El ruso. Sebastián Borensztein

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El ruso - Sebastián Borensztein Novela

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pero le inspiraba mucho temor. Siendo judío, no era precisamente el mejor momento para visitar ese país. La prudencia aconsejaba desestimar la propuesta; de hecho, el mismo Will fue quien, delante del Ruso, puso el reparo:

      —Señora. Nos honra profundamente su oferta, pero existe un problema: mi representado es judío y me parece que el momento actual no es el más propicio para que se presente en Berlín.

      La baronesa le clavó la mirada al Ruso durante un largo instante y finalmente, mirando a Will, dijo:

      —La verdad, no parece judío.

      Will no tradujo esa frase sino hasta que el Ruso se lo pidió. Quiso evitar que el comentario lo ofendiera, especialmente porque la intención de la baronesa no había sido esa. La expresión traducía, más bien, cierto asombro. Había un estereotipo muy fuertemente instalado por los nazis acerca del aspecto de un judío y el Ruso no entraba en esa descripción.

      —Bueno… Dígale que ella no parece una baronesa —dijo el Ruso despertando una sonora carcajada en ella. Anna von Peuhenn tenía un gran sentido del humor.

      —Por favor, señor Rosenberg, me disculpo si mi comentario le pareció inapropiado. Créame que no soy antisemita.

      Will tradujo y el Ruso pensó que ahora le iba a decir que ella tenía un amigo judío, pero evitó el comentario irónico porque no quería mostrarse hostil.

      —De todas formas —continuó la baronesa—, usted no tendría que preocuparse de nada por varias razones. Primero, porque tiene pasaporte argentino, país del que Alemania es muy buen amigo. Segundo, porque su apellido es muy común en Alemania y no está asociado con el judaísmo sino todo lo contrario, puesto que el ideólogo del nazismo, consejero y amigo personal de Hitler, se llama Alfred Rosenberg. Y, como si eso fuera poco, usted viajaría contratado por mí. Le aseguro que nadie lo va a molestar. La única precaución sería no andar pregonando su origen judío, pero eso es todo.

      El Ruso escuchaba atento mirando a los ojos de la baronesa. Ella hizo una pausa para beber y continuó exponiendo la propuesta.

      —Usted llegaría a Berlín el día 30 de agosto y el 1 de septiembre se tomaría el tren de regreso a París, luego de haber cantado ante las quinientas personas más ricas e importantes de Europa.

      El Ruso sintió que podía confiar en lo que le decía la baronesa, pero aun así seguía siendo un judío al que estaban invitando a cantar en la Alemania nazi, donde el odio racial había infectado el alma de una inmensa mayoría.

      —Señora —dijo Will—, déjenos pensarlo y mañana por la tarde le daremos nuestra respuesta. Sepa que, sea cual fuere, le estamos eternamente agradecidos por haber venido en persona a vernos.

      —Por supuesto —dijo la baronesa—, medítenlo con tranquilidad.

      La baronesa bebió el final de su copa de champán y, al finalizar, Will y el Ruso la acompañaron hasta la salida. Ella subió a un moderno Mercedes-Benz negro conducido por un chofer, que no tardó en perderse en la noche parisina.

      16

      Tanto el Negro Flores como los Estrada eran parte de esa enorme mayoría de gente que desconocía la profunda gravedad de lo que pasaba en Alemania. Pero el Ruso estaba bien informado. Ningún judío en ningún lugar del planeta era ajeno a la persecución que los nazis estaban llevando adelante. La decisión que le debían comunicar a la baronesa se cocinó entre él y Will en la habitación en la que se hospedaba este último, en el mismo hotel en el que se alojaba el cuarteto.

      —¿Ruso, qué opina usted de los argumentos que dio la baronesa en favor del viaje?

      —No sé qué decirle, Will. Me da temor, pero a la vez me parecieron razonables, aunque pienso que, llegado el caso, también usted y los muchachos se pueden ver en problemas por mí.

