Integridad. Marcelo Paladino
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En definitiva, el directivo íntegro acaba creando y desarrollando —o, al menos, intentando crear y desarrollar— una empresa íntegra, formada por mujeres y hombres íntegros, que transmiten su integridad a los que están a su alrededor, hasta conseguir una sociedad íntegra o ética, si se prefiere. ¿Por contagio? Sí, claro; así es como frecuentemente se transmiten las virtudes y los valores. Pero también y, sobre todo, como fruto de una decisión consciente y responsable, o mejor, de miles de decisiones diarias, todas ellas conscientes y responsables. Con errores, que nunca son graves si se tiene humildad para reconocerlos y pedir perdón y fortaleza para corregirlos, una vez y otra. Así será el directivo que se sabe comprometido, obligado con la empresa que dirige, con los hombres y mujeres con los que se relaciona y con la sociedad en la que trabaja y para la que trabaja.
Y esto, como nos repiten los autores en diferentes ocasiones, es tarea de la inteligencia y de la voluntad. Exige primero, estudiar, leer, reflexionar, consultar, pedir consejo: la racionalidad. Es verdad que la intuición puede ser, a veces, una buena guía para la integridad, al menos cuando uno la ha vivido desde el principio y la ha ejercitado perseverantemente, hasta convertirla en una segunda naturaleza que facilita sus decisiones. Pero con frecuencia no es suficiente; hay que razonar, comparar, valorar, juzgar, sobre todo en las situaciones complejas a las que nos tiene acostumbrado el mundo actual. Y luego, decidir; con ecuanimidad y objetividad, sin dejarse llevar por lo más cómodo, o por lo más rentable, o por lo que minimiza los riesgos, o por lo que esperamos que nos dará menos trabajo. Y ponerlo en práctica —la voluntad— con fortaleza, con perseverancia, aunque los costes económicos y personales sean altos. La integridad se consigue a base de racionalidad, pero también de virtud; de desarrollo de “músculo” moral, del cual los autores nos hablan extensamente.
En la Introducción leeremos que “la percepción de la centralidad de la integridad como fundamento para una buena tarea directiva marca un cambio sustancial en la concepción del management, devolviéndole plenamente su función de actividad humana libre, dotada, por lo tanto, de una dimensión ética y capaz de crear humanidad”. Esto no es solo una frase que suena bien; es, sobre todo, la promesa de que, si aprendemos a vivir la integridad en nuestra vida personal, familiar, profesional, social y política, y si la proyectamos en nuestra actividad de directivos, estaremos cambiando esa tarea de dirigir organizaciones humanas. ¿Con más éxito? No necesariamente, si medimos el éxito exclusivamente por la cuenta de resultados. Más aún: si lo medimos por los resultados económicos a corto plazo, los autores afirman que, sin duda, nuestro éxito será ficticio, porque ese criterio es garantía de fracaso humano, profesional y social, y, al final, también económico.
El éxito en la empresa no debe excluir el resultado económico, porque la empresa es una institución económica y, como tal, debe perseguir la eficiencia, el mejor uso de los recursos disponibles. Pero no puede limitarse al beneficio, a la maximización del valor en bolsa. La definición del éxito en la empresa nos obliga, en definitiva, a reconsiderar qué es esa institución en la que colaboran hombres y mujeres con motivaciones distintas, pero comprometidos en la consecución de un resultado común, que debe permitir la satisfacción de necesidades en el mercado, y que debe mirar, pues, al cliente, pero también al propietario, al directivo y al empleado y a todos aquellos que están dispuestos a proporcionarle recursos, a correr riesgos junto con la empresa, a desarrollar capacidades dentro de ella, a aprender cosas nuevas, a comprometerse en ese proyecto, del que van a recibir, sí, compensaciones materiales, pero también realizaciones intelectuales o espirituales, conocimientos, capacidades, valores, virtudes y actitudes, que les harán mejores o peores personas, padres o madres de familia, miembros de su comunidad local y ciudadanos de su país y del mundo. Dicho de otra manera: la empresa dirigida con integridad puede llegar a ser un motor de cambio profesional, económico y, sobre todo, moral de la sociedad.
Ahora entenderá el lector por qué los profesores Paladino, Debeljuh y Delbosco nos prometen “un cambio sustancial de la comprensión del management”, como fruto de sus reflexiones sobre la integridad del directivo. La integridad, afirman los autores, “es el compromiso de hacer lo mejor”: es sinónimo de excelencia. Que empieza, ya lo hemos dicho, con las virtudes y valores morales del protagonista, pero que se transmite luego a su entorno y se institucionaliza para que esté presente en todas las prácticas de la empresa. A partir de ese momento, habrá dejado de ser una preferencia, una querencia o una manía del jefe, para ser una guía para la acción en la organización. Y, en la medida en que los empleados las asuman libremente, las acciones serán “suyas”; estarán aceptando, apreciando y practicando la integridad. Las herramientas habrán trasladado su contenido a las actitudes y a las conductas. La transformación de las personas y de la sociedad ya está en marcha.
Todo esto no es teoría, mucho menos utopía. Basta leer la parte empírica del libro, los capítulos 3 y 4, donde los autores dan la palabra a algunos altos directivos de empresas argentinas y los capítulos 5 y 6, donde son las experiencias de dos empresas concretas las que guían al lector en su reflexión. El elenco de temas contenidos ahí es formidable: la corrupción, primero, pero también el acostumbramiento de las empresas; la necesidad de resistir a la corrupción, y la importancia de una actitud activa que contrarreste la corrupción sistémica; y la identificación de los factores que agravan y extienden la falta de integridad: la tentación del poder y del dinero, la pereza, la excesiva preocupación por los resultados económicos, el prestigio mal entendido, el cortoplacismo. Y si el lector espera ayudas prácticas para actuar con integridad, encontrará también los medios.
A estas alturas ya estará claro que, para los autores, la integridad no es una restricción externa, algo que nos viene impuesto por la ley, por nuestras convicciones morales o religiosas, o por nuestro entorno familiar o profesional. En un Box case en el capítulo 3 se afirma que “la integridad es una fuente de respuestas”, es posibilidad, capacidad de hacer otras cosas, cosas mejores; es “otra” manera de dirigir; crear “otra” empresa distinta y puede también acabar construyendo “otra” sociedad, que será, con seguridad, mucho mejor que la sociedad de la corrupción que hemos conocido en los últimos años. A todo esto nos lleva este libro. Solo con una condición: que el lector se lo tome en serio.
ANTONIO ARGANDOÑA
Profesor Emérito, Cátedra CaixaBank
de Responsabilidad Social Corporativa
IESE Business School,
Universidad de Navarra, España
Introducción a la segunda edición
Más importante que una obra, muchas veces, es la historia que le dio origen. Por ello, queremos compartir cuál es la historia de este libro, así nos aseguraremos de que los lectores conozcan, y esperamos compartan, los deseos que nos animaron a hacerlo. En el año 2002, frente a los crecientes esfuerzos de los empresarios para mejorar la calidad ética de las empresas, que no siempre tenían los efectos deseados, nos preguntamos: ¿no será que toman todo esto como una herramienta más para el management?, ¿no será necesario, en cambio, fundamentar más las buenas conductas, para que las personas les encuentren sentido? Obviamente la respuesta que nos dimos fue afirmativa y nos movió a pensar cómo se podría abordar la cuestión. Comprendimos que no se trataba solo de describir la lucha