Nosotras presas políticas. Группа авторов
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De la lucha contra la corrupción, el autoritarismo, el clericalismo como factor de poder, y de los sucios negociados entre los gobiernos de turno y los grupos económicos internacionales durante la tristísima Década Infame, que eran denunciados en el Congreso por don Lisandro de la Torre.
Pero también de la línea histórica nacional y popular, de las montoneras federales del siglo XIX, de caudillos como Artigas, entre otros.
De Hipólito Yrigoyen y su propuesta nacional, aunque contradictoria, en su momento, con los intereses de la incipiente clase obrera.
Del peronismo, y de aquel fuerte símbolo del 17 de octubre: la insubordinación posterior a la Década Infame por parte de los que migraron a la capital buscando trabajo, que devinieron en trabajadores y encontraron un lugar en el mundo, los llamados “cabecitas negras”. Los que “metieron las patas en la fuente de Plaza de Mayo” como voceaban los canillitas que vendían La Prensa y La Nación.
Nos preguntábamos por qué tanto fervor a favor o en contra. Por qué algunos eran llamados “gorilas” por otros, por los que habían llorado bajo la lluvia aquel 26 de julio del 52 cuando, en medio de largas filas de gente, fueron a despedir a Evita. Evita, cuya pequeña figura pasó a la historia por haberse animado a enfrentar a los poderosos y a alzar la voz para representar, defender y conseguir legítimamente los derechos de los niños, de las mujeres, de los trabajadores; es decir, de los humildes.
Tal había sido su trascendencia y la de los principios peronistas, que notábamos su vigencia en las calles, en viejos y jóvenes, militantes de la llamada “Resistencia”, por la que seguían luchando y muriendo 18 años más tarde.
Era la continuidad de la construcción de la izquierda que ahora miraba hacia Latinoamérica, que unía las luchas obreras de los ingenios azucareros del norte del país con la acción del estudiantado de la universidad; que tomaba las ideas marxistas de Mariátegui, intelectual peruano que proponía la integración indígena y cultural para América.
Leíamos a Milcíades Peña o los clásicos: Marx, Engels, Rosa de Luxemburgo. O los textos críticos de Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, y las claras posturas de John William Cooke.
Era la continuidad de experiencias lejanas, la vietnamita de Giap y su paciencia, la china de Mao y su guerra prolongada, la bolchevique con Lenin, la lucha contra el colonialismo francés en Argelia o la del pueblo palestino y su Organización para la Liberación Palestina.
Era la continuidad de la primera revolución latinoamericana, la Cuba de Fidel, tan cercana y tan posible. Y la sentíamos nuestra.
Devoramos los textos que había escrito el Che como economista, como antiimperialista, crítico y mordaz, entregado a modificar la realidad de la dependencia del Tercer Mundo con su frase célebre pronunciada en la reunión de la OEA en Montevideo: “Al imperialismo no hay que darle ni un cachito así.”
Era el hombre nuevo, ejemplo de honestidad y entrega.
Queríamos ser como el Che.
Y así nos iniciamos en política.
¿Pero dónde?
¿En las nuevas organizaciones políticas que surgían a la luz de la revolución cubana?
¿En aquellas que intentaban sumar a la teoría clásica de izquierda las nuevas experiencias?
¿En las que se incorporaban al movimiento existente conformando el peronismo revolucionario?
Organizaciones políticas que se desgranaban y se fusionaban y daban lugar a otras nuevas.
Propuestas distintas y contradictorias entre sí, pero con un mismo fin: el cambio social.
Había pintadas en las calles. Se volanteaba en las puertas de las fábricas, en las facultades y en los barrio. ¡Hicimos tantas cosas en tan poco tiempo!
En los kioscos se podían comprar El Mundo, Noticias, Nuevo Hombre, y hasta El Combatiente, El Descamisado, Militancia, Estrella Roja durante el 73, entre otros diarios y revistas en los que se encontraban las distintas visiones de la realidad del momento.
Pero, cualquiera fuera nuestra formación, nos unía la decisión de comprometernos.
Nos guiaba la idea de ser coherentes en la práctica con las ideas revolucionarias que habíamos ido adquiriendo.
Sumarse no era una decisión fácil. No se trataba sólo de tener una afinidad política con tal o cual partido u organización, de ir a un comité o a una unidad básica. Era una opción de vida, una decisión que se consultaba, incluso, con amigos o con la familia. A veces había que enfrentarse con los padres. Otras no. Pero siempre se ponía en riesgo la vida. Siempre el miedo estaba presente.
Aun así prevalecía en nosotras la fuerte necesidad de cambiar las cosas. Pensábamos, estábamos convencidas de que las condiciones estaban dadas para que nuestra lucha lo hiciera posible.
Amábamos la vida, el bien más preciado, y en nuestro convencimiento estábamos dispuestas a arriesgarla para realizar cambios profundos en la sociedad. Y debatíamos: ¿Cómo? ¿Con qué metodología? ¿Era la “teoría del foco”? ¿Un gobierno nacional y popular? ¿Un gobierno revolucionario y socialista? ¿Era el movimiento peronista, revolucionario? ¿Había que luchar desde adentro o desde afuera del movimiento peronista? ¿Había que rescatar la experiencia maoísta? ¿Había que incorporar los principios de Trotsky? ¿Con las urnas al gobierno o con las armas al poder? ¿Debíamos seguir con los estudios universitarios o abandonarlos para incorporarnos a trabajar en las fábricas y así adquirir los criterios de la clase obrera? ¿O, siendo obreras, debíamos incorporarnos a la lucha política?
Con jeans y zapatillas, con el pelo atado y la cara lavada nos enamorábamos, paríamos, nos casábamos, o éramos la “compañera de”, la “cumpa de”. Buscábamos la independencia, dejábamos muy tempranamente nuestra casa paterna y, con las nuevas ideas, construíamos el propio hogar.
Trabajar, estudiar, criar y cuidar a nuestros hijos y a los de nuestros compañeros, militar, todo con la misma actitud, todo en una sola vida, sumadas a otros para luchar por una sociedad más justa.
¿Por qué no?
Minutos, horas y días entregados a esta forma de concebir la vida hicieron que nos fuésemos convirtiendo en
mujeres libres, comprometidas, pensantes,
mujeres militantes sindicalistas,
mujeres militantes cristianas,
mujeres militantes políticas,
mujeres militantes revolucionarias.
Pero ya no importó que perteneciéramos a las distintas variantes del peronismo o de la izquierda, que tuviéramos propuestas divergentes para un proyecto de país que cambiara el “establishment”, que nos aliáramos o nos enemistáramos, que nos enfrentáramos en alguna circunstancia y nos volviéramos a encontrar en otro momento del proceso de lucha.
Ellos venían por más.
Nos llamaron “subversivas”, “infiltradas”, “terroristas”,