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No nos sentíamos solas, porque nuestra familia, nuestros compañeros, amigos, y aún todos aquellos anónimos que desde su lugar sostenían nuestras ideas, eran nuestra compañía. Aun adentro sentíamos que seguíamos formando parte de esos lazos sociales que nosotras habíamos construido y que, afuera, seguían vigentes.
Tal era así que a mediados de este año nos llegó información acerca de que un sector de las fuerzas políticas estaba proponiendo al Congreso Nacional la conformación de la Asamblea Constituyente para lograr un gobierno con todos los sectores democráticos, y uno de los primeros puntos de la propuesta era la liberación de los Presos Políticos.
A pesar de la complejidad de posturas y de que veíamos un paulatino endurecimiento de la situación política que se manifestaba en las persecuciones, muertes y encarcelamientos, nosotras creíamos en la posibilidad de nuestra liberación, puesto que, así como ocurrían las detenciones, de pronto, también se daban libertades, porque estaba vigente el derecho constitucional a pedir “opción para salir del país”.
Al principio estábamos diseminadas en distintas cárceles, en todo el país, de acuerdo con el lugar en donde nos habían detenido. Estábamos en la Cárcel de Villa Gorriti de San Salvador de Jujuy; en Villa las Rosas, Salta; en la Alcaidía de Resistencia, Chaco; en la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía, conocida como el “Sótano”, en Rosario; en El Buen Pastor, y la Jefatura de Policía, también llamada “El Tránsito” en Santa Fe; en Mendoza, en Santiago del Estero, en La Rioja, Catamarca; en la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) de Córdoba; en Villa Urquiza, Tucumán; en la Cárcel de Olmos, La Plata, y en la U2 de Villa Devoto, Capital Federal.
Y allí, en cada una, todas juntas y “mezcladas”: abogadas defensoras de presos políticos o de sindicatos clasistas, anarquistas de Brasil, delegadas opositoras a la burocracia sindical, diputadas peronistas –detenidas en el momento de intervención a sus provincias–, de las Fuerzas Armadas de Liberación, del FIP, de las Ligas Agrarias, de Montoneros, Movimiento al Socialismo, del Movimiento de Izquierda Revolucionario de Chile, del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros, de Uruguay, Movimiento Revolucionario Che Guevara, de la Organización Comunista Poder Obrero, del Partido Comunista, del Partido Comunista Marxista Leninista, del Partido Comunista Revolucionario, del Partido Revolucionario de los Trabajadores –PRT/ERP–, del Partido Socialista Chileno, del Partido Socialista de los Trabajadores, del Peronismo de Base –FAP–, del Poder Obrero, Religiosas Tercermundistas, Vanguardia Comunista, y algunas otras “istas” que ya no recordamos.
En términos legales, la mayoría estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) a causa de la vigencia del estado de sitio, hecho que les permitía mantenernos detenidas sin proceso judicial alguno y trasladarnos a cualquier punto del país; a otras nos habían aplicado la ley 20.840(1), aprobada en el mes de septiembre de 1974, que penaba “actos de divulgación y propaganda” y muchas, además, estábamos acusadas de tenencia de arma de guerra o por el artículo 210bis del Código Penal.
Hasta ese momento las condiciones en cada cárcel dependían de directivas locales, de los Servicios Penitenciarios Provinciales o del Servicio Penitenciario Federal. Y, en cada una, conformamos grupos que tuvieron sus propias características, muy diferentes entre sí por las particularidades de cada institución, por las condiciones de vida, y también por las características de sus integrantes, el lugar de origen, la idiosincrasia.
En algunas cárceles los grupos eran pequeños, como en el Buen Pastor de Santa Fe, por ejemplo, donde había sólo 8 o 10 compañeras. En otras eran numerosos. En algunas convivíamos con prostitutas y menores. A veces primaba, entre nosotras, la unidad de pensamiento y criterios para enfrentar el encierro. En otras primaban las diferencias políticas, conformándose pabellones según afinidades, como “espejo” de las distintas expresiones a las que pertenecíamos. En otros casos se mantenía la propia identidad pero se establecían relaciones de vida comunitaria y una muy buena convivencia.
