¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres?. Arwen Grey
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Sin embargo, de algún modo, la vida lo había llevado a un lugar donde nadie lo apreciaba y donde no sabía ni moverse ni respirar. Y parecía que tendría que quedarse allí durante un tiempo, a no ser que sucediera un milagro.
El teléfono sonó y respondió de forma automática, sin mirar quién era.
—Barton —masculló, sintiéndose miserable y arrugado.
—La señora Godrick me había avisado de que eras un ejemplar bastante mediocre, pero no me esperaba algo así.
Reuben se apartó el aparato de la oreja al escuchar la voz gritona de la mujer que le chillaba al oído.
—¿Perdone?
—Decisión, Barton. ¡Decisión! Haré de usted un hombre, alguien lleno de vida, y olvidará que fue usted ese mequetrefe gris que es ahora. Y ahora, yérgase, ¡recto!
Reuben se preguntó cómo sabía esa nazi que estaba medio tirado en el asiento. Su cuerpo reaccionó por propia voluntad a la orden, se irguió y se sentó como debía.
—Oiga…
—Le espero mañana a las siete de la mañana. Le enviaré la ubicación a su teléfono. No es necesario que traiga nada, la señora Godrick se ha encargado de su equipo —añadió casi con lástima.
Evidentemente, ninguna de las dos confiaba en que él pudiera comprar nada apropiado. Sintió que se sonrojaba sin remedio y que un par de personas a su alrededor empezaban a mirarlo con curiosidad.
Por pura rebeldía, volvió a la postura anterior.
Gretchen colgó antes de que pudiera responder ni despedirse y Reuben maldijo para sí.
En su cabeza, vio a una mujer vestida de cuero ajustado y provista de un látigo y todo tipo de instrumentos de tortura, disfrutando mientras lo veía sudar.
Si hasta ese instante su vida le había parecido de lo más deprimente, en ese momento solo deseó meterse en la cama, taparse la cabeza y no volver a levantarse. Sin embargo, una especie de rebeldía adolescente le hizo arrancarse la corbata de leones rampantes nada más cruzar el umbral de su apartamento. Abrió una lata de cerveza pensando en la mirada de lástima de Victoria, y otra mientras recordaba el desprecio de Lola hacia el artículo que le había llevado nada menos que una semana. Joder, si no escribía nada tan largo ni con tanto sentimiento desde la universidad.
Para cuando se dio cuenta, se había bebido cuatro cervezas, algo a lo que ya no estaba acostumbrado, y era incapaz de caminar en línea recta.
Se dejó caer en la cama a medio vestir y rezongó una maldición hacia la moda, el mundo moderno y contra la vida en general.
A los pocos segundos estaba roncando.
Joanne se sentó en la cama y miró hacia las puertas abiertas de su armario como si fueran lo que más odiaba en el mundo.
Ni siquiera había amanecido y ya quería que ese día terminase.
La noche anterior había recibido una llamada de Lola que, en apenas dos frases, le había ordenado que estuviera en una dirección a las siete de la mañana. Evidentemente, no le había preguntado si podía, y mucho menos si le apetecía, o si tenía otros planes. Una vez que una firmaba contrato con esa mujer, se daba por hecho que todas las horas, e incluso los órganos del propio cuerpo, le pertenecían.
De modo que ahí estaba, a las cinco y media, mirando a un agujero negro, sin apenas ver, preguntándose qué debía ponerse para una cita tan temprano.
Porque suponía que debía de ser algo importante.
Al final decidió que tal vez sería mejor despejarse primero en la ducha y desayunar, que ya pensaría después qué ponerse.
Y, como siempre, de algún modo, para cuando acabó, era demasiado tarde como para dudar demasiado entre una cosa u otra, así que se puso lo primero que vio limpio y planchado. Eran las seis y media y tendría que correr si quería llegar a tiempo.
Para entonces, Tim ya se había levantado y la miraba entre los agujeritos de la mascarilla de algodón.
Llevaba un albornoz tan peludo y esponjoso que parecía un oso polar. De algún modo, a él nunca parecía pesarle levantarse tan temprano para estar divino.
—Ese buzo te hace un michelín aquí —dijo Tim, señalándose por encima de la cintura.
Apenas había movido la boca, porque la mascarilla se lo impedía, pero el tono había sonado tan inmisericorde como siempre.
—Y yo he visto mucho pelo últimamente en la ducha, y no es mío.
El dardo fue acertado, porque Tim salió corriendo para comprobar si era cierto.
Mientras caminaba hacia la puerta, Joanne sintió vibrar el teléfono.
—Lleva algo para grabar —dijo la voz seca de Lola al otro lado de la línea.
Ni un saludo, ni un buenos días.
Joanne llamó al ascensor y miró su reflejo en el cristal. No podía verse bien, pero tampoco había nada espectacular que ver, y menos a esa hora. Iba limpia y bien vestida, no se podía esperar más.
—Espero que te valga el teléfono, porque no tengo otra cosa. Si me hubieras avisado, habría preparado las cámaras buenas, pero hace tiempo que no las uso.
Hubo un silencio incómodo. Si Lola comprendió el evidente reproche hacia su talento desaprovechado, no dio muestras de darse por enterada y, mucho menos todavía, por aludida.
Por supuesto, esa mujer jamás admitiría que infrautilizaba su talento.
—De acuerdo. Espero que tengas batería.
Joanne lo comprobó, y vio que estaba a la mitad. Teniendo en cuenta la fiabilidad de esas cosas, cuando muchas veces las redes sociales la consumían en lo que parecían minutos, y los cientos de circunstancias que se podían dar, supuso que valdría.
—Por supuesto. Una chica de hoy en día jamás sale sin la batería a tope.
Lola le regaló otro silencio incómodo, como si supiera que mentía.
—Supongo que ya estarás llegando.
Joanne acababa de llegar al portal de su casa para comprobar que estaba empezando a llover. Si volvía a subir para coger un paraguas, jamás llegaría a la hora, así que empezó a correr hacia la boca de metro, resbalando con los tacones y arriesgándose a romperse un tobillo y la crisma.
Jadeando y empujando a diestro y siniestro, le aseguró a su jefa que ya estaba viendo los carteles de la dirección que le había indicado la noche anterior.
—Bien, bien. Te dejo entonces. Quiero que grabes