El sustituto. Janet Ferguson
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–¿No deberías estar descansando? –preguntó, preocupada.
–¿Lo dices por el vuelo? –preguntó Guy, alzando las cejas.
–Sí –Kate le sostuvo la mirada, negándose a bajarla.
–Ya descansaré después –replicó él, añadiendo a continuación–: Sentí enterarme de la muerte de tu padre. Tu madre y tú debisteis sufrir una terrible conmoción.
–Así fue, y gracias por escribir –la carta que Guy escribió a Kate y a su madre fue amable y cariñosa–. Mamá está mejor. Se mantiene ocupada con su cruzada para salvar animales abandonados. Ahora mismo tenemos un viejo collie que no ve demasiado bien y un joven terrier que no deja de mordisquearnos los tacones de los zapatos.
–A los terrier les encantan los tacones –cuando sonreía, Guy parecía diferente. Las líneas de su rostro se curvaban en otra dirección, dándole una expresión mucho más afable–. ¿Te quedaste aquí a causa de la muerte de tu padre o por otros motivos?
El corazón de Kate comenzó a latir más deprisa. «Que no me pregunte por Mike, que no me pregunte por Mike», rogó.
–Cuando tío John me pidió que compartiera con él la consulta no me lo pensé dos veces –se obligó a sonreír, tratando de darle a Guy la falsa impresión de que se encontraba muy satisfecha consigo misma.
Para evitar que la conversación se prolongara, Kate se puso en pie. Ya había cumplido con su deber de anfitriona. El resto podía esperar hasta el lunes. Vio que Guy también se levantaba. Al parecer, había olvidado que la silla era giratoria y bastante pesada, y cuando se levantó, ésta giró con bastante violencia y le golpeó un muslo con el respaldo.
Kate se sorprendió al oírle gemir de dolor y ver que volvía a sentarse. Su frente se llenó de sudor.
–¿Qué te sucede, Guy? ¿Te ha dado en algún nervio? Esa silla es diabólica –se acercó a él, solícita. Era evidente que Guy no estaba bien. Debía haber venido con alguna enfermedad de África; malaria, fiebre amarilla, tal vez… Lo único que le faltaba era otro inválido.
–No te preocupes, que no vas a tener que buscar un sustituto para el sustituto –dijo Guy, poniéndose de nuevo en pie, aunque con más cautela que antes y ignorando la mano que le ofrecía Kate.
–¿Es por el desfase horario? –preguntó ella, apartándose.
–Es un corte en mi muslo.
–¿Un corte en…?
–En mi muslo.
–¿Te refieres a una herida?
–Exacto.
–¿Y cómo te la has hecho?
–Me interpuse en el camino de una navaja en el aeropuerto. A un joven lunático le dio por atacar a los pasajeros cuando acabábamos de pasar la aduana. La policía logró reducirlo, pero no antes de que hiriera a varios pasajeros, incluyendo a un niño. Afortunadamente, a mí me dio de refilón. Me atendieron en la enfermería del aeropuerto junto a los demás heridos. Al niño hubo que llevarlo al hospital. Su madre estaba destrozada.
–¡Dios santo! –dijo Kate, con expresión horrorizada.
–Sólo tuvieron que darme cuatro puntos. Luego tuve que ir a cambiarme. Por eso me retrasé. Debería haber llegado a Larchwood a la hora de la comida.
Kate aún estaba conmocionada.
–¿Qué han dicho tío John y Sylvia? Supongo que se habrán…
–No saben nada al respecto.
–Pero, Guy…
–No se lo he dicho, y no quiero que tú se lo digas –dijo Guy, mirando a Kate a los ojos.
–¡Pero eso es una locura!
–No es una locura. Es lo razonable. Si John se enterara, insistiría en que no empezara a trabajar el lunes. Mamá se pondría histérica y todo se sacaría de quicio. Sólo tengo un rasguño que desaparecerá en unos días, ¡sobre todo si me mantengo alejado de sillas con vida propia!
–Creo que deberías decírselo a alguien aparte de a mí –dijo Kate con firmeza. Estaba a punto de mencionar la posibilidad de una infección cuando el doctor John entró en la consulta.
–¿Ya le estás dando órdenes, Kate? –preguntó en tono de broma, rodeando los hombros de su sobrina con el brazo bueno–. Es una suerte tener aquí a Guy, ¿verdad? ¿Por qué no te quedas a cenar con nosotros, querida? Sylvia me ha enviado a decirte que ya está todo listo.
–Me encantaría –dijo Kate, no del todo sincera–, pero seguro que mi madre ya me está esperando con la mesa puesta, y no quiero que se disguste.
–Claro que no –dijo John–. ¡Sólo nos preguntábamos si no estaría fuera liberando algún perro de sus cadenas! –bromeó.
Kate rió.
–Espero que no –tomó su maletín–. Ya tenemos bastantes –después, sin atreverse a mirar a Guy, se despidió y salió de la clínica en dirección a su Volvo rojo.
La sensación de incredulidad seguía con ella cuando arrancó el motor. Parecía mentira que le hubiera pasado aquello a Guy nada más aterrizar… Enfrentarse valientemente a todos los peligros de África para llegar aquí y ser acuchillado… Pero tenía la sensación de que no le había contado todo lo sucedido.
«Debería haber advertido a John ahora mismo», pensó. Él y Sylvia deberían saberlo. Podía llamarlos más tarde. Por otro lado, y a pesar de que no le había hecho prometer nada, Guy le había dicho que no quería que contara lo sucedido.
Sin saber qué hacer, discutió consigo misma todo el camino a casa.
–Pensaba que ya no venías –dijo Laura Burnett desde el porche–. Suponía que te habías entretenido con la llegada de Guy –rubia y rellenita, con un vestido verde, tomó en brazos a Sparky, el terrier, mientras Kate metía el coche en el garaje.
–Sí, quería echar un vistazo a la clínica y no he podido venir antes –dijo Kate cuando salió del garaje.
–¿Qué tal aspecto tiene? ¿Ha cambiado mucho?
Kate sabía que a su madre siempre le había gustado Guy. También a su padre.
–Creo que está más delgado, pero, aparte de eso, sigue igual –fue hacia las escaleras–. Voy a darme una ducha rápida y enseguida bajo.
–Ha habido algún incidente en el aeropuerto; lo he oído en las noticias –dijo Laura mientras su hija subía–. No he podido oír bien, porque estaba en la cocina, pero creo que han tenido que llevar a algunas personas al hospital. ¿No te ha comentado nada Guy? Aunque la verdad es que el aeropuerto North Row es muy grande.
El teléfono salvó a Kate de tener que contestar, y, tal vez, de tener que mentir. Oyó que su madre decía:
–Sí, sí, ¿qué