Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa

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Trilogía Océano. Maradentro - Alberto Vazquez-Figueroa Tomo

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trata de un hecho histórico. En mil novecientos once, el escocés McCraken y su compañero el irlandés Al Williams, recorrieron durante cinco años las selvas de Ecuador, Colombia, Brasil y Venezuela en busca de diamantes hasta encontrar aquí, en La Guayana, una mina fabulosa. Al poco tiempo y durante el viaje de regreso, McCraken cogió las fiebres y Williams, en una expedición exploratoria, aseguró haber descubierto un río que nacía en las nubes. Cuando se tropezaron con unos indios les contó lo que había visto y le respondieron que se trataba del «Río Padre de todos los Ríos», pero que por haberlo visto moriría con la próxima luna llena. Williams se rio, pero durante la siguiente luna llena, ya muy cerca de Ciudad Bolívar, le mordió una «mapanare» y murió. –El húngaro hizo una pausa como para permitir que sus oyentes tuvieran tiempo de meditar lo que les estaba contando–. McCraken continuó hasta Nueva York y vendió sus diamantes, pero comenzó a derrochar dinero y al poco tiempo se encontró de nuevo al borde de la ruina.

      –¿Pero no decía que murió rico? ¿En qué quedamos?

      –¡Paciencia…! –Se diría que Zoltan Karrás se estaba burlando de Aurelia Perdomo, o que se esforzaba por aumentar la curiosidad de quienes lo escuchaban, que permanecían en verdad pendientes de sus palabras–. Estaba al borde de la ruina, pero no arruinado, y con lo que le quedaba se fue a buscar al piloto más famoso de su tiempo, Jimmy Angel, un norteamericano que había derribado no sé cuántos aviones alemanes durante la Primera Guerra Mundial y trabajaba en un circo aéreo. Le ofreció diez mil dólares y un porcentaje sobre los beneficios si le llevaba a donde él dijera y aterrizaba donde le indicara. Jimmy Angel aceptó, y en mil novecientos veinte vinieron aquí, a La Guayana, donde McCraken le tuvo un montón de días dando vueltas sobre la selva hasta que al fin, un atardecer, le obligó a aterrizar en lo alto de una meseta totalmente plana, un tepuy de más de siete mil metros de altura. Esa noche, el viejo desapareció y a la mañana siguiente regresó con dos cubos, ¡dos cubos!, repletos de diamantes. De nuevo obligó a Jimmy Angel a dar vueltas y más vueltas, y por fin lo enfiló de regreso a Caracas, le regaló una pepita de oro, que Jimmy lleva siempre colgada del cuello, y regresó a Nueva York, donde volvió a vender en «Tífanis» todo lo que había conseguido. –Guiñó un ojo con intención–. ¿Qué?

      »¿Cree o no cree ahora en «La Madre de los Diamantes»…? ¡Ahí está, en la cumbre de uno de esos castillos de piedra, pero nadie ha sabido encontrarla nunca más!

      –¿Lo han intentado?

      –¡Naturalmente! Casi todos los buscadores de la región hemos soñado con reencontrar la mina del escocés, y de hecho la mayoría de las exploraciones que se han llevado a cabo entre el Roraima y el Orinoco perseguían, velada o abiertamente, el mismo objetivo.

      –¿Y ese McCraken no dejó un mapa? –quiso saber Yaiza, que había escuchado embobada el largo relato–. ¿Por qué quiso llevarse su secreto a la tumba?

      –No se lo llevó… –fue la aclaración del otro–. Poco antes de morir se tropezó con Jimmy Angel en Texas y le confesó que nunca había hecho ningún plano del lugar del yacimiento pero que se encontraba en lo alto de una meseta de mil metros de altura, al sur del Orinoco y al este del Caroní. Jimmy vendió cuanto tenía, se asoció con un ingeniero llamado Dick Curry, compraron un avión e iniciaron la búsqueda. Se estrellaron, primero en Nicaragua, y luego, por dos veces, aquí en La Guayana, hasta que Curry renunció a intentarlo por aire, emprendió una expedición a pie y lo mató un jaguar la noche de luna llena en que dicen que vio al «Río Padre de todos los ríos».

      –¡Pero eso no parece más que una leyenda…!

