Ni una gota de humedad. Adriana Bernal

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Ni una gota de humedad - Adriana Bernal Novela

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ya sabes, para fulanita, tal, para fulanito, lo otro y nada más no lo encuentras y no hay modo de entregarlo?

      —Híjole, pues sí es una bronca, los familiares pueden acusar al albacea de “retención de objetos”.

      —No me jodas, la última vez que oí el pinche terminajo legal “retención” yo tenía una orden de aprehensión, ¿remember?

      —Lo que te recomiendo primero es que te calmes, busca en cualquier sitio, revuelve la casa, habla con quienes frecuentaban el sitio, agota todas las posibilidades. Si nadie se los robó, tienen que estar. Busca hasta donde no buscarías. Y si no encuentras las cosas, llámame por la noche. Entonces vemos. No te preocupes.

      —Te llamo, pues. Gracias.

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      Entre sorbo y sorbo de café camino sin poner atención alrededor de la estancia. En automático me detengo a los diez pasos, al centro, entre el comedor y la sala. Antes de continuar mi recorrido hacia la incertidumbre, giro la mirada a la derecha: una muñeca geisha antigua dentro de su capelo y, después hacia la izquierda: la lámpara de garzas del siglo XVII. Dos de los apreciadísimos, anticuados y horrendos objetos que tienen afortunadas destinatarias. Las dos gárgolas se irán de casa pronto. Dos preocupaciones menos, pero faltan once pesares. Continúo mi trayecto hacia la desesperación.

      “Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum…”. Inhalo. Exhalo. “… tara ra rán, tara ra rán, tara ra rán/ Si quieren divertirse…”. ¡Fuck!

      —¿Qué pasó, má? No má, nada, relax. Sí, ya sé, pero bien podrías calmarte, he de encontrarlas (o no). ¡Ya, caray, mejor apúrate y ven a ayudarme!

      ¡Qué caray con la que se cayó por asomarse! En algún momento, crédula en el diálogo descubro que ya es monólogo. Madre ha colgado sin que me dé cuenta.

      Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Encontrar escondites, hallar las cerraduras, cotejar llaves. Enciendo el radio de la recámara. Opus 94 era su estación. Ol-ví-da-lo. Ol-ví-da-lo. Hoy necesito letras en español, música, a mi volumen. Sorry, Darling. Es más, te propongo: yo localizo la estación de música que más odiabas y tú a cambio mejor me ayudas. Sé que sigues por aquí, no te has ido. Sóplame. ¿Cómo era? Había un método. Tenías tus mañas. No tengo tiempo para Santa Cordulita, para veladoras o sesiones espiritistas. Dominique, no puedes hacernos esta putada. Algunos de tus parientes nos van a linchar, y con mala suerte se les va a ocurrir chingar a mi madre. Por tus joyitas sí las creo bien capaces, a más de una, de alguna trastada. Ándale, démosles sus chingaderas y no me prives del gozo de entregárselas y no verlos nunca más; no me prives del inmenso placer que me dará cerrarles la puerta de esta casa por el resto de mi vida. Al menos de la mía. Sabías bien que su amor —la garantía de este— estaba en la posibilidad de heredar aquello que creen que vale. El valor sentimental era tuyo, ellas le darán el valor que les otorgue el Monte de Piedad. Y lo sabías muy bien hace años. Y tan lo sabías que a ellas no les has heredado joyas, sino símbolos. Detalles que también los nombran. Las personas que valen la pena de tu familia estuvieron siempre; aunque se alejaran volvían, te llamaban, te procuraban. A pesar de ti.

      Hablar sola. En voz audible. Para escucharme, para entender, para ordenarme. ¿Si yo fuera Dominique, dónde las guardaría? ¡He tratado de no ser Dominique los últimos dieciséis años de mi vida! ¡No quiero pensar, sentir ni ser empática con ella; no quiero estar en esta casa ni ver sus cosas ni su ropa ni encontrar sus objetos! Esta casa no es la casa familiar, no es nuestra casa, ni casa de mi madre; es su casa, su espacio. Esta casa es ella, de la puerta de entrada al tinaco en la azotea. Esta casa es la memoria del olvido.

