Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi El origen del mundo

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en alto y clac, clac, clac, zapateando fuerte el suelo.

      La amama y la tía nunca hablaron sobre la muerte. Cuando empezó a agonizar, la ingresaron en el Hospital de Arantzazu. Los sanitarios le organizaron una pequeña fiesta para celebrar su cumpleaños: era el 5 de mayo de 1987, cumplía veinte años. Le llevamos regalos y tartas, le sacamos una sonrisa. La tía Karmen no tenía fuerzas ni para apagar las velas. Me asusté. Fue la última vez que la vi. Debí de estar distante, pese a que ella hizo lo imposible por sentirme cerca.

      —Vámonos a casa —le pedí a mi madre.

      Karmen murió cuatro días después, un lunes por la tarde, con el aitita y la amama cogiéndola cada uno de una mano.

      —Jenisjoplin, despierta.

      Llevaba horas en la cama, días quizás. Mi padre levantó la persiana y abrió la ventana. La habitación olía a cerrado. Afuera estaba oscuro.

      —Pronto amanecerá. ¡Arriba!

      —Pero… ¿cómo has venido?

      —Hemos llegado de A Coruña a Bilbo en cinco horas. Me han pillado por lo menos tres radares.

      —¿Te has traído a Josune?

      —Duerme en el coche. Los viajes largos la dejan molida.

      —¿Qué le has dicho?

      —¿Qué le iba a decir? Era la primera vez que estábamos juntos en un hotel a pensión completa. Hemos tenido que coger las maletas y marcharnos cuando estábamos a punto de entrar al bufé libre.

      —Joder, aita.

      —Es mi pareja.

      —Apenas la conozco. No sabe quién soy.

      —Sabes que me gusta la verdad.

      —Eres un sincericida.

      —Lo que tú quieras, vete a la ducha.

      Era la primera vez que veía mi cuerpo desnudo desde que me diagnosticaron. Mujer alunarada, mujer afortunada, solía decirme la amama de pequeña.

      Salí al salón envuelta en el albornoz y con el pelo mojado. Mi padre estaba sentado en el sillón, con el Ducados humeando. Hizo gesto de peinarse el pelo hacia atrás.

      —Tienes el bicho.

      —Eso dicen.

      —Así que todavía vive ese cabrón.

      —¿Dónde está ama?

      —En la cocina.

      —¿Cómo está?

      —Hecha polvo, la vamos a matar a disgustos. Ayer, cuando entraste en la tienda de vuelta del hospital, se le cayó el mundo. Lo sabía todo antes de que se lo dijeras. Me jugaría el cuello a que sospechaba algo.

      Hizo un dibujo en el aire con el humo del cigarro, no tenía forma de nada, solo de ausencia.

      —¿Te acuerdas de la foto de comunión de la tía?

      La recordaba, estaba en el hall de la casa de la amama. «¡Sí que te queda bien el hábito!», me decían los amigos que venían de visita, aunque bien sabían que yo no había hecho la comunión.

      —Es la forma de mirar.

      —¿Qué?

      —La forma de mirar a cámara es lo que os hace tan iguales. Esa risa medio tímida, medio desafiante, y la mirada también partida: como si guardarais las preguntas en un ojo y las respuestas en el otro. Janis Joplin y Amy Winehouse.

      Hizo dos círculos de humo, uno más pequeño que el otro, que se desdibujaron con la tercera bocanada.

      —No te vas a morir. No te puedes morir.

      —Lo sé.

      —La medicación ha avanzado.

      —Sigue siendo la misma mierda. ¿Cómo están tus amigos que toman antirretrovirales?

      —Mejor que los que no pudieron tomarlos.

      Me miró fijamente.

      —Eras la niña de tu tía.

      —Voy a hacer café, aita.

      Fui a la cocina y puse en marcha la italiana. En la radio, consejos para la huerta; la apagué.

      —¿Sabes lo que decía? «A esta niña y a mí nos corre el mismo río por dentro».

      Apoyé la espalda contra la puerta de la cocina. Aita seguía tumbado en el sillón, no le veía más que las botas y el humo del cigarro.

      —La lombriz —le dije; así es como llamábamos al río marrón que divisábamos desde la ventana de casa de la amama.

      —Siempre a punto de desbordarse. Siempre a un tris de estar limpio. Y siempre sucio.

      —Aita…

      —Es la verdad.

      —Aita.

      —Somos el lumpen vasco.

      —¿Y qué más?

      Me parecía que estaba contento, o que dentro del dolor brillaba en él una oscura satisfacción. Lo adivinaba en su modo de fumar.

      —A veces las cosas encajan, qué quieres que te diga: prefiero lo difícil con sentido a lo fácil sin fundamento. Tú siempre has sido coherente.

      —¿Me estás diciendo que que yo tenga sida te parece coherente?

      —No saques las cosas de quicio.

      —¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

      —Esto no entraba en mis planes. No mereces algo así…

      —¿Entonces?

      —Me tenía que haber dado cuenta.

      La italiana estaba hirviendo. No veía la cara de mi padre, pero me la podía imaginar: mirando la mano que sostenía el piti como delante de un espejo.

      —Esta ha sido tu lucha. Ahora puedes vengar a tu tía desde tu propia piel. Quizás sea una oportunidad para ti. Y para nosotros también. Nos estábamos aburguesando, ¿sabes? Vacaciones, hipoteca, la perfumería… Esto nos devolverá a nuestro sitio. Lucharemos desde el barro. Y ganaremos.

      —Solo falta que me des las gracias.

      Una bocanada de humo salió desde lo alto del respaldo gris del sillón: una vieja ballena.

      —Parece que estás orgulloso de mí.

      Se sentó dándome la espalda. Encendió otro Ducados.

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