La tentación del millonario. Kat Cantrell

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La tentación del millonario - Kat Cantrell Miniserie Deseo

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era el motivo de que se hubiera visto obligado a trabajar en la televisión. Si no hubiera hecho trampas sobre la metodología, no habría ganado el Nobel y Dante habría tenido una oportunidad. Después de que Cardoza lo ganara, el interés de Dante por la investigación desapareció y se quedó sin laboratorio, sin fondos y desesperado por que alguien le diera una oportunidad.

      Y así nació La ciencia de la seducción.

      Con el programa se había enriquecido, pero una cuenta bancaria de nueve cifras no compensaba que le hubieran arrebatado el trabajo científico.

      –Por pura curiosidad –dijo cuando pudo hablar sin revelar la emoción que lo embargaba–. ¿Por qué elegiste a Cardoza?

      –Hace poco me encontré con Tomas en un congreso en St. Louis. Creo que te había hablado de él. Tomas presentaba una ponencia y me encantaron sus conclusiones. Cuando lo volví a ver en el vestíbulo del hotel, me presenté y hablamos.

      –Os hicisteis amigos, ¿no? –dijo él en tono casi desdeñoso.

      –Claro, es un hombre brillante. Tiene unos pómulos preciosos. Pero lo que me interesaba de él era su genética.

      Dante sintió una opresión en el pecho.

      –Te sedujo.

      –¿Qué? No. Bueno sí, si consideras una forma de «seducirme» que me preguntara si pensaba quedarme embarazada de la forma clásica –ella acompañó sus palabras marcando las comillas con los dedos, sin darse cuenta de que a Dante se le había revuelto el estómago–. Entonces, sí, me sedujo.

      –Por favor, dime que le dijiste que no.

      Ella lo miró con el ceño fruncido.

      –Por supuesto. No me interesa esa clase de relación con ningún hombre.

      La sensación de alivio que Dante experimentó fue enorme. La idea de que Cardoza hubiera puesto sus sucias pezuñas en Harper… Se tragó la bilis.

      En el caso de otra persona que no fuera Harper, ese hubiera sido el momento de preguntarle si prefería a las mujeres. Pero él había notado su reacción al tenerla en los brazos.

      Era cien por cien heterosexual.

      –Con ninguno salvo conmigo.

      –Pues no, contigo tampoco. ¿Es que no has prestado atención a lo que te decía?

      Había escuchado cada una de sus palabras, con gran pesar.

      –Te intereso, Harper. Te intereso tanto que no lo soportas.

      La forma en que ella se le había aferrado, su lengua contra la de él… Reviviría todo eso en sueños cargados de deseo, esa noche.

      Claro que le interesaba esa clase de relación con él. Y era evidente que no le hacía gracia, pues su forma de reaccionar ante el beso había provocado aquel jueguecito de las confesiones.

      Estaba embarazada. Como confesión para arruinar el momento, se llevaba la palma.

      –No sé cuándo has desarrollado ese ego monumental, pero estás equivocado.

      Él lanzó un bufido.

      –Por favor, engáñate si quieres, pero a mí no me engañas. No lo has hecho cuando mi boca estaba en la tuya. Hasta el último poro de mi piel ha notado tu interés.

      No era cuestión de ego. Bueno, un poco sí, porque le enorgullecía mucho, incluso en aquel momento, recordar la fervorosa respuesta de ella. Se había lanzado de cabeza a besarlo, como lo hacía todo. Se le había metido prácticamente en los pantalones mientras la besaba, y él la hubiera dejado.

      La atracción era mutua, tanto si le gustaba como si no.

      Ella se sonrojó.

      –Son las hormonas.

      Esa observación le hizo reír.

      –Claro, así funcionan normalmente. ¿Te has olvidado de lo que aprendiste en la universidad?

      Cuál no sería su sorpresa al ver que ella se sentaba en el sofá y se sujetaba la cabeza con las manos. Los hombros comenzaron a temblarle y ahí fue cuando el mal humor de Dante desapareció en favor de lo que debería haber sentido desde el principio: preocupación por la mujer que le importaba.

      Se sentó a su lado y la abrazó sin decir nada, porque ¿qué iba a decirle? Ya le había estropeado la gran noticia, que ella le había dado bajo presión, porque había hecho que se sintiera muy incómoda.

      Ella se relajó en sus brazos, como si fuera normal. El olor de su cabello le hizo cerrar los ojos, como siempre, pero había pasado por alto la atracción física de Harper durante mucho tiempo. Seguiría siendo su amigo, que era como ella le había dejado claro que lo necesitaba.

      –Lo siento –murmuró él y Harper asintió–. Es que no lo entiendo. ¿Por qué quieres tener un hijo? ¿Y para colmo mediante inseminación artificial?

      –Ya te lo he dicho –masculló ella contra su camisa–. El amor romántico no es lo mío. Es un conjunto de reacciones químicas que la gente confunde con un sentimiento. Cuando dichas reacciones cesan, ¿qué te queda? Mi forma de hacerlo es mucho más fácil.

      A él se le acumularon en el cerebro todos los argumentos en contra de los de ella, y a punto estuvo de comenzar a enumerarle hechos que había descubierto en sus investigaciones sobre la química entre dos personas, pero se contuvo. Ella no necesitaba su opinión personal ni profesional. No era el momento adecuado, pues ya había tomado la decisión.

      –Pues felicidades –dijo escuetamente. Haber vivido en familias de acogida había influido en su consideración de las personas que tenían hijos y de las diversas formas en que acababan convirtiendo la vida de los niños en un infierno. Callaría hasta que pudiera ser objetivo sobre aquel bebé–. Y que sepas que esas reacciones químicas son muy potentes.

      –No puedo opinar al respecto –dijo ella con una voz tan apagada que apenas la oyó.

      De repente, entendió el subtexto: ella no hablaba únicamente del amor.

      –¿Sigues siendo virgen?

      Las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar rápidamente. Ella se lo había confesado una noche en la universidad, pero él suponía que, posteriormente… Claro que, de haber sido así, se lo hubiera contado. Se reprochó su estupidez.

      –He estado muy ocupada estudiando el doctorado y creando la línea de productos de Fyra. No he tenido tiempo.

      Él apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y miró al techo. ¡Menudo seductor estaba hecho! Le había pasado totalmente desapercibido el aspecto más importante de la dinámica que estaba teniendo lugar allí. Harper tenía miedo de lo que él la hacía sentir. Había asustado a alguien que normalmente era valiente porque ella desconocía los placeres entre hombre y mujer. Era una metedura de pata de primer grado.

      Y una bendición. Su determinación se consolidó. Dante tenía la increíble oportunidad de ser el primero. Así, por fin llevaría ventaja a Cardoza, indudablemente, y no iba disculparse por presumir

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