Nosotras presas políticas. Группа авторов

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Nosotras presas políticas - Группа авторов Sociología y Política

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cuando empecé a sentir que la Gorda Cristina me tironeaba de la camisa. Pensé que me decía que fuera más fuerte y entonces endurecí las amenazas. Más me tironeaba la Gorda, más fuerte era el discurso. Yo empecé a ver caras de espanto de varias compañeras y pensé en ponerle final. Le abrí paso a la celadora, las compañeras se corrieron, y le dije:

      —Ahora se puede retirar.

      Por supuesto que nos sancionaron y las compañeras me querían comer. Los tirones de la Gorda eran para que aflojara y no para lo que yo había interpretado.

      Me acuerdo, por otro lado, de que hubo en Devoto dos huelgas de hambre: en las dos oportunidades pedíamos libertad a los Presos Políticos y que mejoraran nuestras condiciones de vida. Una fue en 1974 y otra en 1975. La primera fue la más larga y duró unos veinticinco días. No fue masiva, pero las compañeras que no participaron fueron muy solidarias comunicando al exterior lo que iba sucediendo. Al principio también la Pety y Ana, aunque estaban embarazadas, se plegaron, pero luego debieron interrumpir para no hacerles correr riesgo a los bebés. Los compañeros en huelga eran muchos más. Yo seguí durante los veinticinco días. La moral era muy alta pero el cansancio físico era enorme. Rebajé más de 15 kg. para preocupación de mi madre, a la que aún le costaba aceptar mi situación de presa política. Finalmente sobrellevé la huelga sola pero alentada por los demás. Y ocurrió algo extraño: a pesar del control médico, me salió entre las clavículas un eczema de puntos rojos en forma de cruz. ¡Extraña mística que no concordaba con la situación! Pero así nomás sucedió. Mi persistencia en la huelga, a pesar de que era masiva en el pabellón de varones, me significó algunos calificativos por parte de las autoridades penitenciarias: rebelde, peligrosa, irrecuperable, empecinada.

      Pasado el tiempo, y a medida que iban llegando numerosas compañeras presas, conocimos la repercusión que había tenido aquella huelga en las marchas callejeras.

      La segunda huelga de hambre fue en 1975, cuando ya éramos cerca de un centenar, con unos seis bebés y algunos niños. Tengo en la memoria los bebés, los niños, las mamaderas, los pañales de tela que las tías lavábamos por cientos en la fajina. Por entonces se inundó el pabellón. Fue una noche, y no dábamos abasto para sacar el agua que fluía por las alcantarillas, hasta que entraron las celadoras con algunos penitenciarios a destaparlas. Uno de ellos encontró la razón: un osito. Ahí nomás Anita apareció gritando “Mi osito, mi osito”.

      Un abrazo, compañeras, en este tendido de puentes que es el hacer de la memoria colectiva.

      CARLOTA MARAMBIO

      A mediados del año 75 definieron la aplicación de un régimen de “máxima seguridad” para las que estábamos alojadas en la U2.

      La aplicación del decreto 2023/74 (2) para determinar la forma en que debíamos vivir fue un proyecto de reglamento del Instituto de Seguridad (U6) propuesto a la Dirección Nacional del Servicio Penitenciario Federal.

      Este decreto estaba compuesto por un conjunto de normas que limitaba aun más nuestras condiciones en la cárcel: restringía el ingreso de libros (que hasta ese momento era irrestricto) las publicaciones, las horas de recreo y las horas de visita.

      Contra esto, por la libertad a los Presos Políticos y por mejores condiciones de vida, en mayo de ese año iniciamos, igual que el año anterior, una huelga de hambre, junto con los detenidos de otras cárceles. Duró alrededor de veinte días y fue masiva en relación a la del año anterior, aunque aún persistían las diferencias entre nosotras y no todas estábamos de acuerdo.

      Todavía vivíamos en el pabellón 49, que era un espacio único y multifunción, que hacía las veces de cocina, baño, dormitorio, biblioteca y nursery. El hacinamiento nos exponía a plagas y enfermedades. Los piojos y las chinches eran las más comunes. El vinagre y el “detebencil” era la línea de cosmética capilar más solicitada en ese momento.

