Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс
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–Nada de lo que te dije era cierto. Permití que filtraran resultados falsos. Me complacía imaginar la reacción de los espías cuando se dieran cuenta y el castigo que recibirían por entregar información errónea. Los resultados reales están a salvo, a la espera de que yo esté listo para desvelarlos.
Era mentira, pero esperaba que ella transmitiera la información a quien la hubiera contratado, para que la desecharan sin probarla. La camaleónica mujer ocultó su sorpresa.
–Eso es fantástico pero, ¿por qué no me lo dijiste? –sonó entre insegura y dolida–. ¿Creías que te vigilaban? ¿Incluso aquí? –se encogió–. Una simple nota me habría evitado tanta angustia.
–Le di a todos la versión que necesitaba que creyeran, para convencer también a mis oponentes –apretó los dientes–. Solo las personas en las que más confío saben la verdad.
–¿Y yo no soy una de ellas? –preguntó ella, titubeante, procesando lo que había dicho.
–¿Cómo ibas a serlo? –por fin podía dar rienda suelta a su antipatía–. Se suponía que iba a ser una aventura breve, pero eres demasiado pegajosa; no quise molestarme en poner fin a la relación. Al menos, antes de encontrar a una buena sustituta.
–¿Sustituta? –parecía que acabara de recibir una puñalada en el corazón, pero él no la creyó.
–Con mi agenda, solo puedo permitirme parejas sexuales que hagan mi voluntad. Por eso me convenías, por tu complacencia. No es fácil encontrar esa clase de amantes. Dejo marchar a una cuando encuentro a otra. Como he hecho.
–Lo nuestro no era así –el dolor oscureció sus ojos color turquesa.
–¿Qué creías que era? ¿Un gran amor? ¿Qué te llevó a pensar eso?
–Tú… –sus labios temblaron– dijiste que me amabas.
–Me gustaba tu forma de actuar. Aprendiste a complacerme muy bien. Pero incluso una pareja sexual tan maleable como tú solo puede mantener mi interés un breve periodo de tiempo.
–¿Eso es todo lo que era para ti, una pareja sexual?
–No. Cierto –intentó que la estelar actuación de ella no lo rindiera–. Pareja implica un vínculo significativo. El nuestro no lo era. No me digas que no quedó claro desde el primer día.
Habría jurado que sus palabras la desgarraban como un cuchillo oxidado. Si no hubiera tenido pruebas de su perfidia, la agonía que simulaba habría dado al traste con sus defensas. Pero a esas alturas, solo le endurecía el corazón. Quería verla gritar y deshacerse en lágrimas falsas. Pero ella se limitaba a mirarlo con ojos húmedos.
–Si es una broma, por favor, déjalo… –musitó.
–Vaya. ¿En serio creías que eras algo más que un revolcón para mí?
Ella se estremeció como si la hubiera golpeado. A él le costó controlarse al verla así. Tenía que poner fin a la escena o se rendiría.
–Tendría que haber sabido que no captarías las pistas. Por cómo creías todo lo que decía, quedó claro que careces de astucia. Es obvio que no te convertí en mi directora ejecutiva de proyectos por méritos. Pero empieza a irritarme que actúes como si te debiera algo. Ya pagué por tu tiempo y tus servicios mucho más de lo que valían.
Por fin, las lágrimas se desbordaron, trazando surcos pálidos en sus mejillas.
–La próxima vez que un hombre se vaya, déjalo ir. A no ser que prefieras oír la verdad sobre lo poco que te valoraba…
–Calla… por favor –alzó las manos–. Lo que percibí de ti era real e intenso. Si ya no sientes eso, al menos déjame mis recuerdos.
–Pareces haber olvidado quién soy y el calibre de las mujeres a las que estoy acostumbrado. Tu sustituta llegará en unos minutos. ¿Te apetece quedarte?
Él, pensando que iba a dejar de actuar, le dio la espalda.
–Yo te amaba, Vincenzo –gimió ella, llorosa–. Creía en ti, pensaba que eras un ser excepcional. Pero resulta que usas a la gente. Y nadie lo sabe porque mientes de maravilla. Desearía no haberte conocido y espero que una de mis «sustitutas» te haga pagar por lo que has hecho.
–Si quieres ponerte a malas, que así sea –dijo él, perdiendo los nervios–. Vete o, además de no haberme conocido, desearás no haber nacido.
Sin inmutarse por la amenaza, ella se dio la vuelta y salió de la habitación.
Él esperó a oír el ruido de la puerta al cerrarse. Después, se rindió al dolor.
Capítulo Uno
En el presente
Vincenzo Arsenio D’Agostino miró al rey y llegó a la única conclusión lógica: el hombre había perdido la cabeza.
La presión de gobernar Castaldini al tiempo que dirigía su multimillonario imperio empresarial había podido con él. Porque además, era el marido y padre más atento y cariñoso del planeta. Ningún hombre podía campear todo eso y mantener intactas sus facultades mentales.
Esa tenía que ser la explicación de lo que acababa de decir.
Ferruccio Selvaggio-D’Agostino, hijo ilegítimo, y «rey bastardo» en boca de sus oponentes, torció la boca.
–Cierra la boca de una vez, Vincenzo. Y no, no estoy loco. Busca esposa. Ya.
–Deja de decir eso.
–El único culpable de las prisas eres tú –los ojos acerados de Ferruccio destellaron, burlones–. Hace años que te necesito en este puesto, pero cada vez que lo sugiero en el consejo, les da una apoplejía. Hasta Leandro y Durante hacen una mueca cuando oyen tu nombre. La imagen de playboy que has cultivado es tan notoria que hasta las columnas de cotilleo le quitan importancia. Y esa imagen no sirve en el entorno en el que necesito que actúes.
–Esa imagen nunca te perjudicó a ti. Mira dónde estás ahora. Eres rey de uno de los estados más conservadores del mundo, con la mujer más pura de la tierra como reina consorte.
–Solo me llamaban Salvaje Hombre de Hierro por mi apellido y por mi reputación en los negocios –dijo Ferruccio, divertido–. Mi supuesto peligro para las mujeres era una exageración. No tuve tiempo para ellas mientras me abría camino, y sabes que estuve enamorado de Clarissa seis años antes de hacerla mía. Tu fama de mujeriego no te ayudará como emisario de Castaldini en las Naciones Unidas. Necesitas rodearte de respetabilidad para borrar el hedor de los escándalos que te atribuyen.
–Si eso te quita el sueño, me moderaré –Vincenzo hizo una mueca–. Pero no buscaré esposa para apaciguar a los fósiles de tu consejo. Ni me uniré al trío de esposos dóciles que formáis Leandro, Durante y tú. En realidad, estáis celosos de mi estilo de vida.
Ferruccio le lanzó una de esas miradas que hacía que se sintiera vacío y deseara darle un puñetazo. La mirada de un hombre feliz a quien le parecía patético el estilo de vida de Vincenzo.