Educar para ser. Francisco Riquelme Mellado

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Educar para ser - Francisco Riquelme Mellado Biblioteca Innovación Educativa

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sus funciones, sus sitios, pero nunca supimos de qué estaba hecha el alma.

      Mario Benedetti

      El aula es un espacio en el que confluyen muchas voluntades e intereses. A veces sentimos cómo el acto de la comunicación y el contacto entre las personas convocadas en ella se da en un nivel más profundo, en ese en el que las voluntades se unifican como una sola. A veces apreciamos cómo nuestras palabras pueden estar cambiando vidas.

      Damos en el aula lo que somos, ni más ni menos. Solemos diferenciar entre vida personal y vida profesional; pero solo tenemos una vida. Y si un día o más estamos mal por algo que nos pasó en casa, no queremos que se note en el centro educativo, tratamos de meterlo debajo de la bata de profe o maestro haciendo de tripas corazón. Y sí, es necesario gestionar esos estados para ser “profesionales”, “eficientes” y mantener el adecuado “pulso” del aprendizaje. Pero también lo es revisarlos en algún momento cercano para que sean sanados, comprendiendo de dónde proceden, cómo surgen y se expresan en nuestra vida. El contenido y los estados de nuestra vida no pueden ocultarse tras el rol de profesor o maestro, pues se muestran de un modo u otro.

      El currículo, la metodología y la gestión de aula son aplicados y concretados por el docente, que los maneja y desarrolla desde los impulsos de su mente y su “corazón”, entendido como esa manera especial de ser, acoger, desplegar y accionar el aprendizaje de los alumnos. Cada docente tiene un pulso particular y único de hacerlo. Por tanto, la aplicación de esos tres ámbitos es resultado de quién soy como persona, cuáles son mis creencias y perspectivas, cómo gestiono mis emociones, en qué pongo más el foco, a qué le doy más importancia, cuáles son mis puntos ciegos. Por eso el docente es el corazón del sistema educativo, porque es el que acciona y modula los impulsos en la concreción del proceso de aprendizaje.

      Solemos atrincherarnos detrás de muchas circunstancias que no manejamos como excusas para no actuar: el diseño del currículo, la normativa y legislación que se debe cumplir, los medios disponibles, los alumnos que nos llegan, etc. Hay docentes que van fundidos y docentes que irradian con luz propia reflejando dos actitudes antagónicas: la del docente victimizado y en zona de inercia y la del docente con actitud proactiva, creativo, comprometido. El docente es siempre la clave.

      El papel del docente es cada vez menos el de enseñar y más el de sostener un adecuado proceso y marco dentro del que el alumno tenga las mejores condiciones para su aprendizaje.

      Una persona que está en un permanente estado de negatividad, quejosa por todo y reactiva llega a un aula como docente. ¿Cuál es la actitud que va a desplegar en ella? ¿Cómo va a afectar ese estado interno a su motivación y a la de sus alumnos, a la relación con ellos, a los procesos de aprendizaje?

      Otra persona se siente agradecida por ser docente, positiva, alegre y disfruta en el aula. ¿Cuál será su presencia en ella? ¿Cómo va a afectar ese estado interno a su motivación y a la de sus alumnos, a la relación con ellos, a los procesos de aprendizaje? De manera completamente distinta. Hay muchas formas de ser docente; una por cada persona que se dedica a este noble arte de acompañar en el aprendizaje. Ser docente está directamente relacionado con el ser de la persona que encarna ese rol.

      Dentro de nosotros hay toda una orquesta. La presencia docente es la nota tonal irradiada de todo mi universo interno: emociones, estados, energías, deseos, anhelos, creencias, valores, actitudes, talentos e identidad.

      Considerar la presencia docente como clave en la educación es asumir la importancia que tiene el docente como creador de espacios, tiempos y sinergias para modular estados de conciencia. Así que quién soy en el aula, qué creo que es el aula, qué hago y cómo lo hago se irradia en ella. Todo cuanto soy forma parte de mi presencia, que en su cara visible es básicamente un acto comunicacional a varios niveles:

      • Corporal: comprende el lenguaje no verbal, los gestos y la energía.

      • Lingüístico: engloba el tono, el discurso y los pensamientos.

      • Emocional: abarca la vivencia y la gestión de emociones y estados emocionales.

      Estos tres aspectos son complementarios y se afectan mutuamente. Por ejemplo, las emociones pueden gestionarse desde el cuerpo, modificando su energía; o desde el lenguaje (usando la lógica y la razón). Todo acto comunicacional es un acto creativo, reflejo de esos niveles de conciencia en los que habitamos internamente. Dicho así puede resultar difuso hablar de niveles de conciencia, pero Robert Dilts4 distingue siete niveles: entorno, comportamiento, capacidades, creencias, valores, identidad y sistémico. Y cuanto más arriba suceden los aprendizajes, mayor transformación producen a nivel personal y colectivo. Un cambio en el entorno o en el comportamiento no dejan de ser meros cambios adaptativos. Un cambio en el nivel de creencias o valores es un cambio más profundo. Una educación integral, holística o cuya vocación sea enriquecer al ser humano en su totalidad. Se desarrollará en todos los niveles y generará cambios transformacionales en los niveles más profundos de profesores y alumnos.

      Los conocimientos para impartir el currículo no suelen ser una dificultad para el docente, forman parte de sus capacidades (bien adquiridas en la universidad). Normalmente los retos y dificultades están más en otros aspectos, como los relacionales, la gestión de aula y los conflictos que suelen emerger en ella. Por eso hay un aspecto clave del trabajo docente que es interno: el que corresponde a la propia alineación de nuestros niveles, a nuestro desarrollo personal y a la búsqueda de una vida plena y con sentido (lo que corresponde a todo ser humano).

      El verdadero reto para el docente es el de asumir ese trabajo interior. Hoy día se habla de ello con el término de habilidades soft, “blandas” (frente a las habilidades hard, “duras”, que son más el resultado de la adquisición directa de conocimientos o competencias curriculares). Estas habilidades blandas siempre han estado ahí, junto a las hard, solo que ahora se nombran y se valora su importancia en el aprendizaje y en el éxito académico, profesional y personal, por lo que tiene mucho sentido desarrollarlas tanto específica como transversalmente.

      El aula como lugar de construcción identitaria

      Ante una dificultad, problema, reto o conflicto solemos cuestionar a los alumnos, a los profesores, a la directiva, a las condiciones o a la normativa; echando balones fuera antes que revisar cuáles son nuestras creencias, qué estamos haciendo y qué otra cosa podríamos hacer, cuál es nuestra actitud y si ayuda o dificulta. Más infrecuente es aún que nos cuestionemos sobre quiénes somos en el aula y para qué estamos en ella, cuáles son los valores que nos sustentan y cuál es nuestra visión, misión o motivación.

      Nuestros alumnos no nos recuerdan por los contenidos que impartimos, sino por cómo los tratamos, qué relación significativa establecimos, la vinculación emocional que les permitió desplegar sus fortalezas, capacidades, talentos y valores desde la mejor actitud.

      “Los alumnos nos aprenden”, nos recuerda Antoni Zabala, y son sensibles a lo que irradiamos más allá de las explicaciones sobre nuestras materias.

      Así, podemos distinguir dos dimensiones fundamentales en el acto educativo:

      1. La dimensión relacional

      2. La dimensión del aprendizaje

      Ambas son dependientes y se dan simultáneamente. Cuando entramos en el aula, lo primero que sucede es un acto relacional. El objetivo es el aprendizaje, que puede darse a varios niveles: desde un nivel meramente instruccional a un nivel que resuena en la identidad y

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