E-Pack HQN Jill Shalvis 2. Jill Shalvis
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–Sé que no acabas de decirme lo que tengo que hacer. Aunque hayamos dormido juntos.
Lo dijo para provocar una reacción en él, y lo consiguió.
–Está bien. En primer lugar, esto –dijo Lucas, moviendo un dedo entre ella y él– no ha sucedido.
–Estás muy seguro, ¿eh?
Por el modo en que él abrió y cerró la boca, quedó claro que no estaba seguro de nada en aquel momento. Ahora que ya estaban los dos enfadados, ella se levantó de nuevo, y sintió el mismo dolor en la pierna. No vio la manera de impedir que él notara su cojera, pero se acercó a su ropa de todos modos y empezó a vestirse sin mirarlo.
–¿Te levantas así todas las mañanas? –le preguntó Lucas, en un tono calmado.
–No. Normalmente, me levanto de buen humor, pero, entonces, me encuentro con algún idiota.
–Me refiero a tu pierna –dijo él–. Tienes mucho dolor.
Ella suspiró. En realidad, siempre sentía dolor.
–Estoy bien.
Se puso el vestido por debajo de la camiseta. Después, sin quitársela, porque tenía la intención de quedarse con ella, fue hacia la puerta.
–Tengo que irme.
–Espera –le dijo él, alcanzándola en la puerta–. Con respecto a lo de anoche…
–Sí, ya lo sé. No quieres que se entere nadie y bla, bla, bla.
–Ocurriera lo que ocurriera anoche –replicó Lucas, mirándola con intensidad–, no puede volver a pasar.
Ella se quedó decepcionada, aunque sabía perfectamente que la noche anterior no había pasado nada. Sin embargo, estaba enfadada con él por decirle que no podía volver a suceder, así que dio un resoplido.
–No te preocupes. Con una frasecita como «Te voy a volver loca, nena», no va a volver a pasar.
Él empezó a asentir, pero se detuvo. Hizo un gesto de dolor.
–¿Hice que…? Mierda –musitó. Se miró las botas. Después, miró a Molly a los ojos, con cara de preocupación–. Hice que te sintieras bien, ¿no?
Al pensarlo, ella notó un pequeño cosquilleo en las zonas erógenas, y eso la molestó aún más. Se encogió de hombros.
Él se quedó horrorizado.
–¿No?
Lo cierto era que ella estaba segura de que, si Lucas se lo proponía, conseguiría sin esfuerzo que ella se sintiera bien. Era un tipo listo, con capacidad de resolución, seguro de sí mismo y muy agudo. En el trabajo era muy dinámico y tenía un gran instinto que casi nunca le fallaba, dos cualidades que, sin duda, también le favorecerían en la cama, y a las mujeres que tuvieran la suerte de estar allí con él. Todos aquellos rasgos eran muy atractivos en un hombre… para una mujer normal.
Pero ella no era una mujer normal. Así pues, sonrió una última vez, vagamente, y fue hacia la puerta.
Él posó la palma de la mano sobre la superficie para mantenerla cerrada.
–Aparta –le dijo ella.
–Todavía llevas puesta mi camiseta.
Y, si se la llevaba al trabajo, todo el mundo se daría cuenta de que habían pasado la noche juntos. Se la quitó, se la arrojó y abrió la puerta de par en par.
–Molly –dijo él, con exasperación–. Los elfos. El caso del Santa Claus malvado. Dime que no lo vas a aceptar.
–No puedo decirte eso, porque ya no te hablo –respondió ella.
Bajó las escaleras, pasó por delante de la tienda de artículos para mascotas, la tienda de artículos de oficina y el nuevo centro de spa, y fue directamente a la Tienda del lienzo. Una de las personas que trabajaba allí, Sadie, le había hecho a Molly el único tatuaje que tenía, y de la experiencia había surgido una amistad.
Sadie la saludó con la mano. Estaba con Ivy, la dueña de la camioneta de tacos de la calle que había detrás del edificio. Ivy, como ella, iba a veces a la tienda de tatuajes en busca de calma y cordura, algo que Sadie siempre era capaz de proporcionar junto a una dosis de sarcasmo.
Las dos se habían hecho amigas suyas, y era como si se conocieran de toda la vida.
–¿Cómo va todo? –preguntó Molly.
–Bueno, teniendo en cuenta que es un día laborable… –dijo Ivy, y se encogió de hombros. Bajó de un salto del mostrador y se dirigió hacia la puerta–. ¡Intentad que sea bueno! –exclamo, antes de desaparecer.
–¿Y tú? –le preguntó Molly a Sadie.
Sadie miró el pequeño árbol de Navidad que había puesto en la tienda. Debajo del abeto había varios regalos, y ella suspiró.
–Ninguno de los paquetes que tiene mi nombre ha ladrado todavía, y eso es un poco decepcionante, pero… –dijo. Entonces, se fijó en la ropa de Molly y abrió unos ojos como platos–. Vaya, vaya. Un momento. Ayer llevabas esa ropa cuando te vi. Ayer. ¿Acaso Molly Malone está haciendo el camino matinal de la vergüenza, lo nunca visto?
Molly hizo un mohín.
Y Sadie sonrió.
–Vaya, pues la Navidad ha llegado con antelación para mí. ¿Recordaban su funcionamiento todas tus partes?
–Bueno, en realidad, no es lo que parece.
–Ah… –murmuró Sadie.
–¿Me dejas que me duche aquí?
–Claro –dijo Sadie–. Y, a cambio de los detalles, te dejo ropa limpia.
Aquel era un buen trato, porque Sadie tenía una ropa increíble. Aquel día llevaba un top muy bonito y vaporoso, unos pantalones vaqueros ajustados y unos botines que habrían hecho babear a Molly si no estuviera alterada por la noche y la mañana que había tenido.
–Nada de detalles –le dijo a su amiga–, pero te invito a un café y una magdalena de la cafetería en el primer descanso que tenga si tienes Advil.
Sadie sacó un frasquito de su bolso.
–Bienvenida a la madurez, donde el Advil lo es todo. ¿Quién es él?
–¿Quién?
Sadie puso los ojos en blanco, y Molly suspiró.
–No te lo voy a decir.
Sadie ladeó la cabeza y la observó.
–Lucas.
–Cómo demonios…