El ruso. Sebastián Borensztein
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La travesía tuvo algunos días bastante malos, especialmente en la mitad del cruce del Atlántico, cuando los sorprendió una gran tormenta que duró tres interminables días. Caminaban agarrados de los pasamanos aún para recorrer unos pocos pasos. Comer se hacía difícil: todo iba al piso, incluso aquellos bocados que conseguían llevarse a la boca terminaban vomitados poco después. El primer día se prohibió salir a cubierta, pero después del mediodía el temporal empeoró tanto que el Capitán se vio obligado a ordenar a los pasajeros que se pusieran sus chalecos salvavidas y no salieran de sus camarotes. Fueron tres días de terror, con los pisos sucios, resbaladizos y malolientes. La gente estaba descompuesta y aterrada por la furia del océano. Los vidrios estallaban y los objetos rodaban de proa a popa, de babor a estribor. Los alimentos eran entregados en los camarotes, pero si bien el personal de a bordo estaba entrenado, también a ellos se les complicaba. La mayoría de las veces, las bandejas se estrellaban contra el suelo antes de ser entregadas a los pasajeros y las pocas que llegaban, lo hacían en condiciones muy poco presentables.
El Ruso temió seriamente que el barco naufragara. A lo mejor toda su vida llena de extraños giros no era más que una broma del destino, o de Dios. Era la primera vez que traía a Dios con el pensamiento en mucho tiempo, quizás porque de verdad estaba aterrado. ¿Y si era Dios el que se estaba divirtiendo con él paseándolo a su antojo de acontecimiento absurdo en acontecimiento absurdo, sin ningún objetivo más que su propia diversión? ¿No sería una broma divina el haberlo hecho nacer en Mataderos, convertirlo en huérfano, hacerlo fracasar sistemáticamente y, a la vez, darle el tesón para verlo insistir y al final arrojarlo al fondo del océano? Por asociación, este pensamiento le trajo a la memoria el gato gris que vivía en el orfanato. Ese animal jugaba a su antojo con las polillas que volaban alrededor del farol que iluminaba el patio. Al Ruso le encantaba ver cómo, con una estocada veloz, el gato derribaba una polilla y jugaba con ella: la soltaba para generarle esperanzas y la atrapaba de nuevo. Repetía ese juego una y otra vez hasta que, al final, se metía la polilla en la boca y la masticaba. ¿No seré yo la polilla de Dios?, se preguntó el Ruso mientras una ola enorme ladeaba el barco de manera temeraria. ¿No estará Dios jugando conmigo como juega el gato maula con el mísero ratón?
Finalmente, la tempestad empezó a ceder y, poco a poco, la normalidad se restableció a bordo. De todas formas, el Negro Flores tardó dos días en desprenderse del chaleco salvavidas. Si bien el sol brillaba y el mar estaba en relativa calma, Flores, como buen paranoico, necesitaba un poco más de tiempo para amigarse nuevamente, y con ciertos reparos, con la navegación.
La alegría finalmente volvió al salón del barco y el cuarteto continuó desplegando lo mejor de su repertorio. Los guitarristas, Juan y José Estrada, no podían dejar de comparar este salón con aquellos tugurios en los que solían actuar, en los que no llegaban a tocar un tango completo sin ser interrumpidos por una pelea, que en más de una oportunidad terminaba en batalla campal y, en ciertas ocasiones, con una muerte. Eran antros siniestros, frecuentados por rufianes de todo tipo. Juan Estrada recordaba siempre la noche en que dejó su guitarra parada contra la pared y se la usaron de mingitorio. En comparación, el Commerce de Marseille, al mando del capitán Poulet, era el mismísimo Teatro Colón. Y así, entre tangos, aplausos, champán y guiños cómplices con Will, que parecía muy complacido con la reacción del público a bordo, llegaron al puerto de Nantes.
