Nosotras presas políticas. Группа авторов
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Yo tuve que convencer a mi tía Mary, que hoy tiene 92 años, y Ángel a su madre, que luego fue una de las Madres de Plaza de Mayo. Mi tía, como buena católica apostólica romana, me dijo: “Si a vos te hace bien, Carlotita, yo te salgo de testigo con una condición: que le enseñes a rezar y que todas las noches recen tres Avemarías.” Y después agregó: “¿No te podrías haber buscado alguno mejor? ¡Judío!, ¡psicólogo!, ¡y comunista!”
En la visita siguiente recibí a mi supuesta suegra. Ella me dijo: “Mirá, nena, yo le voy a salir de testigo a mi hijo porque me lo pidió, pero te aviso que aunque Ángel esté separado yo la tengo a mi nuera esperándolo. Ni se te ocurra hacer otras cosas que no sea el intercambio político. A eso sí lo entiendo porque soy militante, ¡pero que te quede claro!”
Al fin, testimonios y cartas mediante, lo logramos. Ese día les pedí a las demás compañeras que tenían visitas que cada una saludara a su compañero así, al quedar solo, yo me podía dar cuenta de cuál era Ángel, a quien nunca había visto en mi vida. Llegamos al lugar de visita, que era una suerte de pasillo ancho, y se pusieron a saludarse. Quedó un morocho libre, y yo me dije: “Es éste.” Me le fui al humo (siempre la visita era en presencia de personal del Servicio Penitenciario Federal) y lo abracé fervientemente:
—¡Ángel, tanto tiempo! Entonces sentí que otro me tironeaba del brazo y me decía:
—Ángel soy yo. ¡Qué vergüenza, me la pasé colorada toda la visita, y las otras compañeras se mataban de risa! Yo lo había confundido con el compañero de Luisa.
Durante todo el año en que nos estuvimos viendo, hasta su liberación, las celadoras me decían: “Ustedes son la única pareja que no hace papelones.” ¡Lógico! si hasta nos encajaban a los bebés y nos pedían que nos sentáramos en el primer banco de la capilla para que tapáramos a los demás del ojo de celadores y celadoras. Sólo dos veces escuché de boca de Ángel palabras que no fueran de intercambio político: una fue al despedirse, cuando le dieron la opción. Me regaló un anillo de hueso tallado por él que tenía grabado un puño.
Y me dijo:
—Para que me recuerdes siempre, te hice un anillo de compromiso. Me debo haber puesto roja, porque agregó:
—Revolucionario.
La otra vez fue la más bella carta de amor que recibí en mi vida, desde Perú. Allí estaba él, con muchos exiliados, entre ellos Norma Nesich de Fernández Palmeiro, que había estado detenida con nosotras y a quien asesinaron meses después, al volver al país, ya producido el golpe de Estado. Parece que todos los compañeros le preguntaban: “¿Y tu compañera? ¿Cómo está Carlota?” Él escribía la carta desde ese interrogante: “¿Por qué no me animé a pedirte que fueras mi compañera?” Y así continuaba una bella declaración. Todo el idealismo, la ingenuidad, y la fidelidad a la causa revolucionaria ante todo. (Ángel fue nuevamente detenido en 1976 y desaparecido. Fue visto por última vez en el centro clandestino de detención de Campo de Mayo.)
Casi terminaba el año 74 y un día la cartera me entregó un sobre cuyo contenido era un panfleto que empezaba diciendo: “Comunicado del Comando Nacionalista Juan Manuel de Rosas”. Era una nueva amenaza.
Por otro lado, nuestros familiares nos comentaban las repercusiones de las marchas con pancartas por nuestra libertad y por mejoras en las condiciones de vida carcelaria. No podíamos creerlo, porque en la otra dictadura éramos nosotros, desde afuera, los que pedíamos por los compañeros, ¡y ahora lo hacían ellos por nosotros!
