Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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chicuelo, los llantos de su madre y los rugidos de dolor y desesperación con que su padre se había abalanzado sobre aquella antorcha viviente en un inútil intento por arrancar a su único hijo de las garras de la más espantosa de las muertes.

      Infinitos cadáveres e indescriptibles sufrimientos había presenciado desde aquel lejano día de final del verano del primer año del siglo, pero ni tan siquiera los compañeros destrozados en su misma trinchera, o los esqueletos vivientes que había visto surgir como fantasmas de los campos de concentración, le habían impresionado tanto como aquella dantesca escena que parecía haber puesto punto final a sus felices años infantiles.

      Lanzó un resoplido y comenzó a tararear una vieja canción como si aquella fuera la única forma de ahuyentar los malos recuerdos, y se disponía a colocar sobre las brasas unos plátanos que sirvieran de acompañamiento al mono, cuando alzó el rostro y descubrió río arriba una extraña embarcación de altas bordas que navegaba por el centro mismo de la corriente.

      Jamás, que él recordase, se había echado a la cara un navío semejante, pues parecía un velero pese a que no portaba palo alguno, y su quilla debía navegar tan profunda que constituía un milagro que no hubiera sido arrancada de cuajo por una roca o un árbol sumergido.

      –Me parece que hoy los caimanes almuerzan –se dijo–. Ese pendejo se estampa contra el risco como Zoltan que me llamo.

      Cuando aún faltaba poco más de quinientos metros para que llegara a su altura, el barco comenzó a ganar velocidad y eso le sorprendió aún más.

      –¡Afloja o te la pegas! –comentó en voz alta, como si el desconocido patrón del navío pudiera oírle–. A esa leche no podrás virar a tiempo ni con dos motores…

      De improviso le asaltó una idea absurda y poniéndose en pie rebuscó en la piragua hasta encontrar sus viejos prismáticos, con los que pudo comprobar que el estrambótico barco que se aproximaba velozmente no disponía de ningún tipo de motor.

      Ni motor, ni velas, ni nada que sirviera para gobernarlo; nada, salvo un timón a cuya rueda se aferraba un mozarrón de enormes espaldas y negro cabello ensortijado, cuyos ojos permanecían clavados en las turbias aguas que se abrían ante su proa.

      –¡Espero que sepas nadar! –exclamó, y casi al instante comenzó a agitar los brazos tratando de llamar su atención avisándole del peligro que le acechaba, pero el otro se limitó a mover la mano en un gesto amistoso que le obligo a lanzar un reniego.

      –¡Será cretino! Pues no va y me saluda…

      Tentado estuvo de permitir que se lo llevaran los demonios a lo más profundo de las aguas, pero en ese instante nuevas figuras humanas hicieron su aparición sobre cubierta y le horrorizó advertir que dos eran mujeres que de igual modo respondían a sus señas con un simpático ademán de despedida.

      –¡Locos! –fue todo lo que se sintió capaz de murmurar–. Una cuerda de locos que no tiene ni la menor idea de hacia dónde se dirigen.

      Regresó junto al fuego advirtiendo que el «marimonda» comenzaba a chamuscarse, le dio la vuelta, y no pudo vencer la tentación de tomar de nuevo los prismáticos y enfocarlos sobre las dos mujeres que a su vez le observaban.

      Una de ellas tenía un rostro sereno y hermoso, aunque de expresión fatigada y triste, mientras la otra, muy joven, alta y de majestuoso porte, se le antojó de una belleza tan irreal que tuvo que atribuirla a un efecto óptico motivado por la imperfección de las viejas lentes o su propia imaginación.

      ¡Maradentro!

      El nombre del barco, en popa, destacaba con letras enormes; letras que le obligaban a pensar en el cariño que alguien había puesto al escribirlas; alguien para quien aquel nombre y aquel navío debía poseer sin duda un especial significado.

      –Europeos… –comentó para sus adentros–. No tienen aspecto de criollos, ni esa línea de velero es propia del Caribe… –Apartó el mono del fuego y se dispuso a cortarle una pata–. ¿Pero qué demonios hacen unos europeos con semejante trasto en este río…? ¿De dónde vienen y adónde creen que van…?

      Le sorprendió descubrir que, sin que su voluntad pareciera intervenir en ello, había recogido su almuerzo aún humeante y se encontraba soltando la cadena, decidido a empujar con todas sus fuerzas y poner a flote la pesada curiara.

      Saltó dentro, permitió que la corriente la arrastrara unos metros, cebó el motor que arrancó al primer intento y giró a fondo el mando de modo que la proa se alzó sobre las aguas como un caballo encabritado lanzándose en furiosa persecución de la embarcación que se alejaba.

      Minutos después había conseguido ponerse a su altura y arbolándose a su costado apagó el motor para hacerse oír, permitiendo que el río los arrastrase juntos.

      –¿Conocen el Paso? –fue lo primero que preguntó.

      –¿Qué Paso?

      Señaló adelante:

      –Aquel entre las islas. Es el más peligroso del Orinoco… Nunca lo atravesarán con ese barco. Se estrellarán contra las rocas.

      –¿Usted va a cruzarlo?

      –Lo he hecho varias veces, pero yo llevo un motor que me saca del apuro en el momento justo… Ese armatoste no tendrá tiempo de virar…

      –Entiendo…

      Los dos muchachos, el mozarrón que manejaba el timón y que mostraba un tórax de Hércules, y el otro –tal vez su hermano–, más alto y de aspecto más delicado, estudiaron con atención las islas que parecían venir hacia ellos como amenazantes monstruos dispuestos a devorar su nave, y el segundo pareció tomar una decisión:

      –¿Le importaría ir delante y mostrarnos el mejor camino…? –pidió.

      –En absoluto –replicó–. Pero les repito que con este barco no van a conseguirlo. No tienen margen de maniobra…

      –Ya no podemos hacer otra cosa. Resultaría más peligroso intentar salirnos del centro de la corriente… ¿Qué profundidad tiene el agua en el Paso?

      El húngaro enfiló los prismáticos e hizo un rápido cálculo mental:

      –Ahora debe tener entre veinte y veinticinco metros. ¿Quiere que ponga a salvo a las mujeres…?

      –Nosotras nos quedamos… –fue la firme respuesta de la mayor, y de nuevo le sorprendió la serena belleza de sus facciones, de las que podían encontrarse rasgos en cada uno de los que parecían ser sus hijos.

      –Como quiera, señora… –admitió–. Pero creo que corren un riesgo inútil… –Saludó alzándose apenas el manoseado sombrero–. De todos modos estaré esperándoles a la salida del canal. –Hizo una pausa–. Si «trabucan» no traten de nadar hacia la orilla… Manténganse en el centro de la corriente y esperen a que los recoja. ¡Suerte!

      –¡Gracias…!

      Arrancó de nuevo, metió gas y la proa se elevó una vez más mientras la canoa parecía dar un salto hacia delante.

      A partir de ese instante tan solo una vez se volvió a observar el barco, porque toda su atención tenía que centrarse en el cauce del río que había comenzado a murmurar a medida que sus aguas

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