Nosotras presas políticas. Группа авторов

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Nosotras presas políticas - Группа авторов Sociología y Política

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debieron abandonar el país; otros se vieron obligados a esconderse para que no los detuvieran, y vivieron un auténtico exilio interno; otros fueron secuestrados y sumaron su nombre a la lista de los desaparecidos, y jamás supimos de ellos. Otros fueron asesinados.

      A Nosotras nos encarcelaron.

      Capítulo 1

       Años 1974-1975

       Afuera

       El presidente Juan Domingo Perón, en su tercer mandato, alcanzó a gobernar sólo por un período de nueve meses y, a su muerte, el 1 de julio de 1974, su esposa María Estela Martínez de Perón, hasta entonces vicepresidenta, quedó a cargo de la conducción del país.

       A partir de ese momento se afianzaron medidas represivas que ponían de manifiesto la supremacía en el poder de los sectores no democráticos del peronismo. Se sucedían las clausuras de diarios, las intervenciones a las provincias, a los sindicatos y a las universidades. Acercarse a las facultades y a los gremios se convirtió en un riesgo mayor, ya que la organización denominada “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) registraba nombres, domicilios, perseguía y asesinaba. Puesta en acción desde el Estado por José López Rega, ministro de Bienestar Social desde el 25 de mayo de 1973, se manifestaba primero a través de amenazas telefónicas, inscripciones en tarjetas que eran pasadas por debajo de las puertas de las casas de participantes de asambleas, de miembros de sindicatos y de partidos políticos, de médicos, de abogados defensores de presos políticos, y que luego de la primera o de la segunda advertencia, o aún sin ellas, era seguida de la concreción del asesinato. Este grupo paramilitar, compuesto de policías, militares y civiles, esparcía el terror y la muerte. En las calles aparecían los cuerpos sin vida, maniatados con alambres, con claros signos de tortura, con balazos en la nuca, en algunos casos dinamitados, de delegados sindicales, estudiantiles, familiares de militantes, abogados, todas ellas personas a las que nos unía un profundo afecto. Nos llegaban estas noticias a la cárcel y quedábamos impactadas por el enorme dolor de imaginarnos los sufrimientos a los que habían sido sometidos.

       Las dolorosas consecuencias del accionar de este grupo fueron, entre tantos más, los asesinatos de Carlos Mujica, sacerdote tercermundista, el del diputado del Parlamento Nacional, Dr. Rodolfo Ortega Peña, y el del Dr. Alfredo Curutchet –ambos abogados defensores de presos políticos–, el de Julio Troxler, exsubjefe de la Policía Bonaerense, a quien no se le perdonó que, en 1973, ordenara una formación policial para homenajear a los presos políticos liberados; el de Atilio López, exvicegobernador de la provincia de Córdoba, junto a Juan José Varas, y el del historiador Silvio Frondizi. Sumados a ellos, los asesinatos de Carlos Prats, Comandante del Ejército Chileno durante la presidencia de Salvador Allende, y su esposa, Sofía Cuthbert, y tantos, tantos otros, que constituyen una lista interminable.

       El 7 de noviembre de 1974 el gobierno decretó el estado de sitio “por tiempo indeterminado”. Y en febrero de 1975 dispuso que las Fuerzas Armadas centralizaran la lucha contra la “subversión” con el objetivo de aniquilarla. Así, el Comando de la V Brigada de Infantería con asiento en Tucumán puso a la provincia en “estado de guerra” y llevó a cabo, con cerca de cinco mil efectivos, el “Operativo Independencia”. Desde entonces las amenazas, los arrestos, las muertes, nunca se interrumpieron.

       Simultáneamente se importaba de Estados Unidos la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que afianzó las dictaduras latinoamericanas, que con ese aval, a fines de 1975, en Chile, crearon y pusieron en ejecución el llamado Plan Cóndor. Por este acuerdo los gobiernos de ese país, Argentina, Paraguay, Uruguay, Brasil y, en menor medida, Perú, pactaron la persecución a los opositores a los regímenes en el poder en esas naciones, y acordaron vigilar, secuestrar, torturar y entregar al opositor –vivo o muerto– al gobierno de su país. Así fue sofocada cualquier expresión que pudiera cuestionar los planes de cada uno de esos gobiernos, y así fueron generados cientos de secuestros de ciudadanos que eran capturados por estas fuerzas conjuntas, tanto en los distintos territorios como en las fronteras, y que en la mayoría de los casos fueron asesinados.