Creo que en esa época empezamos a ser muchas más, y por lo tanto el pabellón resultaba chico. El hacinamiento era un problema. Los bebés empezaron a ser separados de sus madres y discutíamos si era mejor que nuestros hijos se criaran con su mamá presa o con sus abuelos en libertad. No nos quedaba muy claro. El sentimiento era confuso y doloroso: los niños tenían que ser libres, pero también era fundamental que no se sintieran abandonados por sus madres. La llegada de nuevas compañeras implicó reordenamientos en nuestra organización interna. Si bien cada organización mantenía su propia estructura, hubo que debatir las reivindicaciones, el economato compartido, quiénes serían responsables, quién sería la delegada frente al Penal, cómo sería el diálogo con las autoridades, el trabajo político con los familiares y con el propio enemigo. Había acuerdos, pero también profundos desacuerdos. Tal es así que cuando nos llevaban a Tribunales los jueces deducían, por si tomábamos café o mate cocido, a qué organización pertenecíamos.
Leer nos era tan necesario como el agua fresca. Estaba permitida la entrada de todos los diarios, así que, con el tiempo a nuestra disposición que en libertad no se tiene, nos manteníamos muy informadas. En el Penal había una biblioteca que estaba a cargo de un maestro que, a pesar de ser empleado del Servicio Penitenciario Federal, era muy buen tipo. Nos decía que lo iban a mandar castigado al Sur si seguía permitiendo que entraran esos libros que nos mandaban nuestros familiares. Leímos, en esa época, casi todos los clásicos de la Revolución. También entraban periódicos de las organizaciones. Un año después todo esto había dejado de existir y al maestro, tal como nos había anticipado, lo habían mandado castigado al Sur.
Las visitas, ¡las tan esperadas visitas!, también fueron sufriendo cambios a lo largo del tiempo. Al principio se hacían en un pequeño locutorio de rejas que estaba al lado del pabellón. Cuando éramos pocas, a las que éramos medio parias por ser del interior nos dejaban asistir con la excusa de: “Celadora, hice una torta para las visitas. ¿Puedo llevársela?” Y la guardia, si era piola, hacía la vista gorda y te dejaba. Uno se sentía muy feliz compartiendo ese espacio de viento fresco que te traía la familia, aunque no fuera la propia. Recuerdo que a principios del 75, un día de muchas visitas, algunas madres lloraban porque decían que vivíamos en lugares sombríos. Como muestra de que no era para tanto (aunque ahora, desde lejos, uno pueda decir que sí lo era) le pedimos a la celadora –creo se llamaba Angélica– que les permitiera a los familiares conocer el pabellón en el que vivíamos para que no estuvieran tan acongojados. Nosotras, en medio de las limitaciones, poníamos toda la estética y armonía de que es capaz la creatividad de un ser encerrado, así que teníamos “bonitas” bibliotecas o mesitas de luz hechas con cajones de manzanas, algunos colgantes en macramé y otras cosillas por el estilo que nos suponía más agradable el hábitat. La cosa fue que Angélica, en su buena fe, permitió que los familiares entraran a conocer el pabellón 49. Las viejas estaban contentas, unas, y llorando, otras. ¡Se armó un despiole de aquéllos! Los guardias terminaron sacando a empujones a nuestros familiares y con la amenaza de sancionarnos con la suspensión de la visita. Mientras pasaba esto entraron dos celadoras bastante jodidas, una de ellas con más galones. Los familiares ya estaban afuera. Cuando estábamos debatiendo qué hacer vinieron unas compañeras y me dijeron:
—Vos que sos la delegada andá a enfrentarlas.
Miré para todos lados, y pregunté:
—¿Las apretamos?
Y la respuesta unánime fue afirmativa. Ahí me mandé. Cuando la celadora a cargo salió del lugar donde estaban los bebés, yo le cerré el paso. Las compañeras nos rodearon e hicieron como dos filas