El ruso. Sebastián Borensztein

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El ruso - Sebastián Borensztein Novela

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la lengua estaba pegada al paladar como si fuera una única pieza. Un latido insistente en sus sienes le indicaba que la presión arterial le había subido notablemente y, producto de semejante espasmo corporal, apareció, por si hiciera falta algo más, un tremendo retortijón de intestinos que hubiese terminado en una enorme flatulencia de no ser por la fuerza con la que el Ruso apretó toda su musculatura. Le estaban proponiendo presentarse en París, a él que no había ido más allá de los límites de la isla Maciel. No era el momento ni el lugar para que el Ruso se desgraciara, antes hubiese preferido explotar como un globo que pasar por grosero.

      —Si está de acuerdo —cerró Will—, podemos firmar un contrato mañana mismo en el hotel donde me estoy alojando. ¿Qué me dice?

      Tantas cosas pasaron por la mente del Ruso antes de dar una respuesta que Will llegó a preocuparse por la posible negativa de su futura estrella. Pero el Ruso, simplemente, estaba encandilado por el viraje que estaba por dar su destino. De repente, toda su vida desfiló ante él a gran velocidad, como dicen que ocurre cuando uno confronta con su propia muerte. Y eso era exactamente lo que le estaba pasando al Ruso. Se estaba enfrentando al posible deceso de su fracaso. Cuando la secuencia de imágenes de su vida terminó su tránsito —su infancia en Mataderos, la muerte de sus padres, el orfanato, el recuerdo del Ñato Medina, la Iglesia del Pilar, el Teatro Colón, Ester, sus hijos, la sedería, la RCA Víctor, la Odeón, su suegro Isaac, el cuchillo ritual de su padre shojet y cada uno de los rostros que le negaron una oportunidad—, entonces sí su mente se liberó de todo (menos de dejar de apretar las nalgas) y pudo ordenarle a la boca que emitiera las únicas tres palabras necesarias en ese momento:

      —Por supuesto, Will.

      6

      La imagen era intrigante, tanto para el bandoneonista Indalecio “el Negro” Flores como para los guitarristas Juan y José Estrada. Estaban sentados en la mesa que el Ruso les había indicado. Observaban cómo un personaje extraño para la escena local le hablaba al Ruso, que se veía preocupado y que solo recién al final pareció modular unas palabras, luego de que el sujeto le entregara una tarjeta, que supo guardar con rapidez en un bolsillo. Dado el aspecto del tipo, los Estrada pensaron que era un viejo conocido, alguien relacionado al trabajo en la sedería. El Negro Flores lo descartó de inmediato. Para él se trataba de un policía que andaba indagando sobre algún asunto oscuro. Arrastrado por esa hipótesis, al Negro se le vino una historia a la cabeza. Según la mitología de Barracas, el tano Carlusi, dueño del local y anarquista hasta la médula, había participado en los sucesos trágicos de 1910, cuando anarquistas y nacionalistas se enfrentaron a los tiros a pocos días del festejo del centenario de la Revolución de Mayo. Se rumoreaba que Carlusi había matado a un par de nacionalistas de familias patricias. La conjetura de Flores tenía que ver con ese hecho: con seguridad, los aristócratas habían movido influencias para dar con el asesino. El Negro era un paranoico sofisticado y, como buen maníaco, podía plantear una teoría verosímil distorsionando datos de la realidad: los acontecimientos a los que se refería habían ocurrido hacía tres décadas.

      Tras un apretón de manos con el Ruso, los tres músicos vieron al personaje en cuestión alejarse hacia la salida del local, mientras el Ruso, con la cara clausurada por un gesto indescifrable, se acercaba a la mesa en la que ellos lo esperaban. Se desplomó sobre una silla —sus piernas apenas podían sostenerlo por la emoción— y, como consecuencia del brusco movimiento, la ventosidad que lo acechaba logró escurrirse hacia el exterior, pero el aire del lugar estaba tan viciado que pasó completamente desapercibida.

      Juan Estrada lo encaró primero:

      —¿Qué era lo que nos querías decir?

