Viraje hacia la vida. Enrique Leff

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Viraje hacia la vida - Enrique Leff

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modos de ser-en-el-mundo.

      Recordemos el momento de la acumulación originaria del capital donde en Inglaterra y en otros lugares de Europa impusieron los enclosures, cercando las tierras comunales de los campesinos para instaurar lo que fuera el origen de la propiedad privada que llevó a capitalizar la tierra como sustento de la vida, como el sustrato de la producción de alimentos para la subsistencia humana. Y pensemos al mismo tiempo cómo se fue constituyendo la ciencia económica a través de un paradigma mecanicista, a partir del pensamiento científico derivado del cartesianismo que desde la mathesis universalis y el principiun reddendae rationis sufficientis codificó la episteme de la modernidad; pensemos ese modo de comprensión del mundo que desde las ciencias físicas se transfirió al conocimiento de la vida y colonizó a las ciencias sociales.

      Dentro de este esquema de comprensión del mundo, el propio desarrollo de las ciencias –en su búsqueda de objetividad de la realidad, de su objeto de conocimiento y del orden ontológico que busca aprehender y verificar–, fue generando las revoluciones científicas que fundaron las ciencias de la vida, las ciencias sociales, de la cultura y del inconsciente, con principios cognitivos y métodos más abiertos y reflexivos sobre la objetivación de la realidad, como el constructivismo y la hermenéutica. En otras palabras, efectivamente, se han generado nuevos modos de comprensión del mundo donde el conocimiento ha intentado encontrar las lógicas de sus objetos de conocimiento para poder pensar con mayor certeza la naturaleza de los procesos que buscan comprender y llevar a la objetividad, a la verdad. Pero allí ha predominado una voluntad de apropiación del mundo y la naturaleza.

      En esa configuración del mundo moderno se produjo “La gran transformación” como la calificó Karl Polanyi, cuando se conjugaron todos esos procesos cognitivos, que impulsados por la generalización de los intercambios comerciales fue generando, a través de la ratio, la reducción ontológica de las cosas del mundo a su valor económico. En esta intervención del mundo por el proceso de racionalización de la modernidad, se fueron erradicando a los pueblos originarios de las tierras conquistadas y luego colonizadas para instaurar y afianzar en el mundo la racionalidad de la modernidad: “el logocentrismo de la ciencia” y la “lógica del capital”. Es esta racionalidad de la modernidad la que hoy gobierna al mundo por encima de la voluntad de cualquier tomador de decisiones.

      En ese régimen ontológico que gobierna al mundo surgen oportunidades políticas y económicas que puede aprovechar un político como Trump o una empresa como Monsanto. Pero no son Trump ni Monsanto quienes por voluntad personal han instaurado este modo de ser y de producción en el mundo. Este modo de ser del mundo moderno fue calificado por Heidegger, no como el sistema capitalista que desentrañó Marx, sino como una Gestell; es decir, la estructura ontológica del mundo objetivado, dispuesto para ser apropiado por la medida, el cálculo y la planificación de las cosas; el mundo de la representación del concepto, el mundo moderno construido en la “época de la imagen del mundo”.

      Mas la comprensión del mundo que se configura en esa imagen distorsionada del mundo no es aquella que emana de las condiciones de la vida, sino de un régimen ontológico de dominio sobre la vida; es una racionalidad, un imaginario colectivo que se ha impuesto sobre la humanidad, que se ha convertido en el modo hegemónico de comprensión del mundo que parece ser inamovible, en el que la condición última de la humanidad ha quedado atrapada en la reflexión de la modernidad sobre su propia imagen y sus ejes de racionalidad. La imagen del mundo es la racionalidad de la modernidad que está configurada por diferentes ejes de racionalidad:

      1. La racionalidad económica constituida de modo mecanicista, por la que le es imposible reconocer la complejidad ecológica emergente de los ecosistemas y de la vida, traduciendo la Physis –la comprensión primera de la naturaleza qua naturaleza, como la potencia emergencial de la totalidad de los entes, de la biodiversidad, de todo lo existente– en recursos naturales. La racionalidad económica reduce la naturaleza a las materias primas, en recursos discretos, segmentando y objetivando los procesos de la naturaleza para ser apropiados por el Capital, el cual es una estructura, un modo de producción como decía Marx, que indefectiblemente necesita alimentarse de naturaleza, y al hacerlo, no solamente la fragmenta, sino que la convierte en materias primas y en recursos naturales para transformarla en mercancías, en satisfactores o bienes de consumo.

