Nosotras presas políticas. Группа авторов
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Tampoco podíamos escribirnos con ellos, aunque sí podíamos hacerlo con compañeras de otras cárceles. Así que las que éramos trasladadas hacia Devoto nos escribíamos con las que no lo habían sido, podíamos contarles cómo era nuestra nueva vida y seguíamos sabiendo cómo estaban. Era asombroso que nos permitieran esta comunicación intercárcel en el paulatino ajuste de la situación.
En cambio resultó ya muy difícil comunicarse con los esposos que estuvieran en libertad. Era un verdadero riesgo escribirles o que nos visitaran.
Un día hicieron movimientos internos. A los compañeros los llevaron a la planta 5 de celulares y a nosotras nos sacaron del pabellón 49 y nos distribuyeron en 8 pabellones de la planta 6, ubicándonos de a 10 o 15 por pabellón. Si bien se terminó el hacinamiento, no mejoraron las demás condiciones y seguíamos conviviendo con cucarachas, piojos, ratas, y las famosas y rebeldes chinches.
“Les decíamos ‘Devotis Amiguitus’. Se batieron con nosotras en variados duelos. Entre nuestra decisión de desterrarlas y la de ellas, de mantener su territorio, lo que hicieron con ingenio y velocidad, sin duda el final se convirtió en un claro empate. Algunos domingos decretábamos limpieza y desinfección general con el objetivo de erradicarlas; limpiábamos con esmero camas, mesas, cajones y hasta vidrios. Pero de noche ellas se vengaban. Después de un largo estudio y prolongada convivencia nos fuimos conociendo mejor. Estos bichitos, altamente organizados, sabían a quién picar, no atacaban a las que teníamos sueño pesado o carácter tranquilo. De día, con la luz, se escondían en los confortables agujeros de las camas, las paredes, y con el frío no salían. Cuando aparecían siempre iban acompañadas, una chiquita con una grande. Lo mejor era matarlas con la indiferencia o con agua hirviendo. Sin gritar ni ponernos nerviosas, simplemente las observábamos displicentemente unos segundos, nos acercábamos con lentitud, y ¡plaff! Cuando no veíamos ninguna presuponíamos que nos estaban estudiando, ya que en varias oportunidades se replegaron y luego surgieron por generación espontánea. Eran realmente de temer. Nos manteníamos en estado de alerta y nos preparábamos, hirviendo varias pavas de agua, silbando bajito, cosa de que no se dieran cuenta. Sacábamos colchones y el agua caía sobres sus cabezas, como en las Invasiones Inglesas, y a la noche… sus represalias.”
LAURA
*
Y seguían las restricciones.
A partir de este momento prohibieron la entrada de paquetes con alimentos y ropa –sólo podíamos recibir ropa interior– y restringieron la lista de materiales para trabajos manuales.
Teníamos dos formas de proveernos de lo que necesitábamos: por un lado nos llegaba el famoso “paquete” que, aunque cada vez podía contener menos cosas, despertaba nuestra ansiedad y fantasía. El paquete era muy importante para nosotras. Al abrirlo y revisar su contenido, casi podíamos sentir el contacto de nuestras manos con las de nuestros familiares. Acariciábamos las prendas una y otra vez como si nuestras manos tocaran las de mamá, papá, el amigo, el familiar, el compañero que las había acomodado. Olíamos el perfume de la ropa, que nos traía el de nuestra casa. Olor que contrastaba con ese otro, tan particular, que teníamos nosotras: a encierro, a humo de cigarrillo no ventilado, a grasa de la comida carcelaria y a jabón blanco que era, al mismo tiempo, nuestro jabón de tocador, shampoo y detergente, que usábamos para toda nuestra higiene del cuerpo, ropa, platos, jarros.
Por otro lado, la otra forma de proveernos era con dinero. Los familiares, en las visitas, nos llevaban algo de plata que nosotras administrábamos.
Podíamos comprar las cosas que necesitábamos en la proveeduría o “cantina” del penal, que tenía un moderno sistema de “delivery” que consistía en un penitenciario que retiraba nuestra lista y luego nos llevaba el pedido. Pero era muy limitada, la lista de “ofertas”, con el agregado de que ellos determinaban qué vender en cada ocasión: podía escasear el kerosene un día, otro los cigarrillos, pero lo que nunca faltaba era café, el más caro del mundo, y un lujo absurdo en esas condiciones y con una dieta tan limitada.