11
Al bajar del barco, luego de tres semanas de navegación, el Ruso sentía que el piso seguía moviéndose bajo sus pies. Nadie les había advertido ni a él ni a los muchachos acerca del mareo de tierra, algo que afectó particularmente al Negro Flores. Los hermanos Estrada eran a prueba de todo, estaban adaptados a comer lo que hubiese y a dormir donde fuese, pero el Negro era delicado y, además, hipocondríaco: pensó que nunca más recobraría el equilibrio. Como la llegada a Nantes fue al amanecer, tuvieron que esperar tres horas en la estación para abordar el tren que los llevaría a París. Will anotaba cosas en un pequeño cuaderno, mientras el Ruso recorría el andén de punta a punta admirando todo lo que veía. Estaba en Europa y eso le parecía mágico. Solo se escuchaba hablar francés, pero le llamó la atención oír de tanto en tanto alguna voz en español castizo. Eran refugiados españoles que llegaron a Nantes escapando de la guerra en su país, explicó Will.
—Todo el mundo escapa de algo en algún momento de su vida. O por lo menos, lo intenta —fue el comentario que le devolvió el Ruso, y no pudo dejar de asociarlo a la imagen de sus padres. Unos instantes después, un guarda de uniforme azul y dorado empezó a recorrer el andén invitando a los pasajeros a abordar el tren con destino a París.
12
París no había sido jamás un objetivo en la vida del Ruso; sin embargo, ahí estaba, admirado ante la imponencia de la Torre Eiffel, que se dejó ver apenas se alejaron de la puerta del hotel Copernic donde se hospedaron, situado en la calle del mismo nombre.
Will les había dicho que pasaría al día siguiente para llevarlos a conocer Le Petit Carillon, donde se presentarían apenas dos días después. Era un miércoles y debutaban el viernes. Les dejó unos francos y los animó para que salieran a comer.
—Negro, ¿alguna vez te imaginaste que ibas a estar acá? —preguntó el Ruso con cierta nostalgia.
Flores estaba tan emocionado que su primera respuesta fue un suspiro lanzado sin sacar la vista del imponente monumento.
—Nunca, Ruso. Nunca en la puta vida, hermano…
Y lo mismo les pasaba a los Estrada.
Caminaron maravillados por la avenida de los Campos Elíseos en dirección al Arco del Triunfo y, a juzgar por sus rostros, los cuatro debían estar pensando lo mismo: que alguien estaría soñando que ellos caminaban por París y que, ni bien esa persona despertara, ellos desaparecerían. La noche los agarró cruzando el Campo de Marte y decidieron terminar el paseo en un bar que se veía interesante. El ambiente les resultó mágico: risas, gente elegante, humo. Se quedaron en ese lugar casi cuatro horas imaginándose el futuro mucho más allá de lo razonable. Fantasearon, incluso, con la idea de que ellos eran los responsables de continuar la carrera que el incendio del avión en Medellín le había truncado a Gardel. Bien entrada la noche y habiendo comido un suculento cassoulet, el Ruso, el Negro y los Estrada regresaron al hotel exhaustos. Se acostaron a dormir en una cama que, por primera vez en veintiún días, no se movía, aunque a ellos les parecía que sí.
13
Por la mañana, muy temprano, llegaron con Will a Le Petit Carillon. En el interior del local en penumbras aún persistía el aroma del tabaco y del champán de la noche anterior. Las sillas estaban sobre las mesas y un joven limpiaba el piso de madera, para luego encerarlo y dejarlo nuevamente reluciente. En el techo había una enorme garganta circular y del centro colgaba una gran araña con caireles. Las paredes estaban decoradas con boiseries de madera hasta media altura y, de la mitad hacia arriba, las revestía un terciopelo rojo con vivos dorados y tulipas de cristal. Al fondo del salón había un escenario amplio con un piano de un cuarto de cola que aún tenía algunas copas sobre la tapa.
Will le presentó el cuarteto al dueño, un hombre alto y canoso de sonrisa muy amable llamado Pierre, quien los recibió vociferando efusivos elogios.
—Es un honor tenerlos aquí, señores —sentenció Pierre en francés. Y mirando al Ruso dijo—: Mi amigo Will habla maravillas de usted. Estoy ansioso. Quiero que llegue el viernes. Ya están todas las mesas reservadas para esa noche, y para la siguiente también.
Cuando