      –¡No tan leyenda! No tan leyenda, y voy a explicar por qué… –Zoltan Karrás había encendido una negra cachimba extrañamente parecida a la que utilizaba el abuelo Ezequiel, y se había acomodado recostándose contra un tronco caído mientras permitía que Asdrúbal llenara una y otra vez su tazón de café. Era sin duda un narrador nato que amaba sentarse junto al fuego y hablar de viejas historias o lejanos mundos, por lo que lanzó una bocanada de humo, sonrió a su concurrencia y decidió continuar su relato.

      –No es una leyenda… –repitió convencido–. Al perder su tercer avión, Jimmy volvió a Estados Unidos, trabajó como piloto acrobático en una película cuyo título no recuerdo, compró otro aparato y regresó a Ciudad Bolívar… –Fumó despacio, haciendo una larga pausa, y luego se inclinó hacia delante como intentando darle intimidad a su narración–: Un día de mil novecientos treinta y seis distinguió a lo lejos el Auyán-Tepuy y llegó a la conclusión de que era aquel en el que había aterrizado con McCraken. Se aproximó en un día extrañamente despejado de nubes, y al girar en torno a él, contempló, asombrado, al «Río Padre de todos los Ríos»: una gigantesca catarata de mil metros de altura que en los días en que la cumbre del tepuy se encontraba cubierta de nubes parecía surgir del cielo. Había descubierto la catarata más alta del mundo: «El Salto Ángel», que la mayoría de la gente cree que se llama «Salto del Ángel», pero es en realidad «El Salto de Jimmy Angel», en honor del piloto que lo descubrió cuando buscaba la mítica «Madre de los Diamantes» del escocés McCraken… ¿Qué les parece?

      –¡Una historia fascinante!

      –¡Pues aún hay más…! –El húngaro rio como un niño travieso–. Jimmy Angel seguía fascinado por la mina y un día, en compañía de su esposa, un venezolano llamado Gustavo Henry y un «baqueano», aterrizaron en lo alto del Auyán-Tepuy, pero la época era mala y había tanto fango que las ruedas se hundieron y no pudo volver a despegar. Durante casi un mes permanecieron arriba buscando la mina, comiendo ranas y tratando de encontrar una forma de descender por aquellas paredes cortadas en vertical, y cuando al fin consiguieron escapar a través de un río subterráneo, llegaron a Ciudad Bolívar con la salud quebrantada y arruinados. Pero Jimmy es un tipo testarudo y se ha ido a Panamá a trabajar como piloto de correo aéreo para conseguir otra avioneta. La suya continúa en la cima… –Hizo una pausa–. No entiendo mucho de aviones, pero me dio la impresión de que, cambiándole el motor, aún podría volar… El fuselaje y la cabina se conservan intactos. El problema es sacarla de allí…

      –¿Usted la ha visto? –se sorprendió Sebastián, y ante la muda afirmación, insistió–. ¿Dónde? ¿En lo alto del Auyán-Tepuy?

      –¡Ujummm…! –fue la respuesta–. Exactamente donde él la dejó. Dimitri, el negro Porcel, un «arekuna» y yo, trepamos por la pared sur y llegamos a la cumbre, pero aunque removimos hasta la última piedra del cauce del Churum-Merú, el río que allí nace y que es el que forma la catarata, no dimos ni con el más miserable diamante. Jimmy se equivocó y el yacimiento debe estar en cualquiera de los otros cien malditos tepuys que se alzan a todo lo ancho de La Guayana.

      –¿Piensa seguir intentándolo…?

      Zoltan Karrás contempló largamente a Asdrúbal Perdomo, meditó unos instantes, y por último negó con un gesto:

      –Tengo cincuenta y siete años –dijo– y me pesa demasiado el trasero como para pasarme otra semana colgando de una pared de piedra mientras los rayos me estallan en las narices. El negro Porcel se ahogó en un raudal del Caroní, Dimitri montó una ferretería y el indio volvió a sus selvas. ¡No! –negó convencido–. ¿Para qué querría yo tantos millones…? ¿Para construir hospitales a mi muerte? Ahora me conformo con encontrar algunas «piedras» de tanto en tanto. La ambición es cosa de jóvenes.

      –Pero usted no es viejo…

      –¡Gracias! –fue la exclamación–. Viniendo de una niña como tú, es todo un cumplido… ¿Cuántos años tienes? ¿Diecisiete?

      –Dieciocho.

      –Yo apenas tenía poco más cuando ya estaba en una

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