La tentación del millonario. Kat Cantrell
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El perfume de Harper se le introdujo en los sentidos y en la sangre, que no era lo que solía hacer un perfume. Un perfume olía bien, pero no se suponía que le tuviera que dar ganas de besarla hasta dejarla sin aliento.
No hizo caso de aquel deseo. No era fácil, pero tenía mucha práctica.
Harper, por suerte, se soltó del abrazo con la suficiente rapidez como para no notar lo inadecuado de lo que le estaba sucediendo allá abajo.
–¿Qué haces aquí? –exclamó ella mirándolo con ojos brillantes–. Hace mucho tiempo que nadie venía a recogerme a la puerta de desembarque. Se me había olvidado lo agradable que es. ¿Cómo has podido pasar sin un billete de avión?
Él rio.
–Muy sencillo. He comprado uno. ¡Sorpresa!
Dante viajaba muy a menudo debido a su trabajo en la televisión, por lo que podría cambiar el billete más tarde, cuando de verdad tuviera que utilizarlo. Y aunque no fuera así, ¿qué más daba? Por Harper podía derrochar una cientos de dólares.
Ella le dio una palmada en el brazo.
–No tenías que haberlo hecho, pero me encanta. Creí que hoy estabas grabando el programa. Iba a tomar un taxi.
Si hubiera sido otra persona, él le habría mandado un coche a recogerla.
Dante se encogió de hombros, agarró la bolsa de viaje y se la echó al hombro.
–Hemos terminado pronto y ahora tengo dos semanas libres, que pienso pasar contigo. Tu inesperada visita se ha producido en el momento más oportuno.
También lo era para superar su atracción por ella. Sin duda bastaría con un beso. Un simple beso. Sería extraño, pero suficiente. Y volverían a ser amigos.
–¿No vas a pasarlas con tu novia, la modelo? ¿Cómo se llama? –Harper chasqueó los dedos un par de veces.
–Selena –respondió él–. Pero lo hemos dejado.
Había perdido el interés por Selena en cuanto empezaron a salir. Pero que le fotografiaran con ella beneficiaba su carrera, y el sexo no era terrible, así que siguió con ella más tiempo de lo debido.
Era una mujer dulce de una larga lista de mujeres dulces que le dirigían una mirada ausente cuando comenzaba a hablar de cristalografía de rayos x o materiales autosintetizados. Harper era la única con la que podía hablar de todo.
–Lo siento, pero seguro que es lo mejor, ya que ella no era lo bastante buena para ti –Harper sonrió–. Se me olvidaba: Cass está embarazada.
–Qué bien –dijo él. Y era sincero. Un bebé era algo maravilloso… para los demás.
Hacía mucho tiempo que Harper y Cass eran amigas, desde la universidad, cuando decidieron crear una empresa junto a otras dos amigas, Alex y Trinity. Así había nacido Fyra Cosmetics, en la que Harper era directora científica.
Dante estaba muy orgulloso de lo que ella había conseguido después de obtener el doctorado en Química Analítica. Hacía diez años que conocía a las cuatro amigas, pero, como tenía más en común con Harper, era más amigo de ella.
–Gage está muy contento –Harper suspiró y puso los ojos en blanco–. Como esposo, es perfecto para Cass. Pero yo lo mataría si me tratara como la trata. «Trabajas demasiado», le dice. «Voy a cuidarte» o, mi preferida: «Aunque tengas ganas de comer patatas fritas, debes tener ganas de comer verdura». Hombres… Como si supieran algo del embarazo.
Dante no se imaginaba a una mujer tan fuerte como Harper dejando que Gage le dijera lo que debía hacer.
–Hablando de embarazos, ¿cómo está Alex?
–Ahora que ya está en el segundo trimestre, mucho mejor. Ya no tiene náuseas.
Dante no se había dado cuenta de que lo que últimamente les sucedía a sus amigas tenía que ver con bebés. El tema le hacía sentir levemente incómodo, seguramente por su historia personal. Las parejas comenzaban deseando tener hijos, pero nadie sabía lo que desearían al año siguiente y al otro. Después de haber sido trasladado de familia en familia de acogida, cuando era un niño, conocía de primera mano esa falta de constancia.
Se dirigieron a recoger el equipaje. Ella lo tomó de la mano mientas charlaba sobre sus amigas y socias. Lo hacía como amiga. Al menos, así lo consideraría ella. Dante sentía un ardiente deseo de ella, incrementado por el brillo de su rostro. Ese brillo era nuevo. ¿De dónde procedía?
Se ajustó las gafas con la otra mano, pero el brillo no desapareció. ¿Por qué ese día, ni más ni menos, ella estaba más hermosa que nunca?
Debería besarla lo antes posible o aquel viaje sería un desastre.
–¿Qué tal el vuelo?
Harper se apartó los rizos del rostro.
–No ha estado mal, pero en la máquina expendedora de la puerta de embarque no había las magdalenas que me gustan. Me muero de hambre.
–Vamos –dijo él.
Entraron en una de las tiendas del aeropuerto y buscaron las magdalenas que a ella le gustaban especialmente. Él agarró la caja entera y se la dio a la empleada, junto con la American Express.
Harper se echó a reír.
–¡Dante! Solo quiero una, no veinte. No querrás que me ponga gorda, ¿verdad?
La cajera miró fijamente a Dante y luego echó un vistazo a la tarjeta.
–¡Doctor Gates! Me encanta su programa. ¿Me puedo hacer una foto con usted, por favor?
Ella sacó el móvil porque la respuesta fue, desde luego, afirmativa. Los seguidores formaban parte del trabajo y, puesto que los productores de La ciencia de la seducción ingresaban millones de dólares en la cuenta de Dante, no podía quejarse. Pero, secretamente, odiaba casi todo lo relacionado con el programa.
El dinero estaba bien, no iba a negarlo, pero echaba de menos la verdadera ciencia, la que cambiaba la forma de entender el universo conocido. Ayudar a alguien a encontrar un compañero sexual no era significativo para el orden superior de las cosas, por muy bien que él hiciera su trabajo.
La ciencia había sido su refugio durante mucho tiempo, cuando nadie se preocupaba por él. Sin embargo, había abandonado sus raíces por el sensacionalismo.
Dejó que la cajera le adulara. Harper lo observaba, divertida.
Por fin logró escapar de la cajera y le entregó a Harper la caja de magdalenas.
–Perdona por la escenita. Son gajes del oficio.
Harper sonrió.
–¿Bromeas? Ha sido estupendo. No tengo muchas ocasiones de verte desempeñar el papel de doctor Sexy. Ha sido una compensación porque me hayas dejado de hacer caso.
Él sonrió a su vez.
–Tengo