En realidad, los dos o tres panes que nos entregaban a diario, que eran esperados con ansiedad, junto con el agua para el mate, eran indispensables para “matar el hambre” porque, en verdad, la comida que nos traían era tremenda: guisos en mal estado, malolientes, con tripas sin lavar, arroz deshecho, recocinado: un pegote. Esa “tumba” carcelaria, que muchas veces rechazábamos, era nuestro nutritivo menú diario. Catalina, como nosotras, tenía hambre, y con gran paciencia sacaba del guiso pedazos de “vaya a saber qué”, en general tripas sucias, las lavaba con agua caliente una y otra vez, y luego las freía en grasa y se las comía, ante nuestra mirada perpleja. Nosotras, con la garganta y el estómago cerrados, admirábamos su arrojo.
El desayuno, el almuerzo y la cena eran traídos en tachos, en un carro que hacía un ruido muy particular –¡cómo olvidarlo!–, mezcla de falta de grasa con queja por la carga desmesurada que tenía que transportar. Lo empujaban los contraventores, que eran homosexuales detenidos. Ellos también hacían la limpieza del pasillo exterior del pabellón. Eran buena gente. Establecimos con ellos una relación cordial y solían ayudarnos a pasar cosas de un pabellón a otro, desde libros, ropa y noticias, en una suerte de trueque en el que nosotras agradecíamos sus favores mediante algunos regalos, entre los cuales nuestra ropa interior era su favorito.
Siempre que entraban hombres al pabellón la celadora gritaba “¡Personal masculiiinooo!”, y eso nos daba tiempo para cubrirnos, o para avisar, si alguien se estaba bañando. Pero un día Ana Inés terminó de bañarse y salió envuelta en una toalla. Se encontró, entonces, con el contraventor. Ana le reclamó a la celadora que no había dado el aviso correspondiente y “Vanessa”, como se hacía llamar él, se sintió agraviada y con movimientos amanerados dijo: “¿Masculino, yo? Si soy más mujer que vos. ¡Mirá si no!”, al tiempo que se levantaba la remera ajustada y mostraba sus tetas.
Pero la presencia de los contraventores duró poco ya que, para poder acceder al trabajo cotidiano y a la vez tener mayor desplazamiento, solicitamos a las autoridades que nos permitieran realizar a nosotras las tareas de limpieza del pasillo y el reparto de comida. Y accedieron. De este modo, en forma rotativa, salíamos al pasillo, lo que nos permitía comunicarnos, y alertarnos de cualquier novedad o movimiento que pudiera significar algún peligro.
Y un mal día nos prohibieron cocinar nuestros alimentos, y ahí nomás nos quitaron los calentadores a kerosene y los reemplazaron por eléctricos.
Nos dieron uno solo por pabellón. Eran desastrosos. Cuando funcionaban, cosa que no siempre ocurría, demoraban más de quince minutos en calentar un pequeño recipiente con agua. Nosotras éramos tantas que el calentador no lograba cubrir nuestras necesidades. Entonces hicimos unos aparatos sumamente precarios y peligrosos, a riesgo de quedar pegadas por una descarga eléctrica en cualquier momento. Contábamos con los cables que rescatábamos de los calentadores que dejaban de funcionar, o los que les “sustraíamos” a los de Mantenimiento del Servicio Penitenciario en algún descuido. Consistía en dos tiras de cable a las que se les ataba una cuchara en un extremo. Se sumergían las cucharas en una olla con agua y se las sostenía con una maderita. El otro extremo del cable iba conectado directamente a los tomacorrientes. La poca experiencia, las cuestiones del destino, el azar o la suerte hacían que a veces las cucharas se chocaran entre sí, o contra el fondo del recipiente de metal, lo que provocaba unos tremendos fogonazos que hacían volar los tapones de los pabellones. Una “fajina” llegó a extremos insólitos, de repente el fogonazo fue tan grande que la pared entera quedó negra. La estruendosa carcajada de la Gringa nos llamó la atención a todas: Queri, que estaba llevando a cabo el operativo, se había quedado sin cejas y sin pestañas, tenía la cara y las manos negras. Así las lució por varios días, ya que el tizne se había adherido con fuerza a la piel.
En este período las