       Las luchas internas del partido gobernante, las múltiples manifestaciones populares lideradas por dirigentes de base que cuestionaban la política económica y la actuación de López Rega, las últimas acciones guerrilleras de mayor envergadura como el copamiento al Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa –acción de Montoneros– el 5 de octubre de 1975, y la del copamiento al Batallón de Arsenales “Domingo Viejobueno” de Monte Chingolo, llevado a cabo por el Ejército Revolucionario del Pueblo el 23 de diciembre de 1975, por ejemplo, revelaban un país convulsionado, sumergido en continuas pujas y contradicciones. Y las Fuerzas Armadas esperaban atentas que se produjera la situación adecuada que les permitiera entrar en acción: en la conferencia de Ejércitos Americanos, en Montevideo, Jorge Rafael Videla, como Comandante General del Ejército, afirmaba: “Si es preciso, en la Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país.” Y ya el 23 de diciembre de 1975 los mismos militares habían manifestado que todavía no era el momento de tomar el poder, y el levantamiento de la Fuerza Aérea, con el brigadier Jesús O. Capellini a la cabeza, había sido sofocado.

       Durante este año empezamos a vivir la ferocidad de la represión a través de las noticias de los secuestros y de las muertes de nuestros familiares, entre otros: Santiago Krazuk, marido de Nora, Sebastián Llorens y Diana Triay, hermano y cuñada de María y de Fátima, Pablo Antonio Fainberg, marido de Margarita (Nora, Fátima, María, Margarita se encontraban detenidas en distintas cárceles de país).

       Llegó el nuevo año y estas noticias se multiplicaron. El 1 de marzo de 1976, días antes del golpe de Estado, mataron a Federico Báez, a Agnes Acevedo de Báez y a Ercilia Báez (que tenía 20 años): eran los suegros y la cuñada de Isabel, en ese momento detenida en la cárcel de Olmos. Desde entonces contaríamos por centenares a nuestros familiares muertos y desaparecidos.

       La cárcel

      Perder la libertad significaba transitar el camino impuesto de detención, tortura, comisaría, juez, cárcel. Secuencia que empezaba cuando nos sacaban de nuestras casas, por lo general en horas de la madrugada, encapuchadas. Después nos trasladaban en el piso o en el baúl de algún auto policial, esposadas o atadas las manos –a veces también los pies– hacia distintas comisarías, Coordinación Federal o alguna casa destinada para los interrogatorios. Era empezar a conocer el terror y el dolor de la tortura en el cuerpo y en la mente. Sentir ese olor tan particular, mezcla de suciedad y adrenalina. Perder la libertad implicaba sufrir simulacros de fusilamiento y, en algunos casos, ser víctimas de violación. Perder la libertad significó también sentir que nuestra vida no valía nada para nuestros captores, que pendía de un hilo muy delgado y que bastaba sólo una orden, una decisión, un sin sentido para acabar con ella. Cualquier circunstancia ínfima podía cambiar nuestro destino entre la vida y la muerte.

      “Era domingo 16 de marzo de 1975, eran las 11 de la noche. Yo me encontraba de visita en una casa cuando llegó un grupo de hombres de civil. Entraron descargando sus ametralladoras sin parar. Sin saber que pasaba, salimos al patio y fue en ese momento que vi caer sin vida a un compañero que fue fusilado por la espalda. Al resto nos pusieron a empujones contra la pared, bajo una lluvia de balas que sentíamos sobre nuestras cabezas. En medio de todo esto apareció llorando mi hija de tan sólo 4 años, que hasta entonces había estado durmiendo. En mi desesperación, me di vuelta gritándoles que por favor pararan porque la podían matar, la tomé en mis brazos y me colocaron nuevamente contra la pared con ella alzada. A las otras personas las tiraron al suelo, les vendaron los ojos, les ataron las manos y comenzaron a golpearlas y a patearlas mientras les preguntaban

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