E-Pack HQN Jill Shalvis 2. Jill Shalvis
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–Claro que sí –replicó ella. Había dejado de sonreír y estaba muy seria–. Y hay algo más.
–¿Qué?
–Que tú vas a ayudarme.
Eso era exactamente lo que había ido a hacer allí, pero tenía curiosidad por saber qué era lo que le iba a pedir ella. En realidad, se lo había ordenado; era muy parecida a su hermano Joe.
–¿Y por qué crees eso?
–Porque, si no me ayudas, les cuento a Joe y a Archer lo de la otra noche.
Lucas respiró profundamente.
–Así que me odias y quieres que muera.
Ella se echó a reír.
–No –dijo. Después, se le borró la sonrisa–. Pero no soy tonta, Lucas. Ni temeraria. Puedo hacer el trabajo de campo en este caso, pero también quiero ir al pueblo y husmear por allí. Necesito conocer el lugar y encontrar a alguien con quien hablar, alguien que conozca el apellido de Nick, para empezar. Y necesito apoyo. Un socio. Alguien listo y con recursos, y que no tenga miedo de transgredir unas cuantas normas.
–Te escucho –dijo él.
Ella sonrió.
–¿Por casualidad conoces a alguien que tenga esos atributos, aparte de ti mismo?
Mierda. Lucas la miró a los ojos. Eran de color castaño claro y tenían una mirada llena de inteligencia. Supo que estaba perdido.
Entonces, ella se dio la vuelta y volvió a la cocina desde el salón, para sentarse a la mesa con las señoras. Claramente, trataba de no forzar la pierna derecha. Algunas veces, él había intentado preguntarle por aquel tema, pero ella siempre le había dejado claro que no era asunto suyo.
No había nadie más orgullosa ni más terca que Molly.
Bueno, tal vez, él mismo.
Sin embargo, cada vez sentía más deseos de saber lo que le había ocurrido. Se estaba convirtiendo en una necesidad. Tenía la impresión de que había sido algo malo, pero, como él tampoco tenía un pasado lleno de recuerdos felices, no iba a presionarla, porque sabía que haría que se sintiera mal.
Tenía maneras de conocer su pasado. En Investigaciones Hunt tenían los mejores programas informáticos de búsqueda. Algunos eran tan eficaces que podría averiguar el día en que habían concebido a Molly, y cuántas caries tenía su padre en esa época. Él había utilizado aquellos programas sin escrúpulos para conseguir información sobre la escoria de la sociedad.
Sin embargo, nunca había sido capaz de investigar a Molly. No podría justificar de ningún modo aquella invasión de su privacidad.
Pero, aun así, seguía sintiendo una enorme curiosidad.
Como sabía cuándo debía ceder, se sentó con las señoras a la mesa. La señora Berkowitz le puso delante una taza de té. Era de color verde y tenía algunos posos. Estupendo. Dio un sorbo y se quemó la lengua. Además, la infusión tenía un sabor repugnante.
–Bueno, señoras. Cuéntenme.
Todas empezaron a hablar a la vez.
Él alzó una mano.
–Por favor, una a una. Usted –dijo y señaló a la señora Berkowitz.
–Trabajamos todo el año –dijo ella, y sacó su teléfono–. Lo tengo todo apuntado… Un momento, ¿dónde están mis gafas?
–Las tienes en la cabeza –respondió la señora White.
–Ah, es verdad –dijo la señora Berkowitz, y se las puso–. Mucho mejor. Bien, como bien sabéis, no nos han pagado lo que debían, y creemos que Santa es culpable de estafa y de blanqueo de dinero.
–¿Tienen alguna prueba? –preguntó Lucas.
–¿Por qué ustedes y la policía siempre necesitan tantas pruebas? –preguntó la señora Berkowitz–. ¿No es eso trabajo suyo?
–Entonces, ya han acudido a la policía –dijo Lucas.
–Sí, pero no quisieron ayudarnos si no les dábamos pruebas. Pero la verdad es que sé que tenemos razón. Además, el hermano de Santa siempre está por allí, comportándose como si fuera el jefe.
–¿Y qué tiene de malo eso? A lo mejor es un negocio familiar.
–Es un negocio familiar –confirmó la señora Berkowitz–. Hace cuarenta años, el hermano de Santa era un mafioso.
–Está bien. ¿Saben cuál es el verdadero nombre de este hombre? –preguntó él.
–¿El hermano? Tommy Pulgares –dijo la señora Berkowitz–. Dicen que, antiguamente, si lo enfadabas, te cortaba el pulgar y se lo daba de premio a su serpiente. Entonces era un mafioso de bajo nivel, pero tenía ambiciones. Por eso hacía lo de los pulgares. Quería destacar.
Lucas cabeceó.
–Tommy Pulgares era un mafioso de poca monta en los ochenta, pero murió en una explosión en un almacén a principios de los noventa. Lo que pasa es que hay muchos usureros que han mantenido viva su leyenda para mantener a la gente a raya con la amenaza de que pueden perder los pulgares.
–No –dijo la señora Berkowitz–. No está muerto.
–Nadie ha visto a Tommy Pulgares desde hace años, y hay mucha gente que lo ha estado buscando. ¿Por qué cree que es él? ¿Lo ha reconocido? ¿Cómo es posible?
–Bueno, me acosté con él unas cuantas veces a últimos de los noventa –dijo la señora Berkowitz con una sonrisilla–. Y puede que una o dos veces en el siglo xxi, también. ¿Qué? –preguntó la señora Berkowitz, al ver que Janet la miraba con horror–. Antiguamente era un poco más lenta a la hora de reconocer a un patán.
Lucas hizo todo lo posible por apartarse de la cabeza las imágenes de la señora Berkowitz con Tommy el Pulgares, pero no lo consiguió por completo. Se presionó los ojos con las palmas de las manos y respiró profundamente.
–¿Usted todavía…?
Dios Santo. Ni siquiera podía decirlo.
–¿Que si todavía lo hago? –preguntó la señora Berkowitz, con una sonrisa, y se encogió de hombros–. No tanto, últimamente. En primer lugar, los hombres de mi edad ya no tienen tan buen aspecto cuando están desnudos, no sé si me entiendes.
Lucas hubiera preferido no entenderlo.
–Pero, no, ya no me acuesto con Tommy –dijo ella–. Se ha hecho viejo y gruñón, y es más malo que la quina. No lo soporto. Soy feminista.
Lucas se frotó las sienes.
–¿Te duele la cabeza? –le preguntó Molly.
Peor