Jenisjoplin. Uxue Alberdi

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Jenisjoplin - Uxue Alberdi El origen del mundo

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estoy bien.

      —Tienes sida. La infección de cándidas fue consecuencia de eso.

      Había dibujos de niños enganchados en la pared.

      —¡No puede ser!

      Esperó a que me tranquilizara un poco. Me hundí en la silla.

      —No te vas a morir.

      —Todos morimos.

      —Hemos conseguido que se convierta en una enfermedad crónica. Eso sí: con todas las complicaciones que acarrea una enfermedad crónica de transmisión sexual. Os cuesta encajar que sois contagiosos.

      Recogí el bolso y me levanté para irme.

      —Permíteme un consejo: llévalo con discreción.

      Me tendió la mano.

      —Vuelve mañana a las once. Te haré otras pruebas.

      Mi tía Karmen Vargas murió de sida en mayo de 1987. Tenía veinte años. Siete años antes, una mañana de 1980, Rosa Moreno, mi amama, encontró una jeringa en el paragüero. Estaba haciendo limpieza cuando vio aquel objeto entre las varillas del paraguas a cuadros. Lo tomó entre las manos y lo miró, sin poder entender cómo había llegado una jeringa al paragüero. La dejó encima de la mesa de la cocina, al lado del frutero, hasta que mi padre, Rafa Vargas, llegó del trabajo. Fue la primera vez que escuchó de boca de su hijo aquella palabra: heroína.

      Karmen había empezado a pincharse detrás de la portería rojiblanca, en el campo de fútbol de cemento de la escuela, en un recreo tonto, cuando la amama todavía le cosía muñecas de trapo, con once años.

      La niña que jugaba a las muñecas pasó a comunicarse a gritos y portazos. Les hablaba a sus padres como si tuviera la rabia, la amama temía que algún día le fuera a morder.

      Aitita* y amama no sospechaban lo que se les venía encima. No tenían ni idea de qué eran los yonquis. Cuando mi padre le explicó la función de la jeringa, amama se sulfuró: «Ya voy yo a traerla por buen camino». Pero para su ignorante pesar, Karmen, con el hombro apoyado en el hombro de algún amigo, tumbada en algún callejón, viajaba a través de mundos perdidos.

      En el año 1980 Karmen llevaba dos años enganchada a la droga. Fue mi padre quien presagió los primeros malos augurios: veía a su hermana por la calle con chavales mayores con los que no tenía casi nada en común, excepto el ansia por el próximo chute. Sin embargo, decidió ocultárselo a sus padres. El caballo todavía cabalgaba sin toque derrotista, antes de correr por las venas de los perdedores, los marginados, los que iban a morir. Por aquel entonces, se le llamaba la dama blanca y tenía voz de Lou Reed, Janis Joplin y Jimmy Hendrix, evocaba nuevas formas de quererse y relacionarse sexualmente, aires de paz, reivindicaciones contra el sistema y la burguesía. Parques de los Estados Unidos de América, largas cabelleras, flores, música; el movimiento contracultural de Londres.

      La amama tuvo la inquietante sensación de haberse olvidado durante una temporada de mirar a Karmen y de encontrársela, al observarla de nuevo, convertida en otra, en una fiera imposible de amansar. La mirada de su pequeña se oscureció y se alejó de todo lo perceptible.

      Robó primero en casa: un reloj, unos pendientes, una jarra… No poseían muchas cosas de valor, les faltaba más que les sobraba. Karmen los vendía para comprar caballo. Engañaba fácilmente a su madre, le juraba que no lo volvería a hacer, se ponía de rodillas. Se disculpaba hasta la próxima vez. Con el paso del tiempo, dejó de mentir y pasó a hacer crudas confesiones. La amama hubiese preferido las mentiras.

      Despertarse dentro del mundo de la heroína fue un duro golpe para ella. Su hija le decía que necesitaba la droga de la misma manera que una máquina necesita combustible para funcionar. Que no podía levantarse de la cama a no ser por el chute. Acabó desayunando, comiendo, cenando y acostándose con la jeringa.

