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Nosotras presas políticas - Группа авторов Sociología y Política

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del mundo, EEUU. (¡Mirá vos!)

      Aquí, la lucha continuaba. Y el 29 de julio del 66 la Policía Federal desalojó la Facultad de Ciencias Exactas a los golpes, contra todos y sin distinción: alumnos, docentes, no docentes. Fue la “Noche de los bastones largos”.

      La Universidad fue intervenida por orden de Onganía y, mientras algunas fueron clausuradas, en otras los estudiantes sostuvieron huelgas que duraron meses, negándose a asistir a clases en esas condiciones. Como en Córdoba, donde un estudiante que repartía volantes fue baleado, hecho que tuvo como respuesta la toma del Hospital de Clínicas, después de lo que se desató una represión aún mayor. A raíz de esto “215 científicos y 86 investigadores de áreas sociales y humanísticas” tuvieron que emigrar.

      Y qué triste fue aquel día de octubre del 67, cuando diarios y revistas publicaron la foto del Che muerto en un catre de campaña. Apresado vivo en La Higuera, asesinado en Bolivia.

      En el 68 nos sorprendió el “Mayo Francés” cuando estudiantes e intelectuales parisinos se levantaron para protestar contra el régimen económico, cultural y educacional, y contra la política colonialista de su país.

      Y ese mismo año la CGT de los Argentinos, dirigida por el gráfico Raimundo Ongaro, declaraba en un manifiesto: “…agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros derechos, despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar, en el punto donde otros las dejaron, las viejas banderas de lucha”.

      Y la lucha estaba en las calles.

      Se sucedían manifestaciones universitarias: en Corrientes, también en Rosario, donde murieron los estudiantes Blanco y Bello.

      Y el 29 de mayo se produjo el “Cordobazo”, sublevación masiva, encolumnada detrás de dirigentes obreros como Agustín Tosco, Atilio López, Elpidio Torres. Y allí estábamos. Ardía el barrio Güemes; ardía el arco de la entrada de Córdoba; columnas de trabajadores habían cortado el acceso a la ciudad; era un campo de batalla la Vélez Sarsfield frente a la CGT, donde los manifestantes arremetían contra la policía, “armados” con tarros repletos de bolitas que, tiradas al ras del pavimento, hacían resbalar y caer a los caballos de la montada; ardía el barrio Clínicas, ahí estuvimos, parapetados en barricadas y en los techos y, con gomeras, tiramos piedras a la policía que merodeaba los alrededores con tibias incursiones y abundantes gases; hubo luchas y hubo muertos, y el contundente levantamiento significó el principio del fin de la dictadura de Onganía y el recambio militar.

      El hombre llegó a la luna.

      Y el 16 de septiembre se ordenó la ocupación militar de la ciudad de Rosario, y entonces obreros y estudiantes salieron a las calles. Fue el “Rosariazo”.

      En enero del 70 dirigentes combativos triunfaron en las elecciones internas en los sindicatos SITRAC y SITRAM en Córdoba, ganándole la pulseada a la eterna burocracia sindical.

      Y las huelgas y las manifestaciones no se detenían. El 15 de marzo del 71, de nuevo, masivamente. Levingston había nombrado a un interventor en Córdoba quien, en un rasgo de absoluta soberbia, había declarado que “cortaría la cabeza de la víbora marxista”, lo que trajo como respuesta el “Viborazo”. Para que la sangre no llegara al río el interventor tuvo que ser reemplazado por Lanusse…

      Se estrenó la película Z, de Costa Gavras. Era una época en la que convivían el Club del Clan y el cine “testimonial”, por el que optábamos: Estado de Sitio, Blow Up, I como ICARO… el realismo de Buñuel. Y, al menos una vez por semana, era posible ir al “cine club” para ver La batalla de Argelia, El chacal de Nahuel Toro, entre tantas otras, o La hora de los hornos, proyectadas por circuito “under”. Grandes expresiones artísticas de las que, sobre todo, nos atraían el contenido social y el debate en grupo al final de la función, allí mismo o en el café de al lado.

