Un amor para recordar - El hombre soñado - Un extraño en mi vida. Teresa Southwick
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—Tú lo has dicho.
Una conciencia culpable como la de Emily no necesitaba acusación.
—Mira, Cal, las cosas son así. Puedes pagarla con todo el mundo o apechugar con la situación y conocer a tu hija. ¿Qué vas a hacer?
—Es mi hija. Y ya va siendo hora de que me conozca —Cal se puso en jarras—. ¿Vas a ayudarme? ¿Vas a estar por aquí mientras Annie y yo nos conocemos?
Cal tenía razón. No podía soltarle a la niña sin más porque eso sería demasiado traumático para ambos. Emily se dio cuenta de que tendría que haber pensado en ello, pero no lo había hecho.
Vaya, iba a resultar muy divertido relacionarse con el tipo para quien romper corazones era un deporte olímpico.
Sentado en el deportivo al que había bautizado como «Princesa», Cal vio el pequeño utilitario de Emily doblar la esquina y entrar en la zona de aparcamiento del edificio. Él, que estaba al otro lado de la calle, salió del coche.
Mientras se acercaba a Emily, la vio abrir la puerta de atrás, sacar a Annie de la silla y dirigirse al maletero para sacar una bolsa de la compra. Cuanto más se acercaba, más bolsas veía.
—Hola.
Ella se dio la vuelta y apretó a la niña contra su pecho.
—Cielos, me has asustado.
—Creí que me habías visto. Estaba ahí aparcado —dijo señalando su coche con el pulgar.
—¿Por qué? —preguntó Emily frunciendo el ceño—. ¿Me estás acosando?
Cal se colocó las gafas en la parte superior de la cabeza.
—¿Siempre te pones en lo peor?
—Normalmente no —dijo ella con escasa convicción—, pero es que ésta no es una situación normal.
—Seguramente sucede más veces de las que piensas —aseguró él.
—En mi mundo no —insistió Emily soltando un poco a Annie, que lo miraba con desconfianza.
—¿Tu mundo sigue incluyendo el trabajo social en los hospitales?
—Sí. Además de en el programa de madres solteras, trabajo de freelance en la mayoría de los hospitales del valle. Al no tener un horario fijo de nueve a cinco puedo pasar más tiempo con Annie.
En ocasiones, algún paciente de urgencias necesitaba la ayuda de los servicios sociales para que le orientaran sobre programas gratuitos y otras ayudas. Cal la había conocido cuando trataba a un niño enfermo de leucemia que no tenía seguro social. Avisaron a Emily para que aconsejara a los padres sobre algún tratamiento que pudiera financiarse. Cal estaba deseando pasarle el caso a otra persona cuando Emily Summers entró en la sala. Bastó una mirada a su rostro, especialmente a su boca, para desear lanzarse encima de ella. Y lo hizo, hasta que ella le dejó sin ninguna razón aparente. El hecho de que fueran a ser padres nunca se le había pasado por la cabeza.
—¿Y dónde te toca trabajar hoy? —preguntó con naturalidad—. ¿Y dónde se queda Annie cuando no puedes estar con ella?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Esta vez no mucho.
—¿Esta vez? —preguntó Emily entornando los ojos con desconfianza.
—He venido antes y he hablado con Patty, la compañera de piso de Lucy. Iba de camino a clase y me dijo cuándo volverías a casa.
Emily tenía un par de bolsas de la compra en un brazo y a Annie en la otra, y se cambió el peso.
Cal estaba contento de ver que parecía una niña sana. El día anterior, después de verla, se dio cuenta de que tendría que haber hecho un millón de preguntas. ¿Cómo fue el parto? ¿Hubo complicaciones? ¿Quién era su pediatra? Podía conseguirle al mejor del valle.
Pero ninguna de aquellas preguntas había salido de su boca porque estaba demasiado impactado ante el hecho de que Emily le hubiera dicho la verdad. Esta vez su intención era conseguir un frotis bucal para hacer la prueba de ADN.
Cal observó como Emily luchaba por sujetar las bolsas de la compra y a la niña al mismo tiempo y finalmente decidió que podría hacer algo al respecto.
—Deja que te ayude —dijo quitándole las bolsas.
—Agarra a Annie —Emily le puso a la niña en brazos—. Yo llevaré un par de bolsas y abriré la puerta.
La niña comenzó a llorar al instante y estiró los bracitos hacia su madre. Emily ya corría hacia la puerta de entrada con la llave en la mano.
—Annie está llorando —gritó Cal—. Haz algo.
—Es bueno para los pulmones —respondió ella por encima de su hombro—. Tú eres médico. Sabrás lo que hay que hacer.
—De acuerdo, pequeña. Vamos allá.
Cal agarró todas las bolsas que pudo sin poner en peligro a la niña. Por suerte, el apartamento de Emily estaba justo doblando la esquina del aparcamiento. La siguió n entró. La cocina se encontraba al lado del salón. Emily estaba metiendo cosas en la nevera.
—¿Qué hago con ella? —gritó Cal por encima de los gritos de la niña.
—Déjala en el suelo —contestó Emily mirándolo.
No tuvo que decírselo dos veces. Cal la dejó sentada, y Annie siguió llorando como si le estuvieran clavando alfileres.
—Iré a buscar el resto de las bolsas —dijo saliendo de allí sin esperar respuesta.
Cuando recogió las que faltaban y cerró el maletero, volvió al apartamento. Annie estaba saliendo por la puerta a gatas. Cal dejó las bolsas en medio del salón y corrió a recogerla. La niña chilló, una prueba más de que lo odiaba. Siguió protestando y retorciéndose cuando se la llevó a Emily.
—Es una corredora —dijo Cal.
—Bien. La has recogido —dijo mirando hacia atrás—. Si no cierras la puerta, siempre trata de escaparse.
Cal dejó a Annie en el suelo, y cuando su madre hubo terminado de colocar la compra, agarró a la niña y desapareció por el pasillo. Él las siguió.
Observó cómo Emily le cambiaba con pericia el pañal a la niña y luego regresaba a la cocina. Annie agarró uno de sus peluches y cerró los ojos. La respiración se le volvió más acompasada.
—Se ha dormido —anunció Cal.
—Ya lo sé —Emily estaba lavando unas manzanas en el fregadero.
—¿Cómo lo sabes?
—Es por la tarde y el calor la agota —ella sonrió con ternura—. Pero se acerca la hora de la cena, así que sólo va a echarse una siesta corta. Si la dejo dormir demasiado, luego no