Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa
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El sudor le corría por la frente, pero no hizo ademán de intentar enjugárselo, mantuvo hábilmente con el peso de su cuerpo el equilibrio de la frágil piragua de madera de «chonta», y en el momento exacto, segundos antes de que la contracorriente le golpeara por la banda de babor, aceleró a fondo y viró noventa grados a estribor consiguiendo que el traicionero chorro de agua lo empujara por la popa sacándole, casi en volandas, del peligroso pasillo entre las islas.
Al saberse a salvo trazó un amplio círculo y permaneció a la espera, de proa a la corriente, observando cómo el Maradentro enfilaba a su vez el pasadizo, ganaba velocidad convirtiéndose en un juguete de las aguas, y estas amenazaban con arrastrarlo contra la isla de la izquierda, estrellándolo o volteándolo en cuanto la fuerte contracorriente le golpeara el casco.
Pero cuando le faltaban apenas cincuenta metros para alcanzar el punto crítico, advirtió cómo las mujeres arrojaban por cada una de las bordas pesadas rocas sujetadas a fuertes cabos que se fueron al fondo frenando por unos instantes la velocidad de la embarcación. Surgió humo de los toletes sobre los que corrían las maromas, luego el timonel gritó: «¡Larga a babor!», al tiempo que giraba por completo la rueda del timón, y la pesada embarcación, retenida tan solo por su amura de estribor, viró casi en ángulo recto en el lugar exacto en que él mismo lo había hecho y permitió que la contracorriente la empujara por la popa, sacándola a aguas tranquilas mientras el segundo cabo era arrojado también al agua.
–¡Carajo! –exclamó estupefacto–. ¡Si no lo veo, no lo creo!
–Aún no lo entiendo.
–Es como un caballo al que súbitamente le tiran de una de las riendas. Se vuelve hacia ese lado… Además nuestro timón es tres veces mayor que el que normalmente se necesitaría y, aunque resulta muy pesado, le confiere al barco una gran maniobrabilidad…
–Muy astuto.
–De otra forma nunca hubiéramos logrado sortear los bajíos…
Se encontraban los cinco abordo del Maradentro anclado en un tranquilo «sesteadero» a unas cuatro millas aguas abajo del paso, dispuestos a repartirse el mono que el húngaro había cazado.
–¿De dónde vienen?
–De Los Llanos. Allí construimos el barco.
–Es un barco pendejo para andar por estos ríos.
–Es que nosotros vamos al mar. Pronto le pondremos palos y velas…
Era Asdrúbal, el menor de los dos hermanos, el timonel que parecía capaz de alzar en vilo una vaca sin esforzarse, el que había dado la explicación, y fue su madre, Aurelia, que estaba concluyendo de colocar los cubiertos sobre la tosca mesa, la que añadió:
–Somos pescadores, de Canarias, y lo que pretendemos es volver al mar…
–¿Y qué hacían unos pescadores en Los Llanos?
–Es una larga historia… –La sonrisa de la mujer, triste sin duda alguna, conservaba sin embargo una innegable frescura–. Tuvimos que emigrar, luego murió mi esposo y nos establecimos en Caracas, pero no era sitio para nosotros y acabamos sin saber cómo en Los Llanos. –Tomó asiento y acarició la borda de pulida madera–. Pero ahora tenemos un barco y todo volverá a ser como antes… –Le miró directamente a los ojos–. ¿Usted de dónde es?
–Húngaro.
–¿Húngaro? –se asombró ella–. Pues también está bastante lejos de su casa. ¿A qué se dedica?
Él se encogió de hombros:
–Eso depende. A veces busco oro. A veces, diamantes. A veces convivo con los indios, y a veces, las más, me dedico a ir de un lado a otro y no hacer nada.
–¿Un aventurero?
Era Yaiza, la muchacha; aquella fabulosa criatura que de cerca se le antojaba aún más hermosa de lo que le había parecido desde la orilla del río, la que había hecho la pregunta mientras servía la bandeja con el mono ya trinchado y adornado con patatas y tomates, y sonrió levemente al replicar:
–Bueno –dijo–. Eso depende también de lo que considere un aventurero. Yo lo único que pretendo es vivir sin tener que encerrarme ocho horas diarias en una oficina, soportar a un jefe malhumorado, y dormir en una colmena… –Hizo una pausa–. Si a causa de ello en ocasiones me ocurren aventuras, no creo que por eso tenga que ser, necesariamente, un aventurero.
–¿Y en estos momentos adónde va?
–A la «bulla».
–¿La «bulla»?
–Ha estallado una «bomba» en Turpial, a orillas del Curutú, un afluente del Paragua.
–¿Una bomba? –se asombró Aurelia–. ¿Quién la puso?
–Nadie, señora… Nadie. Se dice que ha estallado una «bomba» cuando se descubre un yacimiento de diamantes. Acuden gentes de todas partes y se organiza lo que se llama una «bulla». Yo estaba en Caicara cuando llegó la noticia, cargué mis macundos y me eché al río. A lo que parece aún se puede agarrar la «guiña» y hacerse con unos reales para ir tirando un par de años. La cuestión es llegar antes que los aviones.
–¿Cómo puede llegar en piragua antes que en avión?
–Porque los aviones aún no tienen donde aterrizar, y no podrán hacerlo hasta que se instalen suficientes mineros y cada uno haya registrado su propiedad. Entonces se ponen de acuerdo y en un par de días limpian un claro de selva para que aterricen avionetas que los abastezcan de comida y se lleven los diamantes. Pero entonces llegan gentes de la ciudad y cuando esa «peste» empieza a caer sobre la «bomba» todo se vuelve un «mierdero». Los buscadores suelen ser gente dura, pero respetan el trabajo del vecino. Los aficionados –«La Peste»–, es veneno capaz de robar a su madre o abrirle las tripas a su padre por ver si se tragó una «piedra».
–¿Es que todo el que quiera puede ir a buscar diamantes? –inquirió interesado Sebastián, el mayor de los hermanos–. ¿No hay ninguna ley que lo impida?
«Musiú» Zoltan Karrás tardó en responder, concentrado como estaba en arrancar con los dientes un pedazo de carne de una pata del mono, y con esa misma pata señaló hacia la selva, al otro lado del río.
–En aquella orilla no existe ley capaz de impedir nada. Salvo pequeñas concesiones que se han hecho a tres o cuatro compañías mineras, el resto de La Guayana, desde el Orinoco hasta la frontera con Brasil, está considerada «Zona de Libre Aprovechamiento». Lo que encuentres es tuyo, y ni siquiera tienes que pagar impuestos… –Mordió de nuevo con fuerza y afirmó convencido–: ¡Así es la cosa!
–¿Y alguien se ha hecho rico buscando diamantes?
–Depende de lo que se considere rico –replicó al rato el húngaro–. Yo tengo un amigo al que todos llaman Barrabás, que encontró en la vieja mina de «El Polaco» la piedra de ciento cincuenta y cinco quilates que más tarde sería el famoso «Libertador de Venezuela». Pero esa es una larga historia –añadió–. Hay algo que