Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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de oscura roca que se recortaban en el horizonte.

      –Conan Doyle situó en una de esas mesetas su Mundo perdido… –dijo–. ¿Os acordáis: aquel libro grande, con tapas marrones y dibujos de diplodocos…? –Se volvió a mirar a sus hermanos, y al advertir que al parecer sabían a qué se estaba refiriendo, añadió–: Aseguraba que por haber estado aislados del resto del mundo durante millones de años, en sus cumbres sobrevivían animales prehistóricos… ¿Podría ser cierto…?

      –¡Cualquiera sabe! –replicó Sebastián–. Aunque probablemente si existieran bichos prehistóricos, no serían diplodocos, sino más bien lagartijas.

      –Aunque así fuera… –admitió Yaiza–, impresiona saber que están ahí, frente a nosotros, y que si fuéramos capaces de trepar por esas paredes podríamos encontrarlos…

      –Yo me conformaría con encontrar diamantes.

      –¡Y dale…!

      Yaiza giró sobre sí misma, se recostó en la borda y observó alternativamente a sus hermanos. Se diría que no necesitaba hacer preguntas para saber qué era lo que pasaba por sus mentes como si hubiera sido testigo de la conversación que habían mantenido minutos antes.

      Por último, dirigiéndose al mayor, inquirió:

      –¿Te gustaría intentarlo…? –Ante el significativo silencio, añadió–: ¿Quién te lo impide…? ¿Mamá? ¿Yo? ¿O Asdrúbal, que tiene prisa por llegar al mar…? –Se volvió de nuevo hacia la selva y continuó hablando sin mirarles–. El mar siempre estará en el mismo sitio, mamá acabaría aceptando, y en cuanto a mí, si hay algo que aborrezco es saberme una carga. Si no deseas continuar siendo un pescador muerto de hambre y crees que podrías hacerte rico buscando diamantes, búscalos.

      –Somos una familia y hemos luchado por continuar siéndolo ocurra lo que ocurra –fue la firme respuesta–. No se trata de lo que sería mejor para mí, sino mejor para los cuatro.

      –Pero eres tú quien debe decidir.

      –No en este caso. No sería justo. Asdrúbal desea volver al mar, mamá quiere continuar en el barco, que es su hogar, y tú, aquí te sientes segura… ¿Qué significa, frente a eso, la ilusión de que tal vez sabría encontrar diamantes en esas selvas? ¡No! –añadió convencido–. Mamá tiene razón: «Zapatero a tus zapatos».

      –¿Y cuando no se quiere seguir siendo zapatero? –Les miraba de nuevo–. Los Perdomo siempre nos hemos conformado con pescar, y tan solo podemos sentirnos orgullosos de nuestra honradez y de que nos llamen Maradentro… No es mucho para quien se ha matado a trabajar durante más de diez generaciones…

      Se hizo un silencio durante el cual estuvieron observando una larga curiara tripulada por dos indígenas que remaban acompasadamente río arriba y que interrumpieron su labor para contemplar aquel alto y pintoresco navío, inusual en semejantes latitudes. Al fin, Asdrúbal, que se había limitado a escuchar con la vista clavada en el cauce del río, señaló:

      –Hay algo más. –Le miraron.

      –¿Qué?

      –No lo sé, pero te conozco y presiento que sabes algo… ¿Qué ocurre? ¿Se te ha aparecido algún muerto y te ha contado cosas que los demás no debemos saber?

      –Hace tiempo que no me visitan.

      –¿Entonces? ¿A qué viene ese interés por cambiar de vida? Siempre creí que lo único que deseabas era regresar a Lanzarote y que todo fuera como antes.

      –Nada será nunca como antes. Han ocurrido demasiadas cosas… Si nosotros no somos los mismos, ¿cómo pretendes que los demás lo sean? Yo lo único que sé es que estamos aquí, pasando de largo ante las puertas de uno de aquellos mundos fabulosos con los que soñábamos de niños, y que tal vez algún día nos arrepintamos de no haber sido capaces de echarle siquiera una ojeada… –Extendió la mano y acarició con afecto la de su hermano mayor–. Y me dolería imaginar que durante todo el resto de vuestras vidas me culparíais por no haberlo hecho.

      –Sabes que jamás te culparíamos.

      –Tal vez vosotros no, pero yo sí. Yo me culparía por haber sido, como siempre, un lastre… –Sonrió con aquella sonrisa suya que parecía iluminar el mundo–. Papá decía que nunca hay que arrepentirse de aquello que hicimos, sino de aquello que nunca nos atrevimos a hacer…

      Las noches sobre las aguas del Orinoco parecían diferentes a todas las demás noches del planeta, porque a un lado tan solo mugía de tanto en tanto una vaca, relinchaba un caballo o cantaba un «yacabó» solitario, mientras que al otro, la algarabía de los cien mil habitantes de la espesura no consentía un minuto de descanso, y podría creerse que establecían un turno rotativo despertándose o asustándose continuamente los unos a los otros para así mantener latente aquella eterna explosión de vida consustancial a la existencia de la jungla guayanesa.

      A intervalos, una oscura nube surcaba el cielo descargando a su paso cortinas de agua, como si más que de un fenómeno atmosférico se tratase de una gigantesca esponja que un dios burlón se entretuviera en empapar en el río para escurrir más tarde sobre los habitantes de sus orillas, disfrutando al escuchar sus gritos de protesta y sus malhumoradas interjecciones.

      Luego hacía su aparición una luna en creciente que sacaba destellos a las gotas que iban resbalando sobre las hojas y las flores, y que rielaba sobre la tersa superficie de un río que se ensanchaba, aquietándose, como si buscara descansar tras su largo y agitado corretear por entre islotes, cañones y raudales.

      Una suave brisa del sudoeste mantenía a los mosquitos en las charcas de la llanura y refrescaba el aire tras todo un largo día de calor húmedo, pegajoso y asfixiante, y la noche era por tanto el momento que Yaiza elegía para sentarse a proa y meditar sobre cuanto había acontecido en los días anteriores, y sobre aquella cercana selva que ejercía sobre su ánimo una profunda fascinación y al propio tiempo instintivo rechazo.

      Aunque nadie se lo hubiera dicho y ningún difunto hubiera acudido en los últimos tiempos a hablarle del pasado –o del futuro–, Yaiza «sabía», con aquella particular percepción que siempre había poseído, que de algún modo su vida se encontraba ligada al agreste territorio que se iba deslizando junto al barco y la densa espesura guayanesa, y sobre todo sus altas mesetas de caprichosas formas actuaban como un gigantesco imán contra el que se esforzaba por luchar, aun presintiendo que semejante lucha constituía una batalla perdida de antemano. La aparición del hombre de la curiara se le antojó un aviso de que su largo viaje hacia el mar iba a truncarse, porque desde el primer momento creyó descubrir en él rasgos ya conocidos, como si –aún sabiendo que era imposible– imaginara que lo había visto antes o percibiera inexplicables detalles familiares en su rostro o en su forma de hablar y de moverse.

      ¿A quién le recordaba?

      Buscaba inútilmente en su memoria aquella voz, aquellas facciones o aquella confianza en sí mismo, pero no obtenía respuesta a sus preguntas, y de igual modo se esforzaba por averiguar por qué en un determinado momento –cuando aferró su vaso– tuvo la sensación de que no era la primera vez que se enfrentaba a aquellas manos, largas, fuertes y nervudas.

      Más tarde, al verle perderse de vista en la curva del río, experimentó un extraño desasosiego, como si su rápida marcha no estuviera prevista, ya que hubiera deseado que continuara hablándoles del universo

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