      Y el Negro Flores sumó con ansiedad:

      —¿Ese tipo era cana, no?

      El Ruso ordenó sus pensamientos, tragó saliva, y le respondió primero a Estrada.

      —Lo que tenía para decirles ya no tiene importancia…

      Esa reacción llamó la atención del Negro Flores. Ahora no tuvo ninguna duda de que había un problema serio en puertas. El Ruso lo miró de reojo, como desafiándolo. Después se acomodó en la silla, carraspeó y le contestó:

      —No, Negro, no es cana. Es nuestro representante… Nos vamos de gira a París.

      7

      El lujosísimo Alvear Palace Hotel se había inaugurado siete años antes, en 1932, y era el albergue preferido de turistas adinerados, empresarios y nobles europeos. El Ruso no había estado nunca en un lugar así, y sus enormes salones, decorados con cortinados bordó y columnas blancas y doradas, eran el marco ideal para el encuentro con su representante inglés. El lujoso ámbito propiciaba las fantasías de éxito, prosperidad y glamour que sobrevendrían con la consagración artística.

      Will, de impecable traje marrón, peinado a la gomina y luciendo su reloj pulsera Longines de oro, esperaba al Ruso en una mesa con cubertería de plata y vajilla de porcelana. Cuando Will lo vio venir, se puso de pie y, tras un apretón de manos, esperó a que el Ruso se sentara para hacerlo luego él.

      El Ruso solo tomó café. Estaba muy ansioso y, como tenía el estómago cerrado, se negó a probar las delicadas petits fours que se lucían sobre una bandeja de plata de tres pisos. El suntuoso salón, con unas pocas mesas ocupadas dada la temprana hora de la tarde, sumado a la solemnidad en el trato que le dispensaba Will hicieron que el Ruso se sintiera importante, algo que nunca le había sucedido. “Un salón con olor a buena vida”, así se lo describió a sus músicos cuando repartió con ellos el adelanto que le entregó Will tras la firma del contrato. Eran doscientas libras esterlinas para cada uno de los Estrada y para el Negro Flores, y trescientas para él. Y habría más. Según lo firmado se repartirían trescientas libras semanales, más un plus de doscientas si la concurrencia llenaba el club Le Petit Carillon en el que se presentarían durante tres meses. Las cifras en cuestión eran enormes. Trescientas libras esterlinas equivalían a unos cuatro mil pesos, una verdadera fortuna, especialmente para un asalariado vendedor de telas que no ganaba más de cien pesos mensuales. Con esa plata se podía comprar, por ejemplo, una Coupe Chevrolet 39 cero kilómetro, uno de los autos más lindos de la época. Esta sería la primera vez que el Ruso podía esgrimir ante su familia razones de peso para no renunciar a su vida de cantante, aunque en este caso las cosas eran más complejas ya que el escenario estaba del otro lado del Atlántico.

      El Negro Flores y los hermanos Estrada eran solteros, así que no tenían nada demasiado importante que resolver antes de la partida. Además, las libras esterlinas que habían recibido evitaron cualquier tipo de pregunta acerca de los detalles del viaje. Por otra parte, el Ruso tampoco podría haber respondido nada: su desconocimiento de la aventura europea era absoluto. Lo único que importaba era que en dos semanas tenían que estar en la dársena para subir al vapor que los llevaría a Francia. Pero había una cuestión compleja que el Ruso debía resolver: cómo contarles las novedades a sus familiares, que no tenían la menor idea de nada. Ni siquiera les había mencionado el primer encuentro con Will en el bodegón de Carlusi. Mantuvo el secreto por dos razones. La primera era porque no sabía si Will hablaba en serio; la segunda tenía que ver con su capacidad de expresión: no sabía cómo hacer para que resultara verosímil la propuesta que le acababan de hacer.

      —Vos estás raro —acusó su suegro Isaac la mañana en la que el Ruso le avisó que se iría del negocio a media tarde. Le dio una excusa cualquiera para evitar contarle que se iba al Alvear Palace Hotel a encontrarse con Will.

      —Yo te conozco bien a vos, y estás raro. Y Ester piensa lo mismo.

      Eso fue lo

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