      Focus, Valentina, focus. “Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. ¿Cuáles eran tus lugares, Dominique? Levanto la mirada hacia el librero (¡qué lámpara más horrenda esa de las uvas, habríamos de regalarla o de dársela al camión que compra usado!). Sigue ahí (acompañada de un llavero de un calendario azteca, una pluma, un pequeño desarmador para lentes y una foto en la que aparecíamos, Tesia y yo; ella era una bebé de brazos), mi antigua cajita de música obsequio de mi tía Martha, con su bailarina de ballet al interior. Funciona aún. La representación de treinta años en una sola repisa, y debajo de ella un cajón alargado con puerta y, por supuesto, cerradura. Una más.

      ¡A la mierda las cerraduras, a la mierda las llaves! Tomo el desarmador y boto la chapa como si me fuera la vida en ello. Adentro: polvo, papeles, bolsas y una caja. Encontrar. Entregar. Una caja que contiene muchas cajitas. Respiro aliviada. Las abro una a una. Ahí están: la pulsera de monedas de oro de la bisabuela, la cruz de bautizo de su madre, el juego de anillos y aretes de boda de sus padres, los aretes de perla y brillantes, el semanario de turquesas, el guardapelo de su abuela, el anillo de oro, el anillo de escarabajo egipcio, la cruz celta de rubíes, los camafeos londinenses y el jade del escudo familiar.

      Encontrar. Entregar. ¡Qué objetos tan bellos, qué gran tesoro familiar para quien sepa valorarlos! Lástima que vayan a terminar en el Monte de Piedad a cambio de dos pesos. Su destino final no es mi problema. Mientras acomodo todo en su sitio:

      —Madre, todo en orden, aparecieron… No pasa nada, ya tranquila. Aquí están. No en su lugar, pero sí, al parecer en el lugar que ella decidió. Mañana podremos entregarlos, como lo prometiste.

      Cortar. Partir. Sí, al otro día les daremos sus preciadísimos objetos. En ellos se resume su historia familiar. Su genealogía. Sus vínculos. Sus valores. No así, los nuestros. Esos, apenas comenzarán a narrarse.

      Partir. Otra vez. Partir.

      Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Un proceso: Somos procesos. No quiero este proceso. Sí quiero este proceso. Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir.

      III. MIRADAS

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      Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Aun cuando los bebés no fijan la mirada hasta los dieciséis días, cuentan que yo nací con los ojos abiertos, listos para observar desde el primer instante. Entre nosotras, dicen, existió una conexión inmediata. Nos presentamos. Nos reconocimos. Un cruce de miradas hipnótico nos marcaría. Inicial. Penetrante. Profundo.

      Ella perfeccionó la mirada con los años. Bastaba encontrarme con sus ojos gesticulantes para saber lo que ocurría y lo que ocurriría. Una mirada suya no bastaba para sanar mi alma; muy por el contrario, una mirada suya era mi destino manifiesto. Aprendí a identificarlas, a calcular su estado de ánimo, una emoción, una consecuencia.

      Una mirada suya: ¿avecinaba aprobación o conflicto?, ¿conmigo o con los otros?

      Una mirada suya. Una mirada nuestra. Un código en común.

      Sí. Aun sin mirarla no dejé de mirarla.

      De tanto mirarnos aprendimos a observarnos. Un día bajé la mirada y me marché; otro, la levanté y, frente a frente, en absoluto silencio, las palabras fundidas en lágrimas se entrecruzaron hasta fundirse en una mirada otra, tan otra que dejamos ya no sólo de observarnos, sino de vernos.

      MIRADA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

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      Dominique fue la primera persona que

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