La tentación del millonario. Kat Cantrell
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La realidad de la situación se le vino encima. Su mejor amiga estaba embarazada del hijo de su rival más odiado, y lo único en que pensaba era en arrastrar a Harper a un terreno plagado de testosterona.
Ella lo conocía lo bastante bien para saber cuáles eran sus mayores conflictos, pero eso no cambiaba la opinión de él sobre el hecho de tener hijos. Si le decía que la apoyaría, tendría que hacerlo. Cumplir la palabra dada era importante para él, al igual que su amistad con Harper. Había que predicar con el ejemplo.
–Desde luego que puedes contar conmigo.
Era verdad, pero no iba a echarse atrás con respecto a la atracción que había entre ambos. En vez de desanimarlo, ella le había desafiado de un modo que no podía pasar por alto. La deseaba, incluso más ahora que antes, gracias a su confesión.
Necesitaba un plan nuevo. Solo serviría la seducción en toda regla. Además, tenía una necesidad innegable de dedicar toda su energía a comprobar que las estrategias que promovía en el programa de televisión funcionaban, incluso con una mujer que no había tenido un amante. Incluso con una amiga, una amiga embarazada. ¿Era un experto o no?
Tenía dos semanas para averiguarlo.
La casa de Dante en Hollywood Hills era preciosa y a Harper le encantó. El ama de llaves la condujo a la suite de invitados y le mostró la cocina, el comedor y la terraza con la piscina.
¡Madre mía! Harper estiró el cuello cuando la mujer atravesó la triple puerta que daba a piscina. El agua ondeaba al sol; más allá las buganvillas y palmeras camuflaban la valla de hierro forjado que rodeaba la propiedad. Los Ángeles se extendía en la base de las colinas.
A Dante le había ido muy bien.
El ama la condujo a la parte trasera de la casa. Abrió una puerta. Harper parpadeó ante el lujoso salón a un lado, con una televisión de pantalla plana. Al otro había una gran cama. Era una habitación preciosa.
–El baño está al otro lado de esas puertas –le indicó el ama de llaves sonriendo cortésmente–. Si necesita algo, dígamelo. Soy la señora Ortiz y mi hija, Ana Sophia, cocina para el señor Dante. Vivimos en la antigua cochera, cerca de la valla. Juan, mi esposo, es el encargado del mantenimiento.
–Muy bien.
Dante tenía empleados, más de uno ¿Habría oído alguno la conservación que habían tenido en el vestíbulo? Harper cerró los ojos. Ya era tarde. Dante podía haberla avisado de que no estaban solos en la casa, mientras ella se dedicaba a hablar de asuntos personales.
Pero parecía que sorprenderla se estaba convirtiendo en una costumbre. Le daba igual.
–Gracias, señora Ortiz –dijo muy amablemente. La mujer no tenía la culpa de que el patrón se dedicara a hacer locuras.
El ama de llaves asintió y cerró la puerta al salir. Harper deshizo el equipaje en unos minutos, pero no los suficientes para que dejara de temblar.
Después de que el desastre del beso la hubiera obligado a soltar la noticia bomba de su embarazo, Dante se había evaporado, probablemente para darle tiempo a que se instalara, pero más probablemente para concederles a ambos un respiro. ¿O era solo ella la que lo necesitaba?
Antes de subirse al avión con destino a Los Ángeles, la relación con Dante tenía sentido. Sus sentimientos hacia él eran sencillos y eternos, a diferencia de lo que inevitablemente sucedería en una relación romántica. Por eso nunca se había planteado tenerla con ningún hombre, y mucho menos con alguien que le caía tan bien como Dante.
Pero él lo había vuelto todo del revés al besarla.
¿Qué podía hacer ella para volver a tener a su amigo a su lado agarrándole la mano en aquella nueva aventura?
Porque lo necesitaba. Y mucho.
El embarazo comenzaba a ponerle los pelos de punta.
Le asustaba haber tomado una decisión errónea.
Le asustaba haber elegido el momento inadecuado, ya que su carrera profesional podía irse a pique. Le asustaba no haber cubierto todos los aspectos legales de la utilización de un donante. Nunca se cuestionaba a posteriori decisiones como aquella, pero ahora lo único que deseaba era meterse debajo de una manta, que Dante le acariciara el cabello y le dijera que todo iba a salir bien.
Las cosas no estaban yendo como esperaba. Quería que el embarazo fuera una experiencia hermosa con la que establecer un nuevo vínculo con Alex y Cass, que acababan de ser madres o iban a serlo, y reforzar el que ya tenía con Dante, porque él sería, desde luego, el tío preferido de su hijo.
O eso esperaba.
No quería volver a ver la expresión de su rostro al decirle que estaba embarazada. Pero la seguía viendo en su mente una y otra vez. Había juzgado equivocadamente cuál sería su reacción, pero no sabía si estaba enfadado porque no se lo había consultado o porque seguía sintiendo cierta amargura por no haber ganado el Nobel. O por las dos cosas.
Cabía la posibilidad de que Dante, a pesar de haberle dicho que la apoyaría, cambiase de idea y no quisiera saber nada del bebé, lo cual la destrozaría.
La angustia se apoderó de ella. ¿Dónde estaban la lógica y la razón habituales en ella? Aparecía un bebé y no sabía qué hacer.
Se quitó la ropa del viaje y se puso un vestido veraniego de tirantes.
Toda aquella introspección no resolvería el problema principal: cómo volver a la normalidad. Harper se guiaba por verdades absolutas, y solo Dante podía proporcionárselas.
«Obtén los datos, formula el problema y resuélvelo».
Su relación con Dante sería la misma ese día que el anterior o, al menos, se esforzaría al máximo para que así fuera. Se negaba a que el bebé o el beso los separaran, cuando tantas otras cosas escapaban a su control; la primera de ellas, el rechazo de la FDA.
Muy decidida, deambuló por la casa buscando la cocina, con la esperanza de encontrar a Dante y tomarse un té. Vio su cabeza inclinada sobre algo.
Entró y rodeó la mesa de la cocina. Dante alzó la vista.
Su mirada se suavizó y sus ojos cobraron el color del chocolate derretido. Si miraba a otras mujeres así, no era de extrañar que hicieran cola para estar con él.
Una idea muy desagradable. ¿Miraba a otras mujeres así, con esa mezcla de preocupación y afecto? ¿Y a ella qué le importaba? Dante era su amigo y podía mirar a una mujer como le diera la gana.
Salvo a ella. A ella no podía mirarla así.
–Iba a preparar té –dijo él, como si nada hubiera cambiado.
Ella se dijo que así era. La había besado inducido por la idea equivocada de que había algo entre ellos. Ella se la había quitado de la cabeza, y ya estaba.
–Estupendo.