Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi El origen del mundo

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industrial, el color gris, el hedor a aceite y a cerrado, el ruido de las fábricas, las sirenas, el agobiante paisaje que formaban las hileras de casas amontonadas unas sobre otras… fueron un soplo de aire fresco para aquella mujer joven que huía del ambiente rural.

      Conoció a mi padre en el Zirimiri. Un joven al que llamaban «el sindicalista». Trabajaba de tornero en el taller más grande del valle y era una de las personalidades del consejo obrero. Supongo que él hablaría con pasión sobre huelgas generales, encierros, reuniones y asambleas mientras apresuraba chiquitos y fumaba cigarros, y que mi madre quedaría cautivada por aquel chico moreno y melenudo al que se le llenaba la boca con palabras como proletariado y clase trabajadora, lo miraría con una mueca sumisa endulzada por la idealización, mientras él parloteaba en plural y con el tono martilleante de la revolución.

      Hacían buena pareja: ambos altos y morenos, irrisoriamente jóvenes, sin heridas a simple vista, guapos. Ama, seria y flaca; aita, risueño y despreocupado. Cuando se casaron en 1980, no tenían ni un duro en el bolsillo, porque un mes antes de la celebración mi tía Karmen les había mangado las cincuenta mil pesetas que habían ahorrado para la boda, y porque acababan de despedir a mi padre del taller por armarla gorda en unas protestas. En la foto nupcial salen todos sonrientes: aita y ama, en el centro; la amama Rosa y el aitita Manuel, a la vera de mi madre; Karmen, del brazo de su hermano. Sin pasta, se mudaron a casa de los abuelos, al número 21 del barrio Lasalde.

      Karmen comenzó el proceso de desintoxicación al poco de que mi madre se quedara embarazada. La habían detenido por un delito contra la propiedad. Le impusieron una pena de tres meses de cárcel por robar en una joyería del pueblo. La policía la pilló en la misma tienda, cuando volvió a recoger la chupa que había olvidado dentro. La encerraron en Martutene. Cuando la amama fue a visitarla, la encontró fuera de sí, tan flaca, temblorosa y asustada como un perro callejero. Dentro consumía más heroína, de peor calidad y más cara.

      —Estoy muy cansada, ama —le dijo.

      Le suplicó que la llevara a cualquier lado. Pero mis abuelos no tenían dinero para pagar el centro de desintoxicación; costaba ochenta mil pesetas al mes, y ya arrastraban deudas. Los hermanos de mi amama tuvieron que vender unas áridas tierras que poseían en Granada para poder pagar el tratamiento de El Patriarca.

      La llevaron al Cortijo de Santa Helena en Valencia. Allá redactó las primeras cartas para la amama. Decía que le dolía el cuerpo de pies a cabeza, que vomitaba a menudo.

      Somos ochenta y seis. No hacemos nada más: comer y trabajar. Nos sacan de la cama a las seis de la mañana y pronto nos ponen en marcha: aramos la tierra, transportamos carretillas, descargamos ladrillos para unas duchas que estamos construyendo. La casa está bastante dejada y necesita muchos arreglos. A los que no pueden trabajar porque están con el mono los llevan a hacer la «maratón»: les ponen mochilas llenas de piedras y les hacen andar hasta que caen al suelo hechos polvo. Los responsables son gente como nosotros, yonquis que ya han dejado la droga. Manejan el dinero, nos quitan el tabaco, nos dan solo cinco cigarros al día. No me gusta esto, ama.

      Yo nací mientras la tía Karmen estaba en el Cortijo de Santa Helena, el 15 de marzo de 1982. Preguntaba por mí en las cartas. Le pedía a la amama que le mandara fotos mías. Se preocupaba por mi peso, solía querer saber si había cogido un resfriado o si era de buen apetito, si me había salido algún diente. Pasó año y medio en la comunidad del Cortijo de Santa Helena y, además de fortalecer su salud, consiguió dejar la heroína.

      Volvió en agosto de 1984, recuperada, al menos en apariencia. Lucía hermosa, resplandeciente, guapa y sonriente. Yo tenía dos años.

      Nada más entrar a casa me cogió en brazos. Había tenido un apego especial hacia mí desde el principio y, como mis padres tenían que trabajar en el bar, se ofreció para cuidarme. Se encargaba de alimentarme, dormirme y limpiarme. Me sacaba a pasear. Los conocidos la paraban para darle la bienvenida, le hacían comentarios bonitos sobre mí. Le decían que nos parecíamos mucho.

