Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс
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Él había afirmado que tenía que haber sido alguien que tuviera acceso a ella, y solo su familia lo tenía. Para evitarle dolor, se había enfrentado a ellos en secreto. Doblegados por sus amenazas, habían confesado y suplicado compasión. A cambio, les había exigido que nombraran a sus cómplices, y le habían dado pruebas de que Glory había sido su única forma acceder a los datos.
Y lo había hecho como una profesional. En ningún momento se había plantado protegerse de ella como hacía con el resto del mundo.
Dado que un juicio de proyección pública lo habría perjudicado y, peor aún, mantenido en contacto con ella, la había apartado de su vida para evitar que el sórdido asunto fuera a más.
Pero había ocurrido algo inesperado. También por culpa de ella.
Mientras luchaba por sacársela de la cabeza, había reiniciado su investigación desde cero, algo de lo que no tardó en congratularse. Lo que había creído un gran descubrimiento, tenía un fallo de base que podría haber costado millones a sus accionistas. Aún más catastrófico habría sido que, dado su renombre, hubieran comercializado su aplicación sin someterla a pruebas rigurosas; se podrían haber perdido vidas humanas.
En realidad, la traición de Glory había sido una bendición, porque lo había obligado a corregir sus errores y diseñar un método más seguro, racional y rentable que lo había catapultado a la cima en su campo. Pero no iba a agradecérselo.
–Pero ellos no tuvieron nada que ver con la filtración de tus datos –casi sollozó Glory–. Según tú, ni siquiera hubo una filtración real.
–No por falta de intención. Que pusiera datos falsos a su alcance no los exonera del crimen de espionaje industrial y robo de patente.
–Pero si no lo perseguiste entonces, ¿por qué has seguido vigilándolos todo este tiempo?
Él, al comprobar que seguía aferrándose al papel de inocente, decidió seguirle el juego. Tenía objetivos más importantes. Obtendría su propósito sin desvelar la verdad, dejaría que ella siguiera creyendo que había fracasado en su misión.
–¿Qué puedo decir? –torció la boca con amargura–. Mi instinto me decía que no les quitara ojo de encima. Como puedo permitírmelo, seguí vigilándolos, por eso sé lo que nadie más sabe. Analicé sus métodos, para anticiparme a ellos.
Siguió un largo silencio, dominado por el dolor y desilusión que oscurecía los ojos de Glory.
–¿Por qué no los has denunciado?
«Porque son tu familia», admitió él para sí. Hacerlo le quitó un peso de encima. De repente, respiraba de nuevo, sin opresión en el pecho.
Había tenido remordimientos por no informar a las autoridades de lo que sabía. Pero se había sentido incapaz de perjudicarla hasta ese punto. Sobre todo, no había querido arriesgarse a que la implicaran en el asunto y acabara en prisión.
–No creía que pudiera beneficiarme, a mí o a mi empresa –al ver su mirada, puntualizó–. Ya no soy un científico alocado, sin más. Gracias a los incidentes de hace seis años, descubrí la conveniencia de tener datos incriminatorios, para usarlos en el momento adecuado. Y es este.
–¿Y crees con eso que puedes coaccionarme para que me case contigo temporalmente?
–Sí. Serías la esposa temporal perfecta. La única que no tendría la tentación de pedir más al final del contrato, por miedo al escándalo.
Ella, con los ojos húmedos, echó la cabeza hacia atrás. Él tuvo que controlarse para no agarrar su cabello y devorar sus voluptuosos labios, someterla y derramarse en su interior.
–¿Y si te dijera que me da igual lo que hagas? Si han hecho lo que dice el informe, se merecen pagar por sus crímenes en la cárcel.
Su actitud desafiante y su disgusto por la situación lo llenaron de júbilo.
–Puede que lo merezcan, pero tú no dejarás que pasen años encerrados, si puedes evitarlo.
Ella, derrotada, dejó caer los hombros y la luz de sus ojos se apagó. Él intentó aparentar que eso no le afectaba. Sabía que no era inocente, estaba simulando, representando un papel.
–Es un trato beneficioso para todos. Tu padre y tu hermano merecen un castigo, pero eso no serviría de nada. Compensaré a todas las víctimas de sus timos –tuvo que controlarse para no decir que ya lo había hecho, de forma anónima–. Te librarás de la desgracia y dolor que supondría su encarcelamiento. Mi rey y Castaldini tendrán lo que quieren de mí. Y mi reputación quedará limpia el tiempo necesario para hacer el trabajo.
Ella lo taladró con la mirada antes de que un par de lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Se las limpió con la mano, como si le molestara que viese su debilidad.
El dolor parecía tan auténtico que Vincenzo sintió que le reverberaba en los huesos. Pero tenía que ser otra interpretación de una actriz genial. Decidió no dar vueltas al asunto. Todos sus sentidos la creían, pero su mente sabía la verdad.
–¿Cómo de temporal? –susurró ella por fin.
–Un año.
El rostro de ella se convulsionó como si la hubiera acuchillado. Tragó saliva.
–¿Cuál sería el… trabajo?
Por lo visto, había pasado del rechazo y el desafío a intentar pactar los términos. Aunque era él quien jugaba con toda la baraja, tenía la sensación de que ella marcaba el ritmo. No le extrañaba; había sido la negociadora más eficaz y organizada de su equipo. La había querido tanto por su mente como por todo lo demás. La había respetado, creído y confiado en ella. Perderla había dañado los cimientos de su mundo.
–Voy a ser el delegado de Castaldini en Naciones Unidas. Es uno de los puestos de mayor rango del reino, la imagen de sus ciudadanos ante el mundo. Mi esposa tendrá que acompañarme en mis apariciones públicas, ser mi consorte en los eventos a los que asista, buena anfitriona en los que celebre yo, y amante esposa en todo lo demás.
–¿Y crees que estoy cualificada para ese papel? –inquirió ella, incrédula–. ¿No sería mejor alguna noble de Castaldini que desee atraer las miradas durante un tiempo, adiestrada desde la cuna para ese tipo de simulación? Estoy segura de que ninguna mujer se aferrará a ti ni buscará escándalos cuando quieras dejarla. Cuando me dejaste a mí, ni se te arrugó el traje.
«No, se me arrugó el corazón», pensó él.
–No quiero a ninguna otra. Y sí, estás más que cualificada. Eres experta en la vida ejecutiva y en sus formalidades. También eres camaleónica, te adaptas perfectamente a cualquier situación y entorno –vio que los ojos de ella se ensanchaban como si no hubiera oído nada más ridículo en toda su vida–. No te costará dominar la etiqueta diplomática. Te enseñaré qué decir y cómo comportarte ante los dignatarios y la prensa. El resto de tu educación quedará en manos de Alonzo, mi ayuda de cámara.