. Nos perdimos. Nos distanciamos. Nos reconciliamos.

      Sí, Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Convivimos cuarenta años de mi vida; de ellos vivimos juntas doce y dejé de hablarle cinco; como cinco fueron los días que pasé a su lado, al final, a sabiendas que mucho antes —un año antes para ser exactas— estaban hablados nuestros más profundos desencuentros.

      Sí, Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Yo, Valentina Marín Giménez, fui la última persona que ella vio al morir.

      IV. ¿QUO VADIS, DOMINIQUE?

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      ¿Cómo se transforman los encuentros en relaciones? ¿Cómo van sucediendo las relaciones hasta devenir en vínculos? Las personas vamos estrechando lazos en gerundio, en esta especie de efecto cotidiano, plausible o no, de la circunstancia, del día a día, sin hacer conciencia de qué camino recorremos o el para qué lo recorremos.

      Estoy convencida de que el gerundio, la acción ad continuum, en flagrancia eterna, es el quid de las relaciones. Es desde ahí donde estas van exigiéndose y exigiéndole a los involucrados una serie de requisitos. Es la relación, un ser otro, constituido en sí mismo. En sí misma. Ensimismada. Ella va, poco a poco, estableciendo sus propias reglas y dinámicas. Unas encajan; otras, desencajan. A las relaciones. A las personas. Alguien en este trío logra imponerse. Alguien se resigna. En medio de los alguienes, la relación. Otra. Esa otra otredad donde alguien-es.

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      Así, la amistad de Dominga y Dominique fue construyéndose sobre los cimientos de una dinámica tanto cuanto peculiar. Tras el nacimiento de Valentina, cada una se encargaba de sus asuntos laborales de lunes a viernes, al tiempo que establecieron novedosas actividades que pronto se convirtieron también en rutinas: los jueves —sólo los jueves— salían Dominga, Dominique y Trinidad al cine o al teatro, para después durante la cena —casi siempre en alguna cafetería de la zona— intercambiar opiniones. Ese era su espacio y para la ahora bebé, después un infante, era su día de quedarse; primero con la niñera y después en la estancia infantil. En cuanto a los fines de semana, los planes variaban: convivir con la pequeña, salir a pasear dentro o fuera de la ciudad, asistir a alguna comida familiar.

      FAMILIA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

      Las desconocidas. Las otras. Impuestas. Expuestas. Dominga y Valentina habían sido insertadas en la familia de origen de Dominique con calzador. Un sábado, sin mayor preámbulo llegaron a la comodina reunión familiar. Dominga era presentada sin glamur alguno a una serie de —hasta ahora— desconocidos. No coincidían. Ni apellidos ni costumbres. Ni anécdotas ni infancia. ¿A dónde asirse? Como he dicho, Dominga se adapta, y esta vez tenía frente a sí una labor titánica pero no se amilanó. La nueva, otra vez. La extraña. Ella, la que estaba ahí para hacerse de un lugar. A la que escudriñarían. A la que revisarían de pies a cabeza. Ignoraba quiénes eran aquellas personas, de dónde provenían, sus gustos, su humor.

      Cómo libró aquel primer encuentro y los detalles de este, sólo Dominga los sabe. Se los guardó ahí, en la bolsita que tiene entre corazón y esternón, en la que acumula sinfín de vivencias que ha saber si un día va a recuperar. Sin embargo, a partir de ese día, el primero de muchos, ella por decisión y su hija por extensión, formaban parte de una nueva familia en la que a veces le llamaban por su nombre y otras le decían prima o tía. Prima para aquí, tía para allá.

      Y si la historia transcurriera en un mar de felicidad no valdría la pena de ser narrada.

      Y si esa familia la hubiera arropado en realidad… pero no adelantemos vísperas.

      Trinidad y Cristal, la hermana mayor de Dominique, fueron a lo largo de los años y en diversos periodos especialmente crueles con Dominga. Si podían humillarla u ofenderla no se frenaban pues consideraban que ellas, mujeres de alcurnia —misma que, dicho sea de paso, era nula décadas atrás—, no les era afín; su clase social era muy inferior. Ellas sí se cuestionaban los antepasados, el origen, la historia y las razones de existencia de esa mujer y su niña que un día aparecieron para quedarse. ¿De dónde saldrían? Eran tan poquita cosa.

      Como fuese,

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