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de horror, frente a los cuales Devoto aparece realmente como un remanso deseable. Que el III cuerpo, con su cobarde general cuchillero, pero también con sus subordinados, todos igualmente capaces de asesinar a sangre fría a los prisioneros moralmente resistentes como Moukarzel y tantos otros, son, junto con Camps y con Feced, verdaderos modelos no de una subespecie particular de homínidos, sino del amplio espectro de la especie humana que se inhumaniza.

      La crueldad, patrimonio exclusivamente humano, comienza con la ausencia de ternura, nos enseña Ulloa, como primer anidamiento y amparo del recién nacido, gracias, agrego yo, a nuestra densa tradición autoritaria, pero prosigue con la ausencia de ley, con la connivencia –el no ver, el mirar para otro lado– y la complicidad impune y naturalizada de todos. El eje de ese dispositivo cruel es la mentira, la mentira del poder hecho “mano dura”, hecho orden social de lo estático, donde no se concibe lo distinto, donde se niega lo diverso.

      ¿Cómo llamaremos, después de la lectura del libro, al capellán penitenciario Bellavigna que se define “primero penitenciario antes que sacerdote”? ¿Cómo llamaremos al médico, a los médicos carcelarios, que frente a una pulmonía y una bronquitis, intentan diagnosticar mediante un tacto vaginal? ¿Y a la odontóloga que fuma y toma mate mientras arranca dientes en lugar de curarlos? ¿Cómo llamaremos a la guardiana que en el primer día de visita de dos mellicitos a su mamá, les impide verla porque lloran, asustados?

      Es a la reproducción de esa serie infinita de pequeñas crueldades que debemos temer, porque no son sólo patrimonio de los “otros”. Ninguna de esas crueldades ha sido pautada ni es obligatoria: es del dominio de la inhumanidad.

      La fuerza moral de “Nosotras” nos descubre hacia el final un efecto vulnerable, pero también su cura. Cuando se afloja el régimen opresor después de Malvinas, se aflojan también algunas resistencias, y algunas compañeras muy golpeadas por los años de encierro se enferman. Del cuerpo, pero también de la mente. Tienen miedo de que la nueva realidad sea mentira. El amor de todas nosotras las contiene… He allí el inicio de la cura.

      No quiero concluir sin agradecerles a todas este privilegio de aceptarme en la tarea de prologar, de preceder el ingreso de muchos a este intento dramático de conocer lo inhumano, protegidos por la fuerza y la ética de la humanidad más plena.

      Introducción

       “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos nosotros de lo que han hecho de nosotros.”

      JEAN-PAUL SARTRE

      En estas páginas contamos nuestra experiencia como presas políticas en la cárceles del país durante el período contenido entre los años 1974 y 1983.

      Poco tiempo después del golpe de Estado de 1976, y como parte del plan de “aniquilamiento de la subversión”, los militares concentraron en el penal de Villa Devoto, en Buenos Aires, Argentina, a las mujeres que nos encontrábamos detenidas en las unidades penitenciarias de todo el país. Su objetivo fue disponer de nosotras según sus necesidades políticas y convertirnos, de esa manera, en rehenes. A partir de ese momento esta cárcel pasó a ser el lugar en el que permanecimos la mayor parte del tiempo y que, por estar situada en la Capital Federal, fue utilizada por la dictadura para mostrar una imagen de legalidad frente a las presiones que ejercían, en ese entonces, los organismos internacionales de derechos humanos, razón por la que la llamamos “cárcel vidriera”.

      En ese contexto la realidad del penal encerraba una clara dicotomía: en lo formal era una cárcel con celdas prolijamente pintadas de celeste y personal que nos trataba de “señoras” y de “usted”. Pero, en realidad, se trataba de un sórdido y persistente régimen opresivo cuya máxima expresión fue la sentencia de las autoridades del Servicio Penitenciario Federal cuando nos dijeron: “De aquí saldrán muertas o locas.”

      En este lugar, bajo estas condiciones extremas, llegamos a ser casi 1200 mujeres provenientes de Capital Federal, provincias del interior del país y países limítrofes. De diversas edades –desde 14 hasta 70 años– y diferentes condiciones sociales. Con un promedio de detención de 7 años, aunque hubo quienes estuvieron sólo algunos meses. Lili, por ejemplo, permaneció 14 años detenida: desde 1974 a 1987 y fue la última presa política en salir en libertad.

      El primer grupo de presas, detenidas en los años 74 y 75, tenía la característica de ser, en un alto porcentaje, militantes de distintas organizaciones políticas. Inmediatamente después del golpe militar el destino de muchas compañeras fue los campos de concentración, la desaparición, la muerte y la cárcel. Desde entonces, convivimos estudiantes universitarias y secundarias, obreras, campesinas, empleadas, profesionales, amas de casa, artistas, docentes, maestras rurales, con diferentes niveles de compromiso y militancia. Esta composición fue el difícil inicio de la construcción de una convivencia solidaria donde la represión se instauró sin pausa, y se profundizó a partir del 76. Tuvieron que pasar varios años para que nos dieran el carácter de presos políticos “legales” a quienes nos encontrábamos detenidos en las cárceles del país. Y esto sucedió a partir de la visita realizada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA en el año 1979, que visitó las cárceles, nos entrevistó y exigió la publicación de la totalidad de los nombres de los que estábamos encarcelados.

      En estas páginas relatamos cómo se fue construyendo nuestra vida, año a año; las múltiples formas de organización y creatividad a las que debimos recurrir para sobrevivir, para enfrentar dificultades y situaciones críticas, y cómo tuvimos que apelar a nuestra capacidad individual y colectiva con el solo objetivo de salir íntegras.

      Para contar esta historia tomamos como principal testimonio las cartas que escribíamos a nuestros familiares y que fueron celosamente guardadas por ellos. Si bien eran sometidas a una estricta y explícita censura por parte de los funcionarios del penal, estas cartas permiten entrever las actitudes, los valores, las estrategias de comunicación que adoptamos para superar el aislamiento al que nos sometieron. Constituyen en sí mismas un documento que expresa cómo sentíamos y veíamos la situación en ese preciso momento, fuera de las interpretaciones políticas o afectivas que pueden hacerse a través de los años. Además contamos lo que no podíamos expresar en las cartas, la “contracara” –como le llamábamos–, la vida paralela, por fuera de los reglamentos carcelarios que entretejimos para contrarrestar el hostigamiento y la prohibición de casi todo.

      Agregamos, también, documentación: las denuncias que hacíamos en esos años y que eran enviadas a organismos internacionales defensores de derechos humanos, a la Iglesia, a distintas personalidades. Documentación que volvió a nuestras manos hace apenas algunos meses.

      También consideramos importante anexar los decretos y reglamentos dictados en ese entonces, que signaron nuestra vida cotidiana.

      Se

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