      Cuando se le acabaron los castigos, los encierros, las amenazas, las declaraciones de amor y las súplicas, la amama empezó a darle dinero para comprarse la droga. Sabía que si se lo negaba ella empezaría a robar fuera de casa, en la farmacia de Maritxu, en el estanco de Jose, en cualquier bolso que tuviera a mano. Tendría problemas con la policía y los camellos la zurrarían por no pagar a tiempo. Se dio por vencida, sobre todo, porque no era capaz de soportar el dolor de Karmen. Un vacío desgarrador que nada más que la heroína podía llenar.

      Los esfuerzos de la amama fueron en vano. La policía vino más de una vez en busca de Karmen mientras ella gemía de abstinencia en la cama. La acusaban de robos, de daños contra la propiedad. Con tan solo quince años, la amama veía una niña en pleno sufrimiento; la policía, un desperdicio de yonqui. Prometía a los agentes que llevaría a su hija a comisaría al día siguiente, que se la entregaría a las nueve de la mañana en punto, pero que, por favor, no se la llevaran así.

      Encerraron a Karmen en un reformatorio de Madrid durante tres meses y, al convertirse en mayor de edad, la metieron dos veces a la cárcel, aunque se le agotaron las fuerzas hasta para robar. A duras penas se levantaba para ir en busca de su dosis. Pasaba cada vez más tiempo en casa, en cama, bajo la manta. Le suplicaba a su madre que la cogiera en su regazo. Y ella la tomaba sobre su falda, le cantaba, le acariciaba los pies.

      —Era tan joven cuando se enganchó a la heroína que siendo yonqui creció más de diez centímetros… —solía decir la amama.

      La amama Rosa llegó a ayudar a la tía Karmen a inyectarse heroína. Al tener que chutarse todos los días, cada vez se le hacía más difícil encontrar las venas; tenía bloqueadas todas las partes del cuerpo que había utilizado para pincharse, el pulso le temblaba. Su hija le explicó cómo preparar la dosis, cómo absorberla con la jeringa para que no entrara aire, cómo limpiar la aguja, cómo meterla en la vena. La amama la atendía con alma de enfermera.

      En casa se derrumbaron. El aitita le pedía a la amama que echara de casa a Karmen, Rosa lo amenazaba con irse junto con ella.

      La amama bajó las persianas y en tres meses ni le abrió la puerta ni le cogió el teléfono a nadie. El único pensamiento que tranquilizaba su mente era acabar con ese infierno junto a su hija. Si pasaban más de doce horas desde que tomaba la última dosis, Karmen empezaba a sudar y a vomitar, las pupilas se le dilataban hasta que el iris se le volvía completamente negro, tenía violentos escalofríos, convulsiones, calambres en brazos y piernas, taquicardias. Mientras todos los demás dormían, algunas noches, la amama encendía el butano y se metía en la cama con ella, que temblaba y gemía de frío. Abrazaba con fuerza a la tía Karmen, pero el cuerpo de la madre no servía ya para calmar a su hija. La carne de la hija dañaba la de la madre. Demasiado tarde. A Karmen el cuerpo le pedía heroína; para entonces era imposible que la ternura traspasara la piel de aquella niña. A los pocos minutos, arrepentida, se levantaba de la cama, iba a la cocina, respiraba la última bocanada del aire envenenado, cerraba el butano y los ojos, y abría la puerta del balcón.

      Mi madre, Arantzazu Alkorta, llegó al pueblo en 1979. Originaria de algún perdido rincón de Goierri, vino al mundo en una familia pobre en un caserío llamado Bernarats. La más joven de once hermanos, fue concebida por descuido y demasiado tarde. Cuando nació, sus progenitores ya eran muy mayores. El padre no se levantaba de la cama desde que las piernas le habían dicho basta y la madre tenía más que suficiente con gobernar el caserío. Eran los hermanos mayores quienes se hacían cargo de la pequeña. La obligaban a trabajar duro; sus piernas aún guardan las caricias de la vara de avellano. Aprendió a ser resignada y obediente, a no expresar sus sentimientos.

      El

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