Trilogía Océano. Maradentro. Alberto Vazquez-Figueroa
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Resultaba difícil conciliar el sueño después de haber oído hablar de «La Madre de los Diamantes» y «El Río Padre de todos los Ríos», o de cómo un piloto aventurero y un loco se había tropezado con la más alta catarata del planeta, «La Ultima Maravilla del Mundo», cuando su única intención era convertirse en un hombre inmensamente rico.
Le resultaba difícil a Aurelia, preocupada por la impresión que las palabras del húngaro podían haber causado en el ánimo de sus hijos, y le resultaba aún más difícil a esos hijos, para los que parecía haberse abierto de improviso un nuevo horizonte directamente entroncado con aquellos sueños infantiles que durante tanto tiempo se les antojaron lejanos e irreales. Ahora, un hombre que había vivido tales sueños y había participado en tan portentosas aventuras, se encontraba allí tendido en un «chinchorro» colgado entre dos árboles, durmiendo tan plácidamente como si en lugar de a orillas del salvaje Orinoco se encontrase en la más pacífica y confortable casa de Budapest.
¿Habría sucedido todo tal como había relatado? ¿Era posible que hubiese existido un escocés que llenaba cubos de diamantes y un héroe de guerra que continuase persiguiendo la quimera de llenar cubos semejantes con diamantes semejantes?
Era como volver a escuchar las olvidadas fantasías de Maestro Julián, el Guanche, con la diferencia de que ahora tales fantasías sonaban a realidad, porque parte de sus protagonistas aún vivían, y los lugares en que se habían desarrollado se encontraban al otro lado de la corriente de agua que continuaba fluyendo, majestuosa e inmutable, como si el ancho y profundo Orinoco se complaciese en limitarse a ejercer de mudo testigo de los mil hechos portentosos que habían ocurrido –y aún continuarían ocurriendo– a todo lo largo de su margen derecha.
Resultaba en verdad difícil conciliar el sueño tratando de imaginar cuántas gemas de más de cien quilates ocultaría en su seno el yacimiento del que los ríos iban arrancando lentamente los diamantes, y quién sería el osado que treparía sucesivamente a todos los tepuys que se alzaban en lo más recóndito de las selvas para conseguir hundir sus manos en aquel indescriptible tesoro al que únicamente dos hombres habían tenido acceso a lo largo de la Historia.
¿Qué aspecto tendría «La Madre de los Diamantes»? ¿Sería un simple hoyo sobre el que cruzaba un riachuelo, una profunda caverna, o la falda de una ladera que el agua iba lamiendo día a día…? ¿Qué explicación habría dado a Jimmy Angel aquel viejo escocés que no había querido confiar su hallazgo al papel prefiriendo mantenerlo fresco en su memoria? ¿Chocheaba cuando le confesó que lo encontraría en la cima de una meseta al sur del Orinoco, o le engañó a sabiendas para que nadie pudiera aprovecharse de un descubrimiento que le había costado años de esfuerzo?
Habían quedado flotando tantas preguntas bajo el araguaney y la lona encerada, o sobre los restos de la hoguera y la lona del playón, que resultaba comprensible que su sola presencia ahuyentara el sueño obligando a los ojos a permanecer clavados en las altas estrellas, y que al amanecer, cuando Zoltan Karrás despertó, fuera para encontrarse a Sebastián pacientemente sentado frente a él.
–¡Lléveme con usted! –pidió.
–¿Adónde?
–Adonde pueda encontrar diamantes.
El húngaro señaló con un ademán de la cabeza hacia la goleta en cuyo interior dormían Yaiza y Aurelia:
–¿Y qué harías con ellas?
–Mi hermano las cuidará hasta mi vuelta. Pueden quedarse en Ciudad Bolívar y aparejar el barco. No me necesitan para eso y mientras tanto tal vez yo consiga algún dinero… –Hizo una corta pausa y su voz sonó suplicante al añadir–: ¿Me enseñaría a buscar diamantes?
«Musiú» Zoltan Karrás tomó asiento en su hamaca, extendió la mano, se apoderó de su renegrida y cochambrosa cachimba y la encendió con parsimonia:
–El problema no está en aprender a buscar diamantes, hijo –replicó–. Eso puede hacerlo hasta el más lerdo aunque sea un trabajo pesado y decepcionante. El problema está en llegar hasta donde se encuentran… –Señaló con la pipa hacia la orilla opuesta–. La selva es muy dura: es húmeda, calurosa e insalubre, y se encuentra repleta de serpientes, arañas, bestias, indios, mosquitos, hormigas venenosas e incluso murciélagos-vampiros… Es un viaje muy largo; primero Caura arriba y luego a pie, a través de riscos y quebradas porque en esta época del año las trochas y senderos se han convertido en un fangal y por el río Paragua no hay quien suba; su cauce no es más que una maldita sucesión de raudales y chorreras. –Negó convencido–. Nunca se lo aconsejaría a un novato, y para mí significaría una tremenda responsabilidad si algo te ocurriera. Tu madre tiene aspecto de haber sufrido mucho y no me gustaría contribuir a darle un disgusto. –Agitó la cabeza convencido–. No; la verdad es que no me gustaría nada en absoluto.
–El disgusto se lo daría yo, no usted.
–Pero consideraría que tengo parte de culpa. A veces hablo demasiado y no me doy cuenta de que con mis historias puedo causar daño… –Extendió la mano y golpeó afectuosamente la rodilla de su interlocutor–. Contado al amor del fuego, todo resulta bonito, y las aventuras de McCraken o Jimmy Angel pueden antojársete maravillosas, pero te aseguro que la realidad es muy distinta. Muy dura y muy distinta.
–Ganarse la vida pescando también es duro. O de peón albañil. O de «vaquero» en Los Llanos… –Le miró largamente y había un profundo convencimiento en sus palabras cuando añadió–: No me asusta lo que es duro, sino lo que no ofrece esperanzas.
–Eso lo entiendo, pero te advierto que para la mayoría de los mineros de La Guayana tampoco hay esperanzas. Por cada McCraken que consigue morir rico, conozco mil que no disponen ni de ataúd en el que irse al otro barrio. Los entierran desnudos en el mismo hoyo en el que llevaban un mes cavando en busca de esa «piedra» que nunca aparece.
–Usted ha logrado sobrevivir.
–Yo he sobrevivido a todo, jovencito… –replicó el húngaro riendo divertido–. A veces creo que me trajeron al mundo con el único propósito de que me dedicara a hacerle quiebros a la muerte. Aquí donde me ves, soy el único tipo que conozco al que fusilaron los turcos y aún puede contarlo… –Se abrió la camisa y mostró su abdomen cuajado de cicatrices–. ¡Mira! –añadió–. Balas turcas.
Sebastián observó aquel estómago terso y bronceado por el sol guayanés y luego alzó los ojos y le miró de frente:
–Prométame que durante el viaje me contará su vida –pidió.
–¡Ah, carajito insistente! –exclamó el húngaro–. A ti no habría muchachita que te negara el coño… –Indicó con un ademán hacia Aurelia, que había hecho su aparición sobre la cubierta del Maradentro–. ¡Ahí tienes a tu madre! –dijo–. Si la convences y no me corre a palos, te llevo a la mina.
La respuesta de Aurelia fue tajante:
–Si tú vas, vamos todos.
–¿Estás loca?
–Loca me volvería si me quedara esperando… –Hizo una significativa pausa, pero se la advertía segura de sí misma cuando añadió–: Si lo que pretendes es separarte definitivamente del resto de la familia no voy a impedírtelo porque ya tienes edad para elegir tu propio rumbo,