      Pero más allá de la crítica al consumismo –de adjudicarle al deseo insaciable de los seres humanos de consumir la causa fundamental de la crisis ambiental–, el hecho clave es que en todo proceso de producción que transforma la naturaleza en mercancías, se genera una degradación de la materia y la energía. La forma más degradada de transformación de la energía útil es el calor; de manera que el cambio climático efectivamente es consecuencia de la manera como el capital interviene el metabolismo de la biosfera para apropiarse de la naturaleza, degradando la compleja trama de la vida.

      El proceso económico, configurado y estructurado desde la lógica del capital, desencadena un proceso irrefrenable de crecimiento que no consigue equilibrarse y adaptarse a las condiciones de regeneración de la biosfera; es un proceso que más allá de evolucionar y reproducirse de manera ampliada –como afirmaba Marx– genera una demanda insaciable e infinita de recursos de la naturaleza; de una naturaleza productiva y resiliente, pero que no escapa a los límites espaciales de la biosfera y a la ley-límite de la naturaleza: la entropía. Y eso se manifiesta claramente en la degradación ambiental del planeta. La expansión del capital no solamente incrementa la demanda de hidrocarburos en el mundo, sino que ha penetrado el fondo de los océanos hasta llegar al corazón de la Tierra para arrancarle con las tecnologías del fracking sus últimos suspiros de vida; ha llegado a succionar las últimas moléculas de hidrocarburos desgastando el agua del planeta, desecando la tierra, derramando lágrimas humanas para extraer los recursos fósiles que insuflan la fuerza del capital y la tecnología.

      La racionalidad económica está asociada con otros órdenes de racionalidad para legitimarse, para poder funcionar en la movilización total de la materia sujeta a los designios de la modernidad. De esta manera, la racionalidad jurídica se ha erigido como la superestructura, como el brazo fuerte de la base económica. La racionalidad jurídica forjada en los ejes de racionalidad de la modernidad ha configurado los derechos fundamentales de la humanidad. Empero, estos se han establecido como derechos individuales, derechos privados que derivan hoy en día en los derechos del capital codificados como derechos de propiedad intelectual para intervenir a la naturaleza; como si el conocimiento debiera ser apropiado por esa fuerza que conduce los destinos de la vida; como si el progreso económico a costa de la vida fuera un designio natural de la humanidad.

      La racionalidad científica se ha convertido también en un dispositivo de poder económico al instaurarse como un modo de producción de conocimientos a través de los cuales el capital se apropia de la naturaleza. Ciertamente, la ciencia nació cubierta con un manto de pureza ética bajo su pretendida universalidad y neutralidad del conocimiento, como un bien público que llevaría a la humanidad a liberarse de la necesidad, y que por tanto no debiera ser privatizada. Sin embargo, el conocimiento científico y tecnológico se ha constituido desde hace más de un siglo en la fuerza predominante del desarrollo al servicio de las fuerzas productivas del capital.

      Estos ejes de racionalidad constituyen la armadura de la racionalidad de la modernidad. Las racionalidades económica, jurídica, científica y tecnológica se conjugan en el orden ontológico del capital. La racionalidad del capital ha tenido el perverso propósito de imponerse a los sentidos de la vida. Si es cuestionable el hecho de que la vida tenga un propósito definible, un fin teleológico prederminado, podemos afirmar que el capital sí que tiene un propósito preestablecido por su estructura, forjado en un a priori del pensamiento que se ha instaurado en el mundo como la “razón de fuerza mayor” que rige los destinos del planeta, y los dirige, no hacia la evolución creativa de la vida, como pensaba Henri Bergson, sino hacia la muerte entrópica del planeta. Ahí ha quedado codificada y sellada a fuego vivo sobre la piel de la Tierra y en el alma de la humanidad, la razón de ser del mundo que, en la actualidad degrada la

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