      El tema del hacinamiento era realmente serio y quedó demostrado cuando se produjo una epidemia de hepatitis. Estábamos en plena huelga de hambre cuando Mila, Beatriz y Carlota se sintieron mal. Era lógico, no se estaban alimentando, pero el tono amarillo de su piel denunciaba lo que los análisis clínicos posteriormente determinaron. No quedaban dudas: era hepatitis. En muy poco tiempo muchas nos contagiamos y tuvimos que ser hospitalizadas. Se extendió inclusive a los pabellones de los compañeros y varios de ellos también fueron internados.

      Mientras tanto manteníamos la huelga de hambre, algunas en el Hospital y otras en el pabellón.

      El marido de Chali, que era médico y estaba también en huelga, aconsejó a las que estábamos enfermas abandonar el ayuno y, aunque lo escuchamos, decidimos seguir adelante hasta el final.

      Pero esto no bastó. Nuestras condiciones de vida estaban lejos de mejorar…

      Retratos de los niños que estaban en el pabellón 49, hecho por Mariana en una carta que envió a Fede, quien también estuvo con su mamá Cristina. Con fecha de enero de 1976.

      En ese espacio de 20 metros por 9 convivíamos en ese momento 67 mujeres con 12 niños de pecho. Seguimos insistiendo en nuestros reclamos ante el director del penal, Prefecto Suppa, a quien le mandábamos cientos de pedidos de audiencias con el mismo fin. Pero no teníamos respuesta. Entonces, ya cansadas, decidimos una vez más expresar nuestra protesta negándonos al recuento. Esto significaba que cuando las celadoras ingresaban al pabellón a contarnos, en vez de quedarnos quietas, nos movíamos constantemente, algo que hacía imposible una labor tan simple. Mantuvimos esta protesta todo el tiempo que pudimos.

      Pero aun así nuestras condiciones de vida todavía seguían lejos de mejorar…

      Una tarde de agosto, después del recuento, inexplicablemente empezamos a sentir que un gas lacrimógeno invadía el pabellón, el olor era inconfundible y el aire enrarecido nos ahogaba, nos hacía llorar. Tomamos presurosas a los niños y los llevamos al lugar más alejado de la reja de ingreso al pabellón, los pusimos en el piso, les cubrimos las caritas con paños mojados, sobre todo los ojos y la boca, se los hacíamos chupar para evitar que respiraran ese gas, pero era imposible. Así estuvimos horas. Los chiquitos lloraban, se ahogaban y a nosotras nos desesperaba no poder darles alivio, no poder protegerlos de esa “locura”. De a poco el aire enrarecido se fue alejando y pudimos ponernos de pie y observar el desastre: agua en el piso, frazadas empapadas, algunas sentadas contra la pared dándose aire con pantallas improvisadas, tosiendo. Y las mamás intentando calmar como podían a sus niños.

      Cuando pudimos comunicarnos con los compañeros, nos contaron que personal de la sección Requisa había ingresado al primer piso de Planta 6 y, mientras proclamaban a viva voz pertenecer al “Comando Valenzuela” que se “haría cargo de la represión a los presos políticos”, arrojaron granadas de gases lacrimógenos en varios pabellones y en el pasillo común del piso, golpearon a varios compañeros, y uno de ellos recibió el impacto de una granada en el cuerpo.

      La proximidad del pabellón 49 había permitido que los gases llegaran hasta nosotras.

      Este “Comando” fue una fuerza de choque, constituida ilegalmente y conformada por personal penitenciario. Se dedicaba a castigar y maltratar a los compañeros que ingresaban de las cárceles del interior del país, como así también a los que, en cualquier circunstancia, eran llevados fuera del penal.

      Se acrecentaba en nosotras una sensación de endurecimiento, de violencia en el entorno, y hubo nuevas restricciones. Empezamos a tener menos días de visitas, ya no podríamos tener correspondencia irrestricta sino sólo con nuestros

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