Esta primera “adaptación” nos marcó como un sello. A partir de las relaciones entabladas y del lugar en el que estábamos empezamos a sentir nuestra pertenencia. Con el tiempo pasamos a identificarnos como “las de Olmos”, “las de Rosario”, “las cordobesas”, “las de El Chaco”, “las viejas de Devoto”, “las de Tucumán”…
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Villa Devoto se “reinauguró” cuando Ana, Carlota y Pety ingresaron en 1974. Fueron las primeras mujeres que volvieron a transitar sus pasillos después de la liberación de los Presos Políticos del año 73.
“En febrero de 1974 nos llevaron de Coordinación Federal al Buen Pastor y al mes a la U2 de Devoto. Este traslado fue aprobado por el juez Hipólito debido a un recurso de amparo que presentamos en razón de las amenazas de la Triple A, que decía que nos matarían a nosotras y también a nuestros familiares. Una mañana, sin previo aviso, nos llevaron, al fin, a Devoto. ¡Qué loco! La meta, el sueño, era otra cárcel: la libertad parecía inalcanzable. Y tan erradas no estábamos ya que pasaron diez años hasta que logramos la libertad.
Nos metieron en el pabellón 49, que antes había sido el de los contraventores. Devoto tenía todo el aspecto de cárcel de máxima seguridad. Éramos pocas, siete u ocho. No teníamos experiencia alguna pero, basándonos en lo que sabíamos por los presos políticos de la dictadura anterior, nos pusimos a revisar todos los recovecos para intentar comunicarnos con los compañeros que estaban en la cárcel. Vaciamos de agua las letrinas, buscamos cañerías que nos conectaran… y ¡nada! Estábamos lejos de los pabellones donde los tenían a ellos.
Los primeros presos con los que pudimos comunicarnos fueron los contraventores, quienes nos llevaban la comida. Ellos fueron, con actitud solidaria, los que nos narraron hazañas de la otra época y los que nos traían noticias de los compañeros.
Creo que fue en marzo de 1974 cuando detuvieron a los primeros militantes Montoneros, entre ellos Alberto Camps, uno de los sobrevivientes de Trelew (asesinado por los militares años después mientras estaba en libertad), el Negro Maestre (hermano de un desaparecido de la dictadura de Lanusse), y sus respectivas esposas: Rosa Pargas de Camps y Luisa Galli. El mejor recuerdo para ellas.
Rosa había estado presa durante la dictadura anterior y había participado de la fuga de Rawson en el 72. Ella fue la que realmente nos trasmitió la experiencia invalorable de aquellas presas políticas. Por eso desde su llegada nos organizamos mejor. Desde luego que nosotras estudiábamos, teníamos discusiones políticas, hacíamos gimnasia, aprovechábamos al máximo la visita, que era la ventana a través de la cual mirábamos al mundo. Pero desde entonces empezamos a debatir nuestra organización interna: el economato, el trabajo manual, la fajina, la recreación, la denuncia de nuestra situación, la discusión política interna, el intercambio político entre las organizaciones y la atención de los niños. (Recuerdo que por entonces vivía con nosotras Anita –la hija de la flaca Cossa–: “Tomatito, tiíta”, decía, y una le daba un tomate, y también la otra, y la otra. Cuando su madre la pescaba ya había seducido a todas las tías y había comido montones.)
Varias de las presas habían sido detenidas cuando estaban embarazadas: Pety, Ana, Rosa. Llegado el momento del parto trasladaban a la embarazada a la Maternidad Sardá. Después de la alegría y del festejo por el nacimiento empezaban las denuncias, porque incluso en el hospital las mantenían esposadas. Recuerdo que el primer bebé fue Mariano Camps, a quien le dieron ese nombre por Mariano Pujadas, uno de los fusilados en Trelew. Después creo que nació Eduardo Veiga –el Guaro–, y después Camilo, el hijo de Ana Altera. La llegada de estas compañeras con sus respectivos esposos nos abrió las puertas hacia la comunicación interna, no sólo porque Rosa nos había enseñado el sistema de sifones como caño