Lucha contra el deseo. Lori Foster

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Lucha contra el deseo - Lori Foster Top Novel

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adaptable. Se movía de memoria, esquivando golpes y atacando con renovada fuerza. El ladrón era un hombre grande y musculoso. Armie sintió perfectamente el crujido que hizo su nariz cuando se la rompió de un puñetazo y vio que se ponía a escupir sangre.

      Las mujeres chillaron. El niño no paraba de llorar.

      El joven dijo algo y, un segundo después, el otro ladrón, que finalmente había logrado recuperarse, blandía contra él uno de los postes de metal con cuerdas que servían para organizar las colas de espera. Lo descargó con fuerza sobre su espalda.

      Dios, aquello sí que dolió.

      Cayó al suelo por el impacto, pero no por ello se rindió. Al contrario. Su combate de suelo era tan bueno como su combate de pie.

      El hecho de que fueran dos contra uno complicaba algo las cosas. Normalmente, sin embargo, habría sido pan comido de no haber habido tantas potenciales víctimas cerca.

      El ladrón que había agredido a Merissa intentó darle una patada en las costillas aprovechando que estaba en el suelo. Armie le atrapó la pierna y terminó tumbándolo de espaldas. El hombre maldijo e inmediatamente rodó a un lado para quedar en una posición menos vulnerable.

      El tipo no era ningún patán. Como luchador que era, Armie tuvo que reconocer que poseía algún tipo de entrenamiento.

      Merissa intentó ayudarlo, pero Armie le gritó que se mantuviera a distancia. El joven procuró meterse también, pero con tantos puñetazos y patadas, no resultó fácil.

      Y necesario tampoco.

      Ninguno de aquellos tipos era rival para Armie. Se incorporó justo cuando el otro matón volvía a blandir el poste contra él. Se agachó, pero el golpe le rozó la frente: una cortina de sangre le cayó sobre los ojos. Se la limpió con la mano y oyó a Merissa soltar un grito.

      El hombre que la había agredido en el despacho había recuperado una de las pistolas y le estaba apuntando en aquel momento.

      Armie apenas fue consciente de ello, pero el caso fue que una fracción de segundo después se encontraba delante de ella, estirando los brazos y utilizando su cuerpo como escudo.

      —Armie —suplicó Merissa.

      Bloqueando de su mente su voz temblorosa, seguía mirando con fijeza al atracador al tiempo que la protegía a ella con su corpachón. El tipo había perdido el gorro y casi la bufanda. Pero con la cara tan machacada por los golpes de Armie, lo cierto era que no necesitaba disfraz alguno.

      Ni su propia madre lo habría reconocido en aquel estado.

      La nariz, partida y cubierta de sangre, había adquirido un tono morado subido, a juego con el moratón de su ojo derecho. Tenía los labios hinchados, sanguinolentos también. Parte del desgarrado gorro le colgaba del cuello.

      Armie se concentró en sus ojos. Eran de un azul más claro que los de su socio.

      —Armie, por favor… —forcejeó Merissa a su espalda—. ¡No hagas esto!

      Armie la sujetaba estirando una mano hacia atrás. No dijo nada. ¿Qué había qué decir?

      Moriría antes de dejar que le dispararan.

      El otro hombre tiró a su socio del abrigo, urgiéndolo a huir mientras todavía podían hacerlo.

      —¡He oído sirenas! Tenemos que largarnos ya.

      Y sin embargo el canalla seguía apuntándolo con su pistola, indeciso.

      Con los pies firmemente plantados en el suelo, sin romper en ningún momento el contacto visual, Armie relajó la respiración a la espera del veredicto.

      Aquellos ojos azul hielo parecían sonreírle… hasta que, un segundo después, ambos atracadores se marcharon a la carrera.

      Armie se dispuso a seguirlos, pero Merissa cerró ambos puños sobre su camisa, reteniéndolo.

      —¡Maldito seas, no!

      Detectó el terrible miedo en su voz y, reacio, obedeció la orden. Una vez que los hombres desaparecieron de su vista, Merissa se derrumbó blandamente contra su espalda. Dulce, cálida, sana y salva. Armie tragó saliva, cerró los ojos solo por un momento y se volvió hacia ella.

      Habría podido morir.

      Cerró las manos sobre sus hombros.

      —¿Estás bien?

      Con los labios apretados, asintió. Pero en seguida le dio un golpe en el pecho.

      —¿Estás loco?

      Él le acarició una mejilla y vio que su expresión se suavizaba.

      —Oh, Dios mío, Armie… estás sangrando.

      El muy canalla le había hecho daño.

      —No es nada —se limpió la sangre del ojo con un hombro y le acarició suavemente el moratón que tenía en la mandíbula—. Rissy… ¿qué te ha hecho?

      Ella se apretó entonces contra él, enterrando la cara en su cuello.

      —Solo… dame un segundo.

      Con manos temblorosas, Armie le frotó la espalda. No quería mancharla de sangre.

      —Ya ha pasado todo —le ardían los ojos, consciente como era de que había estado a punto de perderla. Le besó la sien—. Ya ha pasado.

      —Sí.

      Armie sintió en su pecho su profundo suspiro y la manera en que tensó los hombros. Merissa se apartó súbitamente, se limpió la cara y, haciendo un visible esfuerzo por reponerse, miró a su alrededor.

      Armie hizo lo mismo.

      El joven finalmente había conseguido recuperar el arma de debajo de la mesa de los folletos, pero no pareció inclinado a usarla, gracias a Dios. Diligentemente la dejó sobre los fajos de folletos y se estaba retirando de allí cuando exclamó, abriendo mucho los ojos:

      —¡Se han dejado el dinero!

      Allí, en el suelo, estaba la bolsa con el dinero todavía dentro.

      —Increíble —Armie la recogió, la metió en el despacho de Rissy y cerró la puerta.

      Las cajeras seguían estremecidas. El niño pequeño se aferraba a su madre, gimoteando.

      —¿Todo el mundo se encuentra bien?

      Todos lo miraron, pálidos. Al contrario que Merissa, probablemente no estarían acostumbrados a ver combates con sangre.

      —Gracias, Armie —ya perfectamente recuperada, Merissa se dirigió apresurada a la puerta y la cerró—. Lo siento —se dirigió a todo el mundo—. Si esas sirenas no eran para nosotros, de todas formas tendré que llamar a la policía. Necesitamos quedarnos aquí hasta que lleguen —caminó con paso enérgico hacia su despacho—. Armie, el baño está al fondo —se lo señaló—. Valerie, ¿querrías enseñárselo,

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