Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¡Pues qué gracia!
–¡No debes lamentarlo, hija! No debes lamentarlo. Por pesada que se te antoje la carga de ser «distinta», mucho más pesado resulta el hecho de ser «común». El mundo está repleto de gente hastiada de una existencia que en nada se diferencia a la de cuantos los rodean y darían años de su vida porque algo los distinguiese de los demás.
–Hay muchas formas de distinguirse, y la mía resulta demasiado amarga, porque cada vez que conozco a alguien me pregunto qué clase de daño voy a causarle.
–No es tu intención causar ese daño. Jamás has incitado a ningún hombre, y si pierden la cabeza no eres responsable por lo que les ocurra. Es como si una joya se sintiera culpable porque alguien quisiera robarla.
–¡Mamá! –protestó su hija–. ¡Vaya comparación…! Lo lógico es que una muchacha guste a los hombres y pretendan acostarse con ella… –Negó con la cabeza repetidas veces como si le costara un gran esfuerzo aceptarlo–. Lo que no resulta lógico es que todo el que lo intente conmigo acabe mal.
–Eso es exagerado. La mitad de los muchachos de Lanzarote lo intentaron, y salvo al que quiso emplear la violencia, a los demás no les ocurrió nada. Pronto o tarde aparecerá un hombre que te guste y con el que te casarás. Los demás no son tu problema, porque si quisieras contentarlos a todos no podrías levantarte nunca de la cama.
–¿Y cuándo aparecerá ese hombre?
–Cuando menos lo esperes, hija. Cuando menos lo esperes. Yo estaba sentada en una playa estudiando Derecho Romano cuando alcé la cabeza y me dije: «¡Qué bestia es ese tipo sacando la barca del agua!». –Sonrió como burlándose de sí misma–. Luego añadí: «Qué bestia y qué alto»; «qué bestia, qué alto y qué guapo». Y a partir de ese momento cambié el Derecho Romano por la cocina, y te juro que durante un cuarto de siglo fui la mujer más feliz del mundo. A ti te ocurrirá lo mismo.
Apareció por estribor la ancha boca del Caura, que en aquella época contribuía a aumentar considerablemente el caudal del Orinoco, y cuando se encontraban estudiando la mejor forma de penetrar en su corriente sin que los desplazara con brusquedad hacia la orilla opuesta, lo distinguieron acampado a la sombra de un araguaney, agitando la mano, sonriendo e indicando con grandes aspavientos que fondearan junto a su vieja curiara.
–¿Qué hace aquí? –le gritaron cuando aún no había subido a bordo–. ¿No tenía tanta prisa…?
–¡Vainas de Venezuela! –replicó el húngaro sin perder su humor–. Se supone que es uno de los principales productores de petróleo del mundo, pero el maldito surtidor está seco. –Se encogió de hombros–. Dicen que aquí mismo, debajo del Orinoco, existe un auténtico mar de petróleo, pero hoy en sus orillas no hay gasolina ni para un mechero. Llegará mañana… –Sus ojos se clavaron en Aurelia y el tono de su voz sonó levemente distinto al señalar–. Pero no importa –añadió–. Me apetecía invitarles a cenar. He matado un pécari y he preparado un menú que se van a chupar los dedos… –Rio divertido–. En mis tiempos fui cocinero.
–¿Cuántas cosas ha sido? –Rio de nuevo, alegremente:
–¡Demasiadas! –admitió–. Pero le aseguro que como cocinero no lo hacía del todo mal.
No lo hacía mal, en absoluto, y la cena, servida bajo una lona encerada, junto al fuego y a la orilla del agua, constituyó un auténtico banquete, pues resultaba evidente que «Musiú» Zoltan Karrás había sabido adaptarse a la vida de la selva aprendiendo la forma de sacarle provecho a cuanto la Naturaleza ponía al alcance de su mano.
–Hay quien puede morirse de hambre o envenenarse en la jungla –dijo–. Pero un auténtico minero sabe cómo subsistir sin más ayuda que su experiencia y un cuchillo. Y cuando tenga que elegir entre cargar con el «bastimento», o con la pala y las «surucas», aquel que se vea obligado a elegir las provisiones está perdido, porque cuando llegue al yacimiento no podrá trabajar sin «surucas» y todo su esfuerzo habrá resultado, por lo tanto, inútil.
–¿Qué es una «suruca»…? –preguntó Sebastián.
El húngaro alzó la lona que cubría la embarcación y mostró un juego de redondos cedazos de diferente grosor que aparecían cuidadosamente apilados a proa.
–Sirven para cerner la tierra y el cascajo de modo que pase de uno a otro, del más ancho al que es casi una malla. Así se va viendo si entre el material se esconde alguna piedra. –Chasqueó la lengua–. En toda selva se puede matar un mono o una serpiente con que aplacar el hambre, pero en ninguna encontrarás nada que sustituya a la «suruca». He visto a mineros pagar mil bolívares por una cuando en San Félix no cuestan más de veinte. –Su voz se enronqueció–. Y también he visto matar por ellas. A Gaetano Siri le partieron el corazón de un machetazo porque se negó a vender una de las suyas sobrantes.
–¿Quién lo mató?
–Su primo, Claudio Siri. Y nadie se lo echó en cara. Habían llegado juntos desde Nápoles, llevaban seis años vagando por las minas y cuando al fin se les presentó la oportunidad de hacer fortuna, Claudio perdió sus «surucas» en un derrumbe y su primo se negó a venderle las que no estaba utilizando.
–No es razón para matar a un hombre.
–En La Guayana, sí. Gaetano quería regresar rico a su pueblo para contar a todos que su primo seguía «comiendo mierda» en Venezuela, pero fue Claudio el que volvió rico y a él se lo comieron las pirañas.
–Se diría que aprueba esa muerte –le recriminó Aurelia.
–Y en el fondo la apruebo –fue la sincera respuesta–. El minero que no es capaz de ayudar, no ya a un amigo, sino a cualquier otro buscador que se encuentre en apuros, merece lo que le ocurra. Esa selva es muy dura y si no tuviéramos un mínimo de solidaridad acabaríamos peor que las fieras.
–Nadie les obliga a ir. Hay formas más sensatas de ganarse la vida.
–¿Como cuál…? Yo he sido camionero, soldado, cocinero, albañil, boxeador, dependiente de comercio, estibador y oficinista, y le aseguro que, de todas las formas que conozco de ganarse la vida, la más sensata, la única que te permite ser libre, sentirte dueño de tus actos y confiar en que algún día tus esfuerzos tendrán una recompensa, es la de minero… –Abrió los brazos en un amplio ademán que podía significar mucho o no significar nada–. ¿Y quién sabe si Dios no te habrá elegido para reencontrar a «La Madre de los Diamantes»…?
–¿Quién es «La Madre de los Diamantes»?
–«La Madre de los Diamantes» no es una persona. Es una mina. Un yacimiento portentoso del que se supone que provienen, arrastradas por las aguas de los ríos, la mayoría de las «piedras» de La Guayana. Muchos dudan de su existencia, pero yo conocí al viejo McCraken: uno de los dos únicos hombres de este mundo que la encontró. Y se hizo tan rico, que, como no tenía familia, cuando supo que iba a morir hizo construir un hospital, un asilo y un orfanato, y aún le sobró dinero.
–No