      La amama decía que hacía una vida normal, serena, sin otro objetivo que vivir. No solía querer alejarse, no solía querer hacer nada especial. Nada más que seguir despierta. Comer, pasear, descansar… Había renacido su amor por las personas y la naturaleza, sin más exigencias ni desprecios: intentar percatarse del momento en el que el verano se convierte en otoño, dejar que la lluvia le mojara la piel, sentir la calidez del resto de cuerpos, escuchar de cerca los pasos de sus padres, apretar la cara contra los tiernos mofletes de una niña, respirar… No le pedía nada extraordinario a la vida.

      Las fotos que nos sacaron juntas en aquella época quedaron inmortalizadas en casa de la amama. Había una de la nevada de 1985: la tía haciendo el ángel sobre la nieve que embellecía el barrio. En una foto veraniega, salíamos las dos sacándole la lengua a la cámara al lado de las vías del tren, yo con tres años, ella con diecinueve.

      Al poco de hacernos esas fotos empezó a perder peso. Sus mejillas palidecieron y se vaciaron. Se le profundizaron las ojeras. El invierno siguiente le fallaron las piernas. De repente vomitó el primer bocado de la comida… Le pasó lo mismo en la cena.

      —No puedo tragar —le dijo a la amama.

      Fueron al médico de familia y le recetó vitaminas. Al ver que empeoraba, la dirigieron a la Residencia de Donostia. Allá los médicos no titubearon: tenía sida.

      Le dijeron que moriría y, al parecer, no lloró. Una joven de dieciocho años de la comarca acababa de morir de sida. El bicho ya se había llevado a tres chicos del pueblo. Le rogó a la amama que la perdonara.

      Durante la enfermedad, siguió encargándose de mí en la medida que pudo. El tratamiento de retrovirales la dejaba exhausta, tanto que en casa dudaban de qué era lo que se la llevaría antes, si el sida o la propia medicación. Después de tomar las medicinas, a duras penas conseguía andar. La tenían que llevar al baño en brazos.

      A mi madre le molestaba que yo pasara demasiado tiempo con Karmen. Le asustaba que mostrara tanto apego por la tía. En el pueblo había mucha confusión sobre los medios de transmisión del sida, corrían rumores: que era peligroso bañarse en la misma piscina con los enfermos, beber del mismo vaso, calzarse las mismas zapatillas… Mi madre criticaba el comadreo de la calle; decía que la gente hablaba por hablar, pero no sabía cuál era la distancia prudente en el caso de su hija. Que Karmen me acariciara, me besara, que respiráramos el mismo aire día tras día en aquel cuarto cerrado… le parecía arriesgarse demasiado. Se peleó varias veces con mi padre a causa de ello. También tuvo alguna que otra discusión con la amama. Ella sabía que otras madres que estaban en su misma situación habían tomado medidas de prevención más rigurosas, tales como apartar los cubiertos y la vajilla del enfermo o lavar su ropa aparte y con lejía; bien sabía que se acercaban a ellos lo menos posible, pero se negaba a tratar a su hija como a una apestada.

      El aitita Manuel se cambió a la pequeña cama del cuarto de Karmen para que mi tía durmiera con la amama. A principios del año 1987, madre e hija compartieron cama durante cuatro meses. La tía solía tener muchísimo frío, aunque la amama la cubriera con mantas y con el calentador eléctrico. Karmen quería estar solo con ella y conmigo. La calmaba sentir cerca la voz del aitita, pero no se atrevía a llamarle. Tampoco Manuel osaba acercarse a su hija. Karmen nos suplicaba que nos metiéramos en la cama con ella, necesitaba que la tocáramos constantemente. Recuerdo que me pedía que la rodeara con los brazos.

      En los últimos meses pasé mucho tiempo junto a ella. Ponía música e imitaba las sevillanas, la hacía reír. Dice la amama que fui yo quien reconcilié a la tía y al aitita. Una tarde, llamé al aitita desde la cama de Karmen. Le pedí que cantara una de sus canciones para que yo pudiera bailar. Hice que entrara en el cuarto tirándole de la camisa. Arrastré una silla desde la cocina

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