Nosotras presas políticas. Группа авторов
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STELLA
Después de estas experiencias, llegar a la cárcel era el “final feliz” de la espantosa secuencia. Era entrar en la legalidad y por lo tanto significaba la posibilidad de sobrevivir. En principio, después de varios días, a veces semanas, uno podía ducharse, dormir en una cama, tomar un mate caliente, comunicarse con la familia y, por sobre todo, encontrarse con las caras amistosas de aquellas compañeras que ya estaban detenidas.
Pero llegar a la cárcel también significaba separarse de la familia, los hijos, los maridos, los padres, hermanos, compañeros de militancia o de trabajo, de amigos y de vecinos. Separarse de los afectos, del entorno social, de todo lo que era nuestra vida.
Es difícil describir la sensación que nos producía pensar que no volveríamos a ver por mucho tiempo nuestro hogar, nuestras calles, las veredas y sus árboles, la costanera, el mar, el río o la montaña.
Pasábamos a ser enjuiciadas y nos convertíamos en Presas Políticas.
“Con el ruido metálico del cerrojo a mis espaldas, culminó el viaje a ese mundo desconocido.
Miré a mi alrededor y sólo pude vislumbrar algunas imágenes que se dejaban ver tímidamente por la débil luz que se colaba desde el pasillo. Eran mujeres en poses de desquicio, gordas, provocativas, en camisas de dormir, que se asemejaban más a enaguas y que dejaban asomar sus pechos caídos, sus figuras estaban como pegadas a los respaldos de las camas… De pronto, una mano me tocó el hombro sacándome abruptamente de ese paisaje: “Aquí somos todas presas políticas, descansa en este colchón, mañana hablamos, por ahora descansa y puedes estar tranquila, mi nombre es Berta.” Pocas palabras, pero las suficientes como para volverme el alma al cuerpo. No recuerdo si dormí o dormité, era mucha la ansiedad que me embargaba. Tampoco sé si tenía muchas ganas de que llegara el día siguiente, o que la noche se alargara eternamente… Tenía un montón de pensamientos y sentimientos encontrados que revoloteaban en mi cabeza. Se prendieron las luces, escuché voces y un movimiento agitado de pasos y correteos… Esto anunciaba la llegada de un nuevo día.
Todas a los pies de las literas esperando que entrara la guardia, allí me di cuenta de que las imágenes que vi cuando me empujaron dentro del pabellón eran una mala pasada que me había jugado mi imaginación, poblada de temores y prejuicios. Me levanté, me paré a los pies de la colchoneta y paseé mis ojos por el pabellón, con un telón de fondo que era la guardia pasando lista a nombres que más tarde me serían tan familiares… Sentí las miradas de esas chicas, todas muy jóvenes, sobre mi pequeña persona.
Después de pasada la guardia, se acercaron a mi: “Cómo estás, cómo te llamás, cómo te sentís, tomate un mate… Si sentís que querés hablar, hacelo”, eran miradas sanas, amistosas, que me hicieron sentir más tranquila. Comencé a contarles que nos habían traído de Coordinación Federal, Moreno, en un camión, que después supe que se llamaban “celulares”. Era un camión cerrado con pequeñas celdas. Nos habían sacado de Coordina y llevado a muchas partes, entre ellas al hipódromo, donde recogieron a todo tipo de gente para llevarla detenida, para finalmente llegar a Villa Devoto, una cárcel “modelo”, como le llamaban.
No sé cuánto rato más seguí hablando, tengo la sensación como de un mareo, seguramente me atrapó la ansiedad. De pronto, me callé. Me di cuenta de que en esos momentos las palabras no eran necesarias, que necesitaba silencio y acercarme con la mirada a cada uno de esos rostros, a cada rincón, para escudriñar cada cosa que había en ese pabellón, el 42… y que me acompañarían por un largo tiempo… ”
Casi 360 días…
“KATY” CATALINA PALMA
Para todas nosotras, acostumbrarnos al encierro fue un proceso doloroso que exigía un gran esfuerzo. Había que habituarse a la idea de que, de un día para otro y sin saber por cuánto tiempo, nuestra vida iba a transcurrir entre cuatro paredes, con rejas como puertas y ventanas con cielo cuadriculado. Teníamos que acostumbrarnos a dormir en cuchetas marineras, a tener letrinas por baños, a perder la intimidad y a compartir el devenir diario con otras mujeres que estaban en la misma situación. En un espacio que se hacía pequeño.
Había que aceptar que todo estaba reglamentado, que no podíamos transitar libremente, que no podíamos ir al trabajo, que no podíamos apagar y prender la luz cuando quisiéramos, que no podíamos ver la hora, porque nos sacaban el reloj, que no podíamos tomar sol o aspirar el aire fresco. Había que aceptar que esos estrechos metros se convertirían en nuestra vivienda, en el único lugar en el que podríamos desplegar lo que éramos, lo que sentíamos, lo que pensábamos. No era fácil. Sin embargo, semejante tragedia no fue vivida como tal por nosotras.
Sabíamos desde tiempo atrás que nuestra forma de concebir la vida tenía ciertos riesgos y, entre ellos, uno era la cárcel, por lo que lo tomábamos como una consecuencia natural, como un lugar más, otro escenario en el que había que seguir aprovechando el tiempo para estudiar y formarnos para el día en que recuperáramos la libertad. Mientras tanto, reproducíamos adentro la experiencia que habíamos vivido afuera, las mismas relaciones, los mismos criterios.
Saber,