Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi El origen del mundo

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      —¿Has estado allá?

      —He hablado con los vecinos.

      —¿Y los ordenadores?

      —Confiscados.

      —¿Todos?

      —Creo que sí.

      Les echamos un vistazo a los zapatos.

      —Tendremos que dar una rueda de prensa —le dije.

      —¿Te encargas tú del texto?

      —Bien.

      Eran las diez y media.

      —Me tengo que ir —le dije.

      —¿A dónde?

      —Al médico.

      Irantzu tomó las escaleras mecánicas. Yo pasé por el detector de alarmas sin llamar la atención, el agente de seguridad no se molestó en mirarme. Subí al hospital con el sentimiento de culpa de poder coger un autobús, en deuda con Osakidetza por haberme ofrecido un trámite de repuesto para sortear la mañana. No sabía con exactitud qué tipo de pruebas iban a hacerme, tampoco me importaba, me bastaba con que me sirvieran de distracción durante unas pocas horas. Tenía la sensación de que, con un poco de pausa, los hechos se ordenarían por sí solos. En aquel momento no me preocupaba mi salud, tenía problemas mayores.

      Recibí un mensaje de Luka: «De camino a Madrid». Me lo imaginé con la ropa que le había quitado la víspera. «En el médico, de mañaneo».

      El autobús era un carraspeo, estornudo y cansancio colectivo. La multitud desprendía olor a sudor. Me sentía aparte de ellos, joven, limpia, sana.

      Vislumbraba el cercano agosto como algo remoto. Habían sido veinte días febriles que recordaba como un solo y largo día. Me quedé con mi madre en la ciudad de los que no tienen vacaciones. También ella convalecía tras romperse la clavícula en una caída tonta. Aquello era un querer y no poder cuidarnos.

      El mal cuerpo y el dolor de garganta del principio se fueron convirtiendo en una fiebre con delirios, y cuando empecé a quejarme de dolor en los pulmones ama decidió llevarme al ambulatorio. A mí me faltaban fuerzas para negarme. Ella sin permiso de conducir, yo sin poder levantarme de la cama, al final tuvo que llamar a una ambulancia. «¿A quién tenemos que atender?», preguntó el enfermero mientras mi madre, de mala manera, me ayudaba con una sola mano a ponerme la ropa por encima del pijama.

      Hicimos tres viajes al ambulatorio y, tras algunas pruebas, nos mandaron a casa las tres veces, la tullida madre y la desfallecida hija, la extraña pareja. Tuvo que aparecer mi padre —tarde pero deprisa— y llevarme a Cruces para que, tras amenazar a un médico y sin coger cita previa, este, en nombre de la paz, me hiciera abrir la boca de una vez y dijera que tenía cándidas. En quince días, los hongos se habían expandido desde la garganta hasta el esófago: era la infección la que me producía aquello que yo creía un dolor de pulmones. Querían hacerme más pruebas para comprobar cómo me había surgido una infección de tal calibre.

      El autobús se estaba llenando de gente.

      Teníamos que preparar la rueda de prensa para denunciar la detención y el cierre provisional de Libre. Escribiría un primer borrador del texto al salir de la consulta.

      Presenté el papel médico en el mostrador de la entrada y me enviaron a la unidad de enfermedades infecciosas. Una enfermera me explicó que tenía que sacarme sangre.

      —¿Te mareas?

      —Solo en el coche.

      —Tienes buenas venas. Ven a por los resultados dentro de dos horas.

      Al salir del hospital, intenté encontrar un bar sin olor a enfermo. Localicé uno de estilo irlandés allí cerca. Estaba acostumbrada a componer textos, las palabras me brotaban casi sin esfuerzo, más desde las manos que desde la cabeza, automáticamente. Encendí un cigarro. Los restos del sol de verano me calentaron la espalda por encima de la chupa de cuero, una sensación de bienestar que se expandía se apoderó de mí; la impresión de tener el viento a favor. Respiré hondo queriendo ahuyentar el remordimiento que me producía aquel momento de placer. Había terminado la espera del inminente arresto, se acabó aquella angustia encubierta; por lo que parecía, pronto soltarían a Karra: no tenían nada en su contra. Dos o tres días y todo habría pasado. «Estoy con la hoja de reclamación», le mandé a Irantzu.

      Un chico que venía calle abajo me sonrió tímidamente, al parecer, cautivado por la imagen de la chica que escribe en su cuaderno. Un romántico, pensé, y le devolví la sonrisa. Estaba contenta. Al fin y al cabo, era el martes por la mañana posterior a una noche de sexo.

      Me acerqué al hospital a la hora acordada. No había nadie más en la sala de espera. Un hombre barbudo que al parecer era el médico me indicó con un gesto que entrara. Empezó a rebuscar entre los papeles dándome la espalda. Puso los resultados de las analíticas sobre la mesa.

      —Nagore Vargas.

      —Sí.

      —¿Edad?

      —Veintiocho.

      Me miró como si estuviera buscando algo en mí.

      —¿Qué?

      —Has dado positivo.

      Me quedé a la espera.

      —¿No te han explicado nada?

      No sabía de qué me estaba hablando.

      —Te hemos hecho la prueba del VIH.

      —¿Qué?

      —Te hemos hecho la prueba del VIH y has dado positivo.

      —Me estás vacilando.

      —Nunca bromeo con estos temas.

      Es la última frase que recuerdo de manera ordenada. En vez de deshacerme, me ocurrió lo contrario, me concentré, me recogí en un punto concreto de mí misma y una especie de transformación se apoderó de mi entendimiento: comencé a registrar todos los detalles con sumo cuidado. Su barba había comenzado a blanquear a los lados, en la parte de la mandíbula, y entre los pelos negros y blancos se le intercalaban algunos rojizos. Llevaba unas pequeñas gafas doradas sobre su arqueada nariz. Tenía ojos de ciervo, cejas de gaviota. Arrugas todavía discretas en el borde de los ojos. Bajo la barbilla, una papada en disonancia con la cara alargada. La respiración levantaba levemente su bata almidonada. Estaba delante de un médico, no de un juez. Reconocí el olor de su colonia: Bleu, Chanel.

      —Hoy en día… las cosas han cambiado mucho; no te preocupes, estarás bien.

      Perdí la concentración. Perdí la cara y el olor del médico. Los colores y las formas que me rodeaban ya no formaban una realidad. Sida, escuché. Mi tía. Adiós, lucerito mío. Paredes empapeladas, una sucesión de flores ocres, el sintasol. Olor a sopa. Amama* Rosa. La lluvia de la infancia rompiéndose sobre el asfalto. El río amplio, espeso, sucio. El tren de cercanías. Aita*. Ama. Ángel. Los colores y las líneas formaron de nuevo la cara del médico.

      —¿Pero

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