Lucha contra el deseo. Lori Foster
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Tres horas y un millón de preguntas después, con media sucursal llena de polvos de talco para la toma de huellas dactilares, finalmente recibieron permiso para marcharse. Armie había encontrado su móvil para emergencias debajo del sofá, así que avisó a Cannon de que estaban a punto de salir.
Cannon fue a buscarla a la puerta. Lo primero que hizo fue revisar su rostro y jurar por lo bajo cuando descubrió el moratón.
Antes de que pudiera preguntarle algo, ella le aseguró:
—Estoy bien.
Él le acunó el rostro entre las manos, le besó la frente y la abrazó con ternura.
—Maldita sea, hombre.
—¿Qué?
Entrecerrando los ojos, Cannon revisó a Armie con el mismo detenimiento con que lo había hecho con Merissa.
—Si me besas —se adelantó a decirle Armie—, vamos a tener un problema.
En lugar de ello, Cannon le dio un abrazo de oso.
—Gracias por cuidar de ella —le susurró.
—Bueno, estaba allí, ¿no? —ambos sabían lo que eso quería decir: que habría hecho lo que fuera con tal de protegerla.
Cannon se volvió hacia su hermana.
—Me he enterado de lo básico por Logan, pero quiero que me cuentes todo lo que ha pasado.
Ella asintió.
—Lo haré, pero, por favor, más tarde. Quizá… ¿mañana? Ahora mismo lo único que quiero es llegar a casa y darme una ducha.
—Supongo que podremos hablar mañana, durante el desayuno.
Ella alzó la barbilla.
—A las nueve tengo que estar en el trabajo.
Ambos se la quedaron mirando fijamente. Pero Merissa continuó con tono enérgico:
—Quizá a la hora de la comida, si tienes muchas ganas. Pero, sinceramente, yo preferiría esperar hasta haber acabado la jornada.
Cannon fue el primero en decirle:
—No puedes ir a trabajar mañana.
—¿Por qué?
Ambos farfullaron algo a la vez, y de nuevo fue Cannon quien dijo:
—Es sábado.
—¿Y? El banco abre —lanzó una acusadora mirada a Armie—. ¿Piensas tú saltarte el gimnasio?
Frunció el ceño.
—No —en aquel momento, nada le apetecía más que destrozar a golpes el saco de boxeo.
—¿Entonces por qué habéis supuesto los dos que yo me saltaría mi día de trabajo?
Armie señaló la puerta de la sucursal con la cabeza.
—¿Ellas esperan que vengas? —se refería a las demás trabajadoras.
—Me han propuesto que me tome el día libre. Yo les he dicho que no, gracias.
Guau. Bueno, podía ser que ella, como él, necesitara permanecer ocupada. Un día libre solo serviría para obsesionarse con la escena de violencia vivida.
Con tono firme, Cannon dijo:
—Ven a casa a conmigo y hablaremos de ello.
—La decisión es mía —le recordó ella, fulminándolo con la misma mirada que antes le había dedicado a Armie.
—Yvette te está preparando la habitación de invitados.
—Cannon —le dijo ella, sonriendo—. Te quiero mucho. Y a Yvette también. Gracias por el ofrecimiento. Pero, en serio, no quiero compañía esta noche, y tampoco quiero perderme la jornada de trabajo de mañana. Solo quiero… solo quiero digerir esto, ¿sabes?
Él la tomó de la barbilla.
—No tienes por qué hacerlo sola.
Armie vio que el labio inferior empezaba a temblarle y maldijo para sus adentros. Merissa tenía una impresionante fuerza interior. A la gente fuerte no le gustaba publicitar sus momentos de debilidad.
—Déjala, Cannon. Ella sabe que puede contar contigo, pero quizá ahora mismo lo único que quiere es estar sola —Dios sabía que acababa de vivir un infierno y que, probablemente, estaba a punto de desmoronarse. Necesitaba desahogarse, seguro, pero eso era algo que nunca haría delante de otras personas.
—Exacto —se apresuró a confirmar ella antes de suplicar a su hermano con un puchero—: Por favor, entiéndelo…
Cannon estudió su rostro, se volvió para mitrar a Armie y cedió por fin.
—Está bien. Siempre y cuando nos llames un par de veces, esta noche antes de acostarte y mañana antes de salir para el trabajo…
La carcajada que soltó Merissa sonó a lágrimas, a ternura y a gratitud.
—Apuesto a que Yvette la vuelves loca.
La expresión de Cannon se suavizó.
—Concédeme el derecho a preocuparme por la gente a la que quiero —le cerró las solapas del abrigo bajo el cuello—. Es el mismo espíritu de tus habituales mensajes, ¿no te parece?
—Ya.
Los habituales mensajes a los que se refería Cannon eran los de Rissy estuvo aquí. Solía enviar aquellas tres palabras en mensajes de texto cada vez que no contestaban a una llamada suya. A veces dejaba notas de papel o, en el caso de Armie, las garabateaba en el polvo o el vaho del parabrisas de una camioneta. Armie conocía su filosofía: quería que los amigos supieran que se había pasado por su casa o que les había llamado, pero al mismo tiempo no deseaba molestarles en caso de que estuvieran ocupados.
Consciente de que se mantendría en contacto, Armie experimentó el mismo alivio que Cannon.
—Te llevo a tu casa —se ofreció Cannon.
Ella volvió a lanzarle otra severa mirada.
—Quiero llevarme mi coche.
—Hagamos una cosa —propuso Armie, viendo que había empezado a temblar de frío—. Ve tú con Cannon, que yo te llevaré el coche.
—Pero estás herido. Necesitas…