El ruso. Sebastián Borensztein

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El ruso - Sebastián Borensztein Novela

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el local, les convidaron café, hicieron bromas en español entre ellos comparando todo lo que veían con el bodegón de Carlusi, y se fueron al hotel a terminar de definir el repertorio. Pasaron dos días caminando por París. Vieron a mucha gente sin entender lo que decían. En un momento, entraron a un bar. Pidieron sus copas y el Negro Flores salió del lugar para pararse en la vereda y contemplar París. Mientras, los hermanos Estrada intentaban seducir a la camarera, que los miraba sonriente, pero con un gesto de incomprensión en el fondo de sus ojos. El Ruso, en cambio, estaba pendiente de otra cosa: escuchaba a un hombre que hablaba en castellano del general Franco, de la locura de Hitler y de los tambores de guerra que sonaban cada vez más fuerte en toda Europa. La frase que más lo impactó fue: “Si yo fuese judío, no solamente estaría tratando de huir de Alemania sino de Europa en general”. El Ruso sabía de qué hablaba ese hombre: conocía las historias de sus padres. Sabía de Hitler porque leía los diarios en Buenos Aires todas las mañanas y porque su suegro Isaac hablaba permanentemente de su preocupación por los parientes que aún vivían en Polonia. Ese pensamiento le generó un escalofrío que lo recorrió de punta a punta como un relámpago, pero enseguida se dijo que él estaba allí para cantar y seducir al público francés, y que nada de eso tenía que ver con Hitler ni con los nazis, que tanto temor inspiraban en su suegro y en él mismo. Entonces, para dar por terminado ese pensamiento oscuro, salió a la calle y se paró junto al Negro; en el bar quedaron los Estrada con sus intentos de seducción.

      Llegó el viernes. Le Petit Carillon desbordaba de gente. El Ruso cantó como nunca antes en su vida; de hecho, lo que sintió fue que todas las actuaciones anteriores no habían sido otra cosa más que ensayos para alcanzar el nivel de aquella noche. Y era más que una apreciación subjetiva porque de verdad lo había hecho mejor que nunca. Tenía la luminosa sensación de estar en su mejor momento, como si el sentimiento de decadencia que lo había perseguido durante años se hubiera esfumado por arte de magia.

      Lo que el público veía sobre el escenario eran cuatro exponentes auténticos del arrabal porteño. El rostro curtido del Negro Flores, sus gestos, la forma en que abría y cerraba el fuelle sobre su rodilla; la coordinación de los Estrada, que rasgueaban al unísono marcando el compás con un pie; el entusiasmo que había en la voz del Ruso. Todo eso era auténtico y novedoso para la concurrencia de Le Petit Carillon y, por eso, el cuarteto valía mucho más en París que en el Abasto. Después del quinto tango, el Ruso observó que Will ya no estaba parado junto a la puerta vaivén de la cocina. Se había sentado en una mesa con otros dos hombres, que estaban casi de espaldas al escenario. Cuando el Ruso empezó a entonar Volver, notó que los tipos le daban la mano a Will y se retiraban del lugar. Le pareció extraño y no supo qué significado darle, así que prefirió regresar a lo suyo y no distraerse en medio de su interpretación.

      Cantaron diez tangos seguidos, cerraron con dos bises y se bajaron del escenario en medio del caluroso aplauso de unas cien personas que ocupaban las mesas del local y parecían encantadas con estos cuatro argentinos, que según la presentación de Pierre eran lo más encumbrado del tango porteño.

      Por supuesto ahí estaba Will, que observaba cómo todo iba sobre ruedas. No podía ser de otra manera. Lo que tenía entre manos era extremadamente audaz, pero dependía, y mucho, de que el Ruso se sintiera en la gloria. Esa misma noche reportó a Londres que el plan que se había puesto en marcha en Buenos Aires continuaba con éxito en París.

      14

      El contrato inicial de tres meses se extendió un mes más; es decir, que la vuelta a Buenos Aires se posponía para finales de septiembre. Su mujer no tuvo reparos al enterarse a través de la correspondencia que mantenía periódicamente con su marido. Como la gente llenaba Le Petit Carillon y el Ruso cumplía enviándole mucho dinero, esa postergación significaba una cifra extra que no se podía despreciar. Ester le contó en una carta que la suma que había recibido hasta ahora casi alcanzaba para comprar otra casa en el mismo barrio al que le gustaría mudarse, así que un mes extra significaría la diferencia faltante para concretar ese sueño.