      En realidad todo se debatía, todo era objeto de discusión, porque lo que estábamos cuestionando era el sistema reinante, los valores vigentes.

      El arte “abstracto” poco importaba por su falta de “mensaje” pero, en cambio, admirábamos a Carpani, cuyas pinturas aparecían en paredes o en revistas, con sus imágenes de grandes contrastes y pocos grises, que eran un símbolo de la época.

      Y era posible quedarse absorto frente al Guernica, de Picasso, con sus imágenes despedazadas por la guerra. Alonso, Berni, Spilimbergo, o los muralistas mejicanos, cuya presencia nos recordaba que somos parte de un continente que extiende sus brazos y su historia de norte a sur.

      Veíamos en la tele las imágenes de Vietnam, el horror de los fusilamientos públicos, y a niños y adultos destrozados por las bombas de napalm.

      Y en Buenos Aires se exhibía la obra teatral Hair.

      Escuchábamos a Mercedes Sosa, a Atahualpa Yupanqui, a los Olimareños, a los Quilapayún, a Joan Baez, a Violeta Parra, a Daniel Viglieti, a Serrat, a Sui Generis, a Almendra, a Vox Dei o a Vinicius de Moraes… o a los Beatles, los “melenudos” del Submarino Amarillo, de los que éramos fanáticas. Y nos divertíamos y bailábamos en las peñas folclóricas y en los festivales de rock, acompañando las guitarreadas con unos vinitos, o unos lisos, o con la sangría bien fría de vino con limón, azúcar y hielo.

      Leíamos los poemas de Walt Whitman, Mario Benedetti, Nicolás Guillén, Miguel Hernández, Juan Gelman, Paco Urondo o Pablo Neruda. Y allí estaba la literatura de Hauser, Althuser, Cárdenas, Lumumba, Franz Fanon, para quien quisiera tomarla.

      Y si algo se podía leer “entre líneas”, eran los comics de Breccia con su Mort Cinder, Hugo Pratt y su Corto Maltés, la Mafalda de Quino, Oesterheld y su memorable Eternauta.

      Y absorbimos las experiencias de Taco Ralo y los Uturuncos, Raúl Sendic y el MLN Tupamaros, Miguel Enríquez y los miristas chilenos, Salvador Allende con su propuesta de una “vía pacífica hacia el socialismo”. Propuestas de lucha, ebullición de ideas, donde parecía que todo lo necesario para lograr una sociedad mejor, nacional y latinoamericana, estaba al alcance de la mano.

      Descubrimos que la historia que estudiábamos en la escuela era la historia “oficial”, pero que había otra que no aparecía en los libros de texto, que se aprendía en reuniones con amigos, en tomas y asambleas en la fábrica o en la facultad, en la calle, en los grupos cristianos tercermundistas o en familia. Una que algún profesor “piola” de vez en cuando se animaba a contarnos. Una que estaba en otros libros que alguien a veces nos pasaba. Entonces aprendimos a leer entre líneas.

      Y entre tomas y asambleas, entre libros y largas discusiones, trabajando en fábricas o en el barrio, vivíamos sumergidas en un clima de efervescencia, de barricadas, de movilizaciones, de organización, de la CGT de los Argentinos, de cordobazos y pintadas en las paredes con la imagen del Che dibujada rápido, con aerosol y esténcil, en negro, blanco y el rojo inconfundible de la lucha que estaba en las calles, que era palpable y en la que se percibía que “todo” era posible: sólo había que tomar la decisión.

      En las calles había propuestas en construcción, la historia continuaba, estaba viva.

      Era la continuidad de las luchas obreras que se remontaban a principios de siglo, las huelgas y piquetes que acompañaron su nacimiento y su crecimiento hasta convertirse en una clase obrera numerosa, como lo era entonces, en los años 60 y 70. Luchas que desde el principio estuvieron impregnadas de las ideas anarquistas y socialistas de aquellos que bajaron de los barcos: los primeros inmigrantes europeos, nuestros seres queridos. Los que participaron en la bárbara “semana trágica” del 19 en los talleres Vasena donde, entre otras cosas, se pedía por una jornada

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