Los Bárbaros 16-17. Группа авторов

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los Bárbaros 16-17 - Группа авторов страница 2

Los Bárbaros 16-17 - Группа авторов

Скачать книгу

era su foto: un grandulón amorfo, parado sobre el césped marchito de un suburbio en Nueva Jersey.

      Un alemán llamado Sonnenschein me envió un mensaje escrito en inglés con ortografía germana. Sonnenschein tenía los pómulos altivos de Marlene Dietrich y la piel encerada de alguien con un cirujano plástico. Podría haber sido hijo de Siegfried y Roy. Llevaba el pelo rubio engominado al estilo de los SS. En resumen, era el sueño mojado de Goebbels.

      Recibí un mensaje titulado “Dos chicos y una chica”. Los “chicos” eran dos bomberos oriundos del Bronx, que no chistaron en aclarar que se adoraban como amigos, pero no eran gay. “Yo”, escribió uno, “estoy en forma. Mi amigo podría perder un poco de lonja. Imagínate ser tocada por cuatro manos, besada por dos lenguas”, etc. Adjuntaron una foto de dos italianos con cuerpos de timbal.

      “A”, un misterioso caballero de 54 años, escribía elegantemente, parecía estar forrado de lana y era un bon vivant, pero cuando por fin vi su foto, me recordó a Elmer Gruñón con veinte kilos menos. Además, mencionó que le gustaba la pornografía de aficionados. No especificó si como director, actor o espectador.

      Recibí también un par de mensajes de guapos artísticos que se desilusionaron al recibir mi fotografía. Por otro lado, en esta etapa cogí con gente con la que de otra manera jamás me hubiera cruzado en la vida. Entre ellos, con un japonés muy serio, guapísimo y absolutamente inútil en la cama, un irlandés con un feroz apetito sexual y una madre pulpo, un chaparrito que solía mascar chicle al hacer el amor, otro irlandés que me rogaba que le mordiera duro los pezones y un adonis de 27 años, cinta negra en Jujitsu, que sospecho era gay.

      Michael

      En la foto blanco y negro, Michael posaba ante una vista panorámica de alguna ciudad gris de Europa oriental. Era compositor de música para películas. Le mandé una foto. Me contestó. Nos encontramos en un bar un domingo por la noche (las citas por internet nunca son en días sexys como los viernes y sábados). Michael era bajito, pelirrojo y más feo en persona.

      Después de una entretenida conversación sobre música y cine, Michael se armó de valor y me besó. Sus palmas sudaban frío, pero me envolví en el placer de sentirme deseada, aunque fuera por un duende.

      Caminó conmigo hasta la puerta de mi edificio y me abrazó, quitándose sus anteojos. Vi de cerca su cara puntiaguda y sentí sus ansias temblorosas, pero lo dejé esperar. Una semana más tarde, nos citamos en un restaurante italiano.

      —Unos amigos van a ir más tarde a oír música afrocubana. ¿Te interesa? —le pregunté.

      —Prefiero ir a tu departamento.

      En mi departamento se quitó los zapatos y se explayó como si hubiera vivido allí toda la vida.

      Nos acariciamos y nos desvestimos y me cogió duro, con un pene incircunciso que parecía un bastón con una toalla encima. Se sumió en un sueño profundo. Yo sólo dormí un par de horas. No podía creer que había un hombrecito del lado de la cama donde solía estar mi marido. En la mañana hicimos el amor. Se despidió sin comprometerse a una próxima cita. Unos días después, me envió una nota de agradecimiento y habló vagamente de volver a vernos. Tengo la fortuna de contar con una amiga que cumple años en el Día de San Valentín, así que me fui a su fiesta y no lo invité.

      Después de la fiesta, nos fuimos a un bar en Chelsea. Me llamó la atención un tipo que bailaba solo. Tenía largos caireles rubios y usaba lentes cuadrados con marcos negros. Al poco tiempo, dejó de bailar y se puso a buscar su abrigo al lado de donde estábamos sentados.

      —Te ayudo a buscar tu abrigo —le dije.

      No recuerdo cómo sucedió todo tan rápido, pero me arrinconó suavemente contra la pared y me besó.

      —Vámonos —me dijo.

      —¿Adónde?

      —Pues o a tu casa o a la mía.

      Después de un breve cálculo mental, irme hasta casa del diablo en Brooklyn me pareció más seguro que llevarlo a mi casa.

      Dentro de su departamento, platos encostrados estaban apilados en el fregadero y había pelos de gato encima del sofá arañado. La culpable era una gata blanca con los ojos rojos, a la que no le hice gracia. Las tuberías de la calefacción hacían tremendo escándalo, pero no calentaban. Sin embargo, pronto estábamos desnudos y sudando sobre sábanas viejas. Él tenía un cuerpo sinuoso y una sirena saxofonista tatuada en un brazo. Al culminar, se salió y tiró del condón, regándose sobre mi vientre.

      —Jonathan.

      —Rebeca.

      —Mucho gusto.

      La luz del día reveló un caso de acné previamente ignorado en su rostro, así como las diversas imperfecciones de mi anatomía. Pero mi fenómeno favorito, la erección de la mañana, no se hizo esperar. Cuando estaba casada, el sexo por las mañanas, de hecho, el sexo a cualquier hora, era precedido por la negociación, por un deseo más profundo de negarse que de ceder por parte de ambos. Nos enfrascábamos en semejantes tensiones por un millón de resentimientos, unos mezquinos y otros no tanto. La domesticidad es enemiga del erotismo.

      Jonathan se tenía que ir a trabajar a un restaurante vegetariano. Yo tenía que reponerme para salir con Michael. Se despidió de mí con la cara esperanzada de un cachorrito asomado por la vitrina de una tienda de mascotas.

      Esa noche Michael y yo retozamos en la cama durante horas. Michael me dijo:

      —Le he contado a mi vecina todo acerca de ti. Está un poco celosa.

      Aun en mi estado descerebrado post-extático, esto me sonó extraño, pero decidí ignorar mi desconcierto. Jonathan llamó unos días después, pero no le hice caso. Michael era mejor prospecto.

      Ahora recuerdo detalles de Michael que debieron haber sido señales de alarma, como mencionar a otra mujer en pleno acurruque. Sin embargo, según yo, todo iba genial.

      Una noche me invitó al cine. En la oscuridad, no me tocó. Tampoco me abrazó de camino al restaurante, a pesar del frío. Pedimos tapas y dos copas de vino.

      —Tuve una semana demencial —dijo.

      —Yo también.

      —La cosa es que me involucré románticamente con mi vecina.

      Sentí como si me hubiera aventado un yunque en las costillas.

      —Eso significa que hoy no me puedo quedar a dormir contigo —me dijo.

      Yo había hecho la cama y limpiado la casa. Estuve a punto de comprar flores, pero me controlé para no alarmarlo.

      —No te tienes que quedar —supliqué.

      —No puedo. Mi vecina está loca. Cuando le conté de ti, se dio cuenta de que estaba enamorada de mí. Por eso no te había llamado. Les he estado pidiendo consejo a mis amigos sobre qué hacer; si me quedo contigo o me voy con ella.

      —¿Y?

      —Unos dicen que tú, otros que Sasha.

      —La quiero matar —dije.

      —¿Qué?

      —Yo

Скачать книгу