      El Ruso le escribía a su esposa todas las semanas. Sabía que eso la mantenía tranquila y contenida. En cada carta, le describía una nueva zona de París, ciudad que día tras día conocía un poco más, ya que al presentarse solo los fines de semana en Le Petit Carillon tenía mucho tiempo libre para recorrerla. “Te digo más, Ester. Tenés que ir pensando en comprarte un buen par de valijas. Will dijo que el año que viene tenemos que venir otra vez y yo te traigo conmigo. Jaime y Marcos ya son grandecitos y no creo que haya problema en que se queden una temporada con tu papá”. El Ruso pensó: cuando Ester lea esto se va a poner loca de contenta. Su marido, el ahora aplaudido cantante que le manda abultadas remesas de dinero, le ofrece lo que nadie le pudo prometer jamás: conocer París. Todas esas noches de mesas llenas y aplausos le permitieron fantasear hasta el infinito. Sentía que todo fluía en su vida, como si alguien hubiese sacado el pie de un freno que lo había mantenido tanto tiempo detenido en el fracaso.

      15

      En 1939, Francia tuvo una de las peores cosechas de uva de su historia. Esa situación generó escasez de champán y elevó el precio del stock a cifras récord. De todas formas, este hecho no impidió que la baronesa Anna von Peuhenn disfrutara de una costosísima botella de Veuve Clicquot mientras escuchaba cantar al Ruso con especial atención.

      La baronesa era una mujer recién entrada en los cuarenta, elegante como pocas. No era muy atractiva, pero sí era dueña de una enorme fortuna que había heredado de su difunto esposo, el barón Conrad von Peuhenn, un poderoso industrial alemán dueño de un imperio metalúrgico. Era la tercera esposa de Von Peuhenn, y la más afortunada de todas: fue quien lo heredó todo, ya que el barón no tuvo hijos. No era aristócrata de cuna y, quizás por esa razón, se aburría con la frivolidad de la clase alta. Durante la Gran Guerra, cuando era solamente Anna, había trabajado como telegrafista, pero su vocación solidaria la había hecho sumarse al cuerpo de enfermeras que atendían a los heridos que peleaban en las trincheras.

      Pasó tres años cubierta con la sangre de los jóvenes soldados alemanes, apretando heridas con sus propias manos y respirando el dolor de la muerte. A sus pocos años, Anna sabía de la vida bastante más que aquellas mujeres de su actual clase social. Su solidaridad se multiplicó con su condición de millonaria: ayudó a instituciones de veteranos de guerra, orfanatos y viudas de soldados. Las secuelas de aquellas heridas que había intentado contener con sus manos, ahora las aliviaba con su obra benéfica. Eso le valió la estima y el respeto del que tanto gozaba en su país: Alemania.

      El Ruso la registró desde arriba del escenario y, promediando el repertorio, vio cómo Will se sentaba junto a ella. Supo enseguida que algo se estaba gestando. Cuando terminó de actuar, Will lo llamó con un gesto. El Ruso se acercó a la mesa solo. Los Estrada, que a esta altura ya tenían una novia francesa –la camarera de aquel bar, que alternaba con los dos–, se habían ido presurosos del local al encuentro de la susodicha, y el Negro Flores se dirigió, como era su costumbre, a la cocina –donde ya había establecido amistades– para reponer calorías.

      —Quiero presentarle a una mujer encantadora que ha venido desde Alemania a escucharlo cantar— le dijo Will.

      Así le introdujo a la baronesa, quien luego de elogiarlo le explicó el motivo de su presencia esa noche: contratarlo para cantar en una gran fiesta que se llevaría a cabo la noche del 31 de agosto en su mansión, en las afueras de Berlín, y cuyo objetivo era recaudar fondos destinados a su obra solidaria.

      —Mi amigo Franz Hovenhaver, que lo escuchó en este mismo club, tiene razón. Usted tiene que cantar en la fiesta.

      La baronesa le hizo una propuesta irresistible: dos mil libras esterlinas por una presentación de media hora con todos los gastos pagos alojándose en el mejor hotel de Berlín.

      El

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