Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa
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Saltó a su embarcación, y tras agitar por última vez la mano, arrancó, y minutos después se perdía de vista en la curva del río.
Aurelia, Yaiza, Asdrúbal y Sebastián Perdomo Maradentro estuvieron observándole hasta que desapareció, y fue Asdrúbal el que expresó en voz alta el sentir general:
–Un tipo simpático.
–Y un aventurero, aunque no quiera admitirlo.
–¿Será verdad eso de que cualquiera puede hacerse rico buscando diamantes…?
Su madre lanzó una larga mirada de reconvención a Sebastián, que era quien había planteado la cuestión aparentando no darle importancia, y advirtió:
–Dejemos el tema… No quiero oír hablar de oro, ni diamantes. El Orinoco es tan solo el río que nos lleva al mar y no pienso poner los pies en aquella orilla bajo ninguna circunstancia.
–No sé a qué viene eso –protestó su hijo–. Tan solo estaba haciendo un comentario.
–Conozco tus comentarios… –Fue la respuesta–. Y conozco el brillo de tus ojos al oír hablar de un lugar donde se pueden encontrar diamantes. En cuanto terminemos de comer quiero ponerme en marcha, y no pienso detenerme hasta llegar al mar.
–Antes de salir al mar, tenemos que aparejar el barco, montar los palos, buscar velas y acoplar un motor.
–De momento podemos pasarnos sin motor –señaló ella–. Tu abuelo y tu padre navegaron treinta años a vela y me gustaría suponer que la aportación de mi sangre no bastó para degenerar la capacidad marinera de los Maradentro. ¿O no es así…?
Los tres alzaron el rostro y la miraron. Podría creerse que desde el momento en que había sentido bajo sus pies la cubierta de la goleta, Aurelia Perdomo había comenzado a recuperar la confianza en sí misma y volvía a convertirse en la mujer corajuda y animosa que había demostrado ser hasta la muerte de su esposo. Venezuela, y más concretamente la desconocida agresividad de sus llanos habían conseguido desmoralizarla momentáneamente, pero ahora, tal vez por la cercana presencia del mar o por el hecho de que el barco le proporcionaba la sensación de poseer nuevamente un hogar del que nadie podía expulsarla, empezaba a retomar el control de su vida.
Pese a ello, Sebastián aún se sintió con ánimos como para aventurar una opinión:
–Si un hombre de esa edad se encuentra con fuerzas como para buscar diamantes, no sé por qué Asdrúbal y yo no podríamos intentarlo.
–«Ese hombre» tiene aproximadamente la edad de vuestro padre –le hizo notar Aurelia–. Y te recuerdo que él se bastaba para zumbaros la badana a los dos juntos con una sola mano… –Sonrió divertida–. Y además se supone que conoce su oficio, mientras que ninguno de vosotros sabría distinguir un diamante de un culo de vaso… ¿O crees que es cuestión de llegar, decir ¡Aquí estoy!, y que te salten a las manos?
–No. Supongo que no será tan fácil…
–Entonces, «zapatero a tus zapatos». Lo vuestro es pescar. En eso sois buenos, y a eso tenéis que dedicaros… –Se volvió a su hija–. ¿Lo has recogido todo…? –quiso saber, y ante la muda afirmación palmeó repetidamente las manos instando a ponerse en movimiento–. ¡En marcha, pues! –concluyó–. El mar nos espera.
Asdrúbal volvió al timón, Sebastián lanzó amarras y empujó con la pértiga, y pronto se encontraron navegando de nuevo y observando cómo por la banda de babor continuaba pastando el ganado, mientras por estribor los árboles se adornaban con miles de loros, guacamayos, garzas y rojos «corocoros» cuyos gritos ahogaban el rumor de la corriente.
Pero en cuanto advirtió que su madre dormitaba a la sombra de la toldilla de proa, Sebastián se deslizó sin ruido hasta donde su hermano permanecía atento a mantener el barco en el centro del cauce y en voz muy baja, inquirió:
–¿Crees que resulta tan fácil eso de encontrar diamantes en La Guayana?
–El tipo parece que hablaba en serio, pero ella tiene razón: ¿Qué carajo sabemos nosotros de diamantes? ¿Tienes idea de cómo se buscan?
–Ni la más mínima…
–Pues debe ser como si a un minero le das un barco y le dices: «¡Ahí está el mar!». No pesca ni una cabrilla.
–Nadie nace aprendido.
–Supongo que no… ¡Pero mira esa selva! Impenetrable como un muro. Tan solo sobrevivir en ella debe ser un problema… Si además hay que buscar diamantes, no te cuento…
–Otros lo hacen.
–¡Otros…! Y tal vez yo mismo lo intentaría si estuviera tan solo como ese húngaro… –Señaló con un ademán de la cabeza hacia su madre–. ¿Pero qué haríamos con ellas?
–Podríamos dejarlas en un lugar tranquilo.
–¿Tranquilo? –se asombró Asdrúbal alzando inconscientemente la voz–. ¿Crees que encontraríamos un sitio donde dejar a Yaiza sin que a los tres días todos los hombres de la región pretendieran violarla, raptarla o casarse con ella? Recuerda lo que sucedió en Caracas, en Los Llanos, y donde quiera que hemos ido en estos últimos tiempos…
El recuerdo de su hermana y de los problemas que su belleza planteaba parecieron tener la virtud de convencer a Sebastián de que resultaba inútil continuar discutiendo sobre el mundo de los diamantes, puesto que la única misión que el destino parecía haberles reservado era convertirse en protectores y eternos guardaespaldas de la extraña y desconcertante criatura que «atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos».
–¡Olvídalo…!
–Olvidado.
–De todos modos, en algún lugar tendremos que aparejar el barco. Hay que elegir los palos, cortar y coser las velas e instalar el cordaje… Eso nos va a costar tiempo… –Hizo una significativa pausa–. …Y dinero.
Asdrúbal le dirigió una larga y significativa mirada y acabó por mover de un lado a otro la cabeza como si comprendiera que estaban intentando embaucarlo.
–¡Escucha! –dijo–. Sabes que lo único que deseo es volver al mar, porque allí es donde me encuentro más a gusto, pero ya una vez te dije que eres el hermano mayor y que por tanto tú debes tomar las decisiones. Si crees que nos conviene ir a buscar diamantes, nos vamos a buscar diamantes, pero no te andes con rodeos.
–¡Está bien! ¡Olvídalo!
–Por segunda vez, lo olvido. Ahora, quien tiene que olvidarlo eres tú.
Sebastián fue a añadir