Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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ese caso tampoco lo es para ti.

      –Eso no es lógico. Ni justo.

      –¡Me importa un pimiento…! Como dicen en mi tierra: «O todos monjes, o todos canónigos…».

      –La mina no es sitio para mujeres… –fue la sentencia de Zoltan Karrás cuando minutos después le plantearon el problema.

      –¡Eso es lo que yo le he dicho! –se apresuró a puntualizar Sebastián–. Pero ella insiste… –Se volvió a su madre mientras con la mano señalaba al húngaro–. ¡Escúchale! –rogó–. Él conoce bien ese mundo y sabe que no podéis ir.

      –¿Por qué?

      –Porque siempre ha sido así.

      –Pues ya es hora de que cambie… ¿O es que no ha habido nunca mujeres en un campamento minero? El otro día dijo que llegaban con «La Peste».

      –Sí, claro… –admitió «Musiú» Zoltan Karrás un tanto confuso–. Pero se trata de otro tipo de mujeres: prostitutas y aventureras.

      –¿Quiere hacerme creer que jamás ha visto una mujer «decente» en una mina? ¿La esposa, la madre, la hermana o la hija de un buscador? ¿Nunca?

      »¿Quién cocina, quién lava la ropa, o quién los cuida cuando enferman…?

      –Algunas he visto… –replicó el otro desganadamente–. Pero casi siempre son negras, indias o mestizas nacidas en la región y acostumbradas a este clima y esa forma de vida… –Negó con un gesto de la cabeza–. No me las imagino en un poblado minero. ¡No! No me las imagino.

      –¿Se negaría a llevarnos?

      –Yo no he dicho eso.

      –Ya sé que no lo ha dicho… –Aurelia se mostraba agresiva–. Pero acepta que Sebastián le acompañe. Respóndame sinceramente y sin rodeos: si los demás decidiéramos ir también, ¿se negaría a llevarnos?

      –Tendría que pensármelo.

      –¿Por qué? ¿Cree que está en mejores condiciones que Yaiza o yo de soportar una caminata a través de la selva?

      Zoltan Karrás los miró alternativamente, y al fin concluyó por darle una patada a una rama y lanzarla al río.

      –¡Maldita sea! –farfulló–. ¡Esto me pasa por charlatán! Yo estaba tan tranquilo comiéndome un mono sin meterme con nadie y ahora resulta que me atacan porque considero que la mina no es lugar para mujeres. ¡Yo me largo! –concluyó–. Me largo, y si tropiezo con alguien me haré el pendejo y le hablaré en húngaro. –Agitó la mano en un brusco ademán de despedida–. ¡Chao! –concluyó.

      Comenzó a soltar la cadena de su curiara dispuesto a empujarla al agua, pero súbitamente se envaró como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo porque Yaiza había colocado suavemente una de sus manos sobre su antebrazo al tiempo que rogaba:

      –¡Por favor! ¡No se vaya!

      Él pareció querer decir algo, aunque no acertó con las palabras, y la muchacha insistió:

      –No se vaya. Nos gustaría que nos contara más cosas…

      Zoltan Karrás la miró a los ojos, y necesitó unos instantes para recuperarse antes de replicar:

      –Creo que ya he hablado demasiado, y es mejor que continúen hacia el mar, que es lo que conocen. ¡Adiós!

      –¡Adiós!

      Saltó al interior de la canoa y entre Asdrúbal y Sebastián concluyeron de empujarla hasta que la corriente la tomó de lleno y la arrastró río abajo.

      El húngaro agitó por última vez la mano y se alejó a toda velocidad, penetrando en el cauce del Caura por el que desapareció, y todos se miraron decepcionados y confusos, pero Asdrúbal pareció leer en los ojos de su hermana, y súbitamente inquirió:

      –¿Va a volver?

      Ella asintió en silencio.

      –¿Cuándo?

      –En cuanto se dé cuenta de que está solo.

      –¿Nos llevará a la mina? –quiso saber Aurelia.

      –Únicamente si tú en realidad deseas que nos lleve –fue la respuesta–. ¿Lo deseas?

      –No. Pero vosotros sí y no pienso pasarme el resto de la vida sintiéndome culpable por haber impuesto mi voluntad.

      –Nunca te lo reprocharíamos.

      –Lo sé, y eso es lo malo. Jamás nos reprochamos nada los unos a los otros y tal vez nos convendría darnos una buena sacudida de vez en cuando. –Lanzó una ojeada a cuanto se encontraba desperdigado a su alrededor–: ¡Bien! –señaló–. Empecemos a recoger. Vuelva o no vuelva, es hora de ponernos en marcha…

      –A ti te cae bien –sentenció Asdrúbal.

      –Naturalmente –admitió su madre–. Es simpático y cuenta unas historias fascinantes, pero a su edad podría tener un poco más de fundamento. Me parece muy bien que a los jóvenes les guste la aventura, pero llega un momento en que un hombre tiene que sentar la cabeza, y ese la tiene también llena de pájaros.

      –¡Ahí viene…!

      En efecto, la curiara había hecho su aparición descendiendo por el Caura para trazar un amplio círculo y emproar directamente hacia donde se encontraban.

      Permanecieron muy quietos y a la espera, y fue Zoltan Karrás el primero en hablar, cuando apenas había varado la embarcación en la arena:

      –¡Yo no me hago responsable! –señaló–. Las trataré como a hombres y lo que pueda ocurrirles es su problema… ¿De acuerdo?

      –De acuerdo.

      –Suban a bordo entonces, buscaremos gasolina, los remolcaré hasta Aripagua y mi comadre Socorrito Torrealba cuidará del barco hasta su vuelta… Ese trasto no puede navegar por aguas poco profundas.

      Obedecieron. Obedecieron porque habían tomado conciencia de que no les quedaba otra solución que obedecer, y a que desde el instante en que abandonaron el cauce del Orinoco ascendiendo por las aguas del Caura comenzaban a adentrarse en tierras de La Guayana, y aquel era un mundo misterioso y salvaje del que todo lo ignoraban.

      Incluso ese agua fue bien pronto distinta –oscura pero limpia–, pues los ríos que descendían de los contrafuertes del Escudo Guayanés aparecían de un color casi negro que les diferenciaba de los afluentes «blancos», sucios y embarrados que llegaban de los Llanos del Oeste.

      Cambió también un paisaje en el que la selva alta y frondosa daba paso de improviso a extensas sabanas cubiertas de gramíneas de luminoso color dorado, salpicadas aquí y allá por apretados bosquecillos de palmeras «moriche», aisladas acacias o floridos araguaneys de un amarillo rabioso, mientras a lo lejos se perfilaban, recortándose contra un cielo de un azul intensísimo, las rectas moles de tepuys, a los que podría confundirse con una inacabable sucesión de altivas fortalezas.

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