      Will se quedó en silencio, pensando con actitud comprensiva y condescendiente, pero si el Ruso lo hubiera conocido en profundidad se habría dado cuenta de que tras esa expresión se escondía otro propósito: seguir acrecentando la confianza que el Ruso le tenía. Ese era el objetivo primero: sobre la base de esa confianza, el plan iba a poder dar el paso fundamental que significaba llegar a Berlín.

      —Mire, Ruso. A mí las palabras de la baronesa me dieron tranquilidad. La explicación acerca de por qué usted no correría riesgos me pareció lógica. Y la oferta económica es insuperable, tanto como los quinientos invitados ante los cuales nos presentaríamos. Como representante suyo creo que eso nos dará un impulso muy grande, pero la decisión de viajar o no a Berlín es suya.

      Esta última frase fue la carta más arriesgada que jugó Will. Al dejar la decisión en manos del Ruso, éste podría decidirse por el no. Will, en ese caso, tendría que buscar la manera de revertirlo sin parecer forzado. El plan maestro no debía derrumbarse por nada en el mundo.

      El Ruso le agradeció la confianza y se fue a su habitación a meditar el tema, pero antes de cerrar la puerta lanzó una última mirada a Will, que estaba parado junto a la ventana, con una sonrisa calma. Sin embargo, cuando el Ruso cerró la puerta, esa sonrisa rápidamente se convirtió en una mueca que denotaba la preocupación de alguien que especulaba al límite arriesgando todo en cada paso.

      El Ruso razonó con los datos que los últimos meses le proporcionaron. París era una realidad, aunque de momento circunscripta a Le Petit Carillon. Lo cierto era que en un par de semanas podría estar cantando en Berlín ante personajes célebres y poderosos; eso volvía más tangible el sueño de la consagración. La especulación lo encandilaba, como los faros de un tren que se acercaba y al que no se podía dejar pasar. Pero la realidad era otra, y si la metáfora era la del tren, en este caso se trataba de uno que venía en silencio, con las luces apagadas y por detrás.

      17

      Se habían hecho habitués del pintoresco bar en el que trabajaba la camarera con la que noviaban los Estrada. A media tarde y después de comunicarle su decisión a Will, el Ruso invitó a sus compañeros de cuarteto a tomar un rico vino en aquel lugar. Ni bien llegaron, José Estrada se encerró en el baño con la camarera, así que en la mesa quedaron el Ruso, el Negro y Juan. A juzgar por la demora, José estaba muy entretenido. El Ruso decidió no esperarlo y lanzar ahí mismo la noticia.

      —Muchachos, la semana que viene nos vamos por dos días a Berlín. Nos contrataron para presentarnos en una gran fiesta que da la baronesa de no sé qué carajo, y nos pagan una fortuna para cantar media hora ante unos millonarios que vienen de todas partes.

      Inmediatamente, el Negro Flores levantó su copa y propuso un brindis por un nuevo viaje. Cuando Juan Estrada volvió a la mesa, vio la euforia de sus compañeros, que rápidamente lo pusieron al tanto de las novedades, no sin antes llenarle la copa de vino y pedirle que se subiera el cierre de la bragueta. Hicieron bromas, pidieron otra botella, quesos varios, y se quedaron hasta que el bar cerró y la camarera partió, esta vez con el otro Estrada, como habían acordado entre los hermanos. El Ruso, el Negro y José caminaron por la ciudad para despejarse y ventear un poco el alcohol que habían bebido.

      Se sentían en la plenitud total, la suerte se había dado vuelta para todos y la vida les regalaba un sueño impensado, que sin duda se acrecentaba con este viaje a Berlín. Cantaron a capela algunos tangos, a los que les iban cambiando la letra como payadores para hacer referencia a las anécdotas que venían viviendo. Los tres se alejaron por Montmartre hasta que la oscuridad de la calle solo permitió que se los

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