Un compromiso anunciado. Кэрол Мортимер

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Un compromiso anunciado - Кэрол Мортимер Jazmín

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el comentario de Fiona sobre la cama de Griffin…

      –Solo tenemos diez habitaciones –le dijo Fiona en tono conversacional–. El restaurante, un asador, es nuestra principal atracción –añadió–. ¿Quiere que le reserve una mesa para la cena de esta noche? –le preguntó en tono afable.

      Dora seguía algo desorientada, y aquella habitación no hacía más que aumentar su confusión.

      –Desde luego –aceptó agradecida mientras observaba con atención el tapiz que colgaba sobre la chimenea apagada. Había representados un león y un unicornio… ¡Qué apropiado!

      –Yo colecciono libros y figuras de unicornios –le dijo a Fiona Madison con timidez, al ver que la mujer observaba su fascinación por el tapiz.

      Aquel era un tema en el que Dora y su padre jamás se ponían de acuerdo; el señor Baxter sostenía que la bestia era simplemente mítica, y por lo tanto ridícula. Así que los dos habían acordado no hablar de ese tema y Dora tenía su colección en su dormitorio, donde solo ella la veía.

      –Entonces esta es la habitación adecuada para usted –la mujer le dio una apretón en el brazo, como si la entendiera–. Póngase cómoda, está en su casa –añadió con simpatía–. Y si necesita algo, no dude en bajar a pedírmelo… Le prometo que habrá alguien en la recepción –añadió–. No hay teléfono en las habitaciones, me temo; alterarían la paz deseada por nuestros clientes.

      Dora se dejó caer sobre la cama cuando la mujer se marchó, pensando que no le importaba en absoluto el hecho de que no hubiera teléfono allí. El silencio de la habitación, tan solo turbado por el canto de los pájaros del jardín, no hacía sino contribuir a la aureola de misterio que rodeaba Dungelly Court.

      En realidad, la paz, la tranquilidad y la ausencia de formalidad por parte de la dueña del hotel le produjeron un extraño letargo, y se resistía a salir de nuevo al mundo real.

      Pero tenía una cita para comer con el vendedor. Estaba segura de que una vez se hubiera tomado el café que había pensado antes, se sentiría mejor. Una ducha y ropa limpia completarían la trasformación, y quizá después sería capaz de contemplar aquel lugar con la objetividad que se le antojaba necesaria.

      También debía mirar a Griffin Sinclair con objetividad, desde luego. Tendría unos treinta y pocos años y aquella melena por los hombros estaba de lo más pasada de moda, la verdad. Sin embargo, el aire confiado de aquel hombre parecía demostrar que la moda le importaba muy poco. Desde luego esa era la impresión que le había causado a Dora. Por poner un ejemplo, bastaba el hecho de que la hubiera invitado al poco de conocerla.

      Dora se puso colorada al recordar cómo la había mirado el señor Sinclair. Jamás se había hecho ilusiones en cuanto a su aspecto: un poco más del metro cincuenta, delgada, de piel blanca y pelirroja. Griffin Sinclair debía de estar o muy aburrido o tomándole el pelo; y ninguna de las dos posibles explicaciones le hizo demasiada gracia.

      «Olvídate de Griffin Sinclair», se dijo para sus adentros media hora después mientras iba conduciendo camino de su cita. Con un poco de suerte, quizá cuando volviera al hotel se habría marchado.

      Pero Griffin no había abandonado el hotel. ¡Todo lo contrario!

      Cuando Dora bajó esa noche, poco antes de las ocho, vio que el bar estaba lleno de gente; tanta que ni siquiera fue capaz de encontrar un asiento. La chimenea había calentado el ambiente de la habitación y Dora se alegró de haberse puesto una blusa de seda color crema y una falda negra por la pantorrilla.

      –Tenemos mesa reservada.

      Dora se volvió y vio a Griffin Sinclair detrás de ella, pero antes de que pudiera decir nada él la agarró del brazo con firmeza y la condujo a través de los comedores que parecían componer la planta baja: salas acogedoras con tan solo tres o cuatro mesas en cada una, pero en las que no faltaban las correspondientes chimeneas.

      –Como ve, esta noche hay mucha gente –Griffin se detuvo junto a una mesa, retirando una de las sillas para que Dora se sentase–. Le aseguré a Fiona que no nos importaría en absoluto compartir una mesa en lugar de ocupar dos.

      Dora lo miró con cara de pocos amigos. ¡Qué desparpajo tenía ese hombre!

      Pero lo cierto era que el restaurante estaba abarrotado; la mayoría de los que habían estado bebiendo en el bar, empezaban a ocupar sus asientos.

      –¿También vamos a compartir la factura? –preguntó Dora cuando finalmente se sentó.

      La habitación estaba iluminada por el fuego de la chimenea, además de una docena de velas. ¡Muy romántico!

      –Eso sería muy poco galante por mi parte –Griffin se sentó frente a ella y le sirvió una copa de vino de una botella que debía de haber pedido para su mesa–. Y aunque mi madre crea que fracasó conmigo –añadió con dureza–, sí que me educó para ser un caballero.

      Al hablar de su madre lo hizo con cierta aspereza, el mismo tono que había empleado antes al hablar del tío de su madre que se había llamado igual que él. Dora pensó en su propia madre. Llevaba ya ocho años muerta, pero Dora seguía añorando su serenidad y su sentido del humor.

      –En ese caso, le doy las gracias por la cena –dijo, aceptando su invitación con una sonrisa.

      Griffin se recostó en el respaldo y la observó.

      –Encajas bien en este lugar, ¿sabes, Izzy? –murmuró finalmente.

      A Dora no se le había pasado por alto su manera de mirarla, y al oír aquel comentario se ruborizó. Jamás había vestido demasiado a la moda, anteponiendo siempre la comodidad a la elegancia.

      Después de volver de la cita con el vendedor, se había lavado el pelo y maquillado discretamente: los labios en un tono melocotón y un toque de máscara en las pestañas para realzar el gris de sus ojos.

      En realidad se había encontrado bien al mirarse al espejo del armario hacía unos minutos, pero era consciente de que seguramente no era lo suficientemente sofisticada y bella para Griffin Sinclair.

      –Te lo he dicho como un halago, Izzy –dijo con su voz ronca y sensual–. Yo me he enamorado del encanto de este lugar –miró a su alrededor–. Mi intención inicial era quedarme tan solo una noche, pero llevo aquí casi una semana.

      –¿Estás aquí por negocios, Griffin? –decidió pasar por alto lo que él había llamado halago y también el hecho de que insistiera en llamarla Izzy.

      Aquella visita estaba adoptando un tinte de ensueño, con lo cual Griffin Sinclair podría convertirse en parte de aquella irrealidad. ¡Qué emocionante poder dejar de ser Dora durante unas horas!

      Pero no porque su vida fuera mala. Se ocupaba de la casa y ayudaba a su padre en la librería durante la semana. Se trataba de que el simple hecho de que ese hombre la llamara Izzy hacía que se sintiera distinta; ya no era la cauta y tímida de Dora. O quizá, como decía Griffin, fuera el efecto de aquel lugar.

      Él se echó a reír.

      –Izzy, este es mi trabajo. Me dedico a escribir guías de viaje y reseñas sobre lugares de interés turístico –le explicó al ver la curiosidad reflejada en su rostro.

      –¿Para suplementos dominicales y cosas así?

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