¿Sabes lo que pasa cuando dices que me quieres?. Arwen Grey
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Lola emitió una sonrisa minúscula y echó mano de su libreta morada, y Reuben sintió que lo que estaba diciendo iba muriendo poco a poco en su boca. Probablemente ella tendría un nombre complicado para denominar aquel color, pero él solo sabía que, cada vez que hacía eso, le daba casi más miedo que cuando no se movía.
—Veamos, querido —dijo, abriendo la libreta—. Te pedí un reportaje de dos mil palabras, en efecto, que es lo que has entregado, pero el resto de lo que te dije te entró por una oreja y te salió por la otra. ¿Hablas de las nuevas disciplinas para cuidarse? Las nuevas modas en los gimnasios, los nuevos deportes, lo que hace la gente guapa para estar todavía más guapa… Ya sabes. Porque eso es lo que te pedí. Y tú no dices ni una sola palabra de ello.
Reuben no sabía si Lola bromeaba o no, pero no se atrevió a sonreír, por si acaso. Era cierto que habían hablado de todo aquello, pero a Reuben le había parecido una idiotez y había decidido escribir acerca de un viejo estadio que habían derruido en su barrio de siempre para construir unos pisos de lujo. Aquello sí era una buena historia y digna de publicarse.
Lejos de llorar de pena, los vecinos habían convertido aquello en una fiesta y habían compartido comida y bebida mientras contaban las viejas anécdotas acerca de lo mucho que habían disfrutado en aquel viejo estadio con olor a polvo. Incluso había habido fotógrafos y periodistas que habían venido a inmortalizar aquel momento. Y habían acabado llorando, por supuesto, porque para ellos era lo más cercano a algo histórico que habían vivido, pero también había sido una oportunidad para hacer algo juntos.
Pura poesía.
Ese reportaje ganaría un premio un día.
—Zumba, Pilates, CrossFit, BodyPump, TRX, Aquagym, Aquadynamic, Adaptiv…
A medida que Lola iba hablando, Reuben sentía que los oídos le zumbaban. No entendía una sola palabra de lo que decía. ¿Hablaba de deporte o de comida japonesa?
El desconcierto debió de notarse en su rostro, porque Lola lo miró con una sonrisa llena de lástima y, juraría, de malicia.
—Ya veo. Cuando hablamos de deportes, para ti solo cuentan el fútbol, el baloncesto y… —Lola movió las manos como si tratara de recordar alguno más— lo que sea. Pues la gente de este siglo conoce alguno más, querido, y quiere que los informemos sobre ellos y, además, que les digamos qué deben llevar puesto para realizarlos y estar guapos mientras sudan.
—¿En serio?
Reuben sintió que había encogido medio metro en un instante, como si fuera un hombre de la Edad Media y le estuvieran hablando de ir a la luna.
—Voy a apuntarte a mi gimnasio y te voy a poner en contacto con mi entrenadora personal, Gretchen. Ella te enseñará todo lo que debes saber sobre las nuevas disciplinas.
Reuben trató de sonreír, pero no lo consiguió. Ir a un gimnasio a hacer pesas no era hacer deporte.
Sin embargo, aunque odiaba la idea, no se atrevió a negarse. Necesitaba ese trabajo por el momento.
—Será un placer.
Si Lola notó el tono irónico en su voz, no lo demostró. La verdad era que tenía un aire divertido que era bastante preocupante.
—Te llamará a lo largo del día. Estate pendiente, porque no le gusta que la dejen tirada. Entenderás pronto que con Gretchen la disciplina es lo más importante.
Reuben asintió y se levantó. A esas alturas, Lola ya no lo miraba, señal de que lo había despachado.
En un estado cercano a la rabia, volvió a su cubículo y miró a su helecho, que no hizo nada por calmar sus nervios. Era lo que tenían los helechos, que tenían poca facilidad de palabra.
Donald se lo había advertido y no había querido escucharlo, pero ahora sabía que se había quedado muy corto en sus advertencias. Aquella gente era lo peor.
El primero en presentarse en su despacho para ver cómo le iba, y si ya estaba dispuesto a hacer las maletas con el rabo entre las piernas, había sido Ambrose Price, con su sempiterno traje de tweed, su pajarita, y un aire de curiosa superioridad que no podía, o no quería, ocultar.
—Supongo que nos entenderemos, ya que ambos somos… ya sabes… caballeros —fueron sus primeras palabras nada más sentarse en la silla que Reuben le había ofrecido—. Por cierto, ¿qué es eso?
Reuben se giró y vio que lo que señalaba con tanta sorpresa era su helecho, que había comenzado a perder algunas hojas, al mismo ritmo que su dueño perdía el ánimo.
—Un helecho.
—No pensé que fueras a quedarte tanto tiempo como para traer mascotas al trabajo, pero, si es así, será mejor que entiendas algo: sin mis artículos vendiendo esa bazofia cosmética a mujeres incapaces de aceptar su edad o su fealdad, esta revista estará acabada antes de un año. Necesito espacio y supongo que lo entenderás, muchacho.
Reuben se recostó en su silla, anotando en su agenda mental que su siguiente adquisición debía ser una silla nueva. Había estado tan desanimado con todo lo que ocurría cada día en ese maldito lugar, confiando en secreto que no tendría que comprarla porque alguien llamaría para rescatarlo de aquel infierno, y ese en concreto esperando la llamada de la tal Gretchen, que no había vuelto a pensar en ello.
Ambrose Price parecía satisfecho después de su discurso, seguro de que otro hombre vería las cosas como él. Desde su propio asiento, observaba todo a su alrededor, como si nunca lo hubiera visto antes.
A Reuben le molestó esa aura de seguridad, sobre todo porque, a pesar de que sabía que tenía razón, no iba a darle lo que quería. Y no porque considerase que el hecho de llamarle muchacho fuera una falta de respeto hacia él como compañero, y como hombre ya mayorcito, sino porque no podía. Para empezar, porque ya había quedado claro en su primera reunión que no podía cederle sus páginas a nadie, por importante que creyera que era su trabajo. Además, a pesar de que Lola había menospreciado su artículo, él todavía pensaba que era bueno e iba a luchar por él con uñas y dientes.
Por no hablar de que darle la razón a Ambrose Price podía dar que hablar en la revista. Ambrose era un hombre, y él era un hombre. Y el resto del personal en su mayoría era femenino. Con solo cerrar los ojos podía escuchar los reproches sobre su machismo y favoritismo hacia los de su sexo.
En definitiva, tenía muchos motivos para no acceder, se dijo, y el menor de ellos era que todo lo que decía le parecía bazofia. ¿De verdad pensaba que hablar de cremas para los granos era más importante que cualquier otra cosa? Se reiría si no tuviera la espalda hecha polvo.
Pero no podía decirle a él todo eso. Algo le decía que no lo comprendería, así que hizo algo que no debería haber hecho: le dio largas.
—Lo pensaré —dijo, con una sonrisa que no prometía nada.
Fue suficiente para Ambrose. Reuben pudo ver cómo resplandecía de satisfacción por su triunfo. Su rostro brillaba con un placer casi sexual mientras se colocaba la pajarita ya perfectamente anudada.
—Sabía que nos entenderíamos.
Cuando se levantó