Ultramaratón. Dean Karnazes
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Después de un breve respiro, levanté la cabeza para apreciar pequeños claros en las nubes. Casi había escalado por encima de la línea de la niebla. Estaba conquistando esa montaña, acercándome a la cima, y ni siquiera me había dado cuenta. Algo de esta revelación me levantó el ánimo. Las cosas se estaban volviendo más claras. Bajé la cabeza, ignoré el dolor, y volví otra vez a empezar la subida a un paso dinámico, –lo que, después de haber corrido cuarenta kilómetros, era más o menos el equivalente a un paseo moderado–.
Aunque mis piernas gritaban pidiendo clemencia, cada paso me dejaba tener una vista más brillante del cielo que me cubría, y el aire parecía más cálido y más seco cuanto más alto escalaba. El sudor me caía por la cara, a pesar de la fría niebla que me rodeaba. Entonces, como si hubiera perforado abruptamente una ola cuando rompe, me encontré a mí mismo de pie en la cima de las nubes. El cielo estaba lleno de estrellas que parecían brillar con más intensidad de lo que había visto nunca. Sentía como si pudiera estirar la mano y agarrar un puñado de cielo. Estaba maravillado por la calma y el silencio, totalmente absorto en el momento.
Por primera vez esa tarde, –demonios, ¡por primera vez en años!– sentí que ese rincón era justo el lugar al que yo pertenecía… no importaba que estuviera medio desnudo en medio de ninguna parte, y fuera prácticamente incapaz de dar un paso más. Eso era irrelevante. Me sentía feliz, totalmente contento sólo estando allí de pie. Había escuchado a mi corazón y éste era el lugar al que me había guiado.
El sol estaba saliendo cuando llegué a la ciudad de Half Moon Bay, en la costa de San Mateo. Había corrido durante siete horas sin parar toda la noche y había recorrido cuarenta y ocho kilómetros. Hacía mucho que había pasado el delirio y ahora estaba en un estado semicatatónico. Los sucesos parecían desplegarse ante mí como si estuviera mirando una película animada. En otras palabras, necesitaba un café. Desesperadamente.
Muchos de los habitantes de Half Moon Bay se desplazan para ir a trabajar desde «encima de la montaña» hasta Silicon Valley, y empezaban a hacerlo a esa hora, en medio de un tráfico frenético. Era como si alguien hubiera cambiado el proyector a la modalidad de cámara rápida, y todas las hormiguitas viajeras estuvieran corriendo ajetreadas a toda prisa en sus coches.
Encontré una cabina e hice una llamada a casa, desperté a Julie.
«¿Dónde estás?»
«Es una larga historia. La versión reducida es que estoy fuera, frente a un 7-Eleven».
«¿El 7-Eleven de la calle Geary?» «No, El 7-Eleven de Half Moon Bay», le dije con la voz ronca. «¿Puedes venir a por mí?».
«¡¿Half Moon Bay?!, ¿cómo has llegado hasta allí?»
«Corrí»
«¿Tú qué? ¿Corriste? ¿Desde dónde?»
«Desde casa. Llegué aquí hace unos cinco minutos».
«¿Quieres decir que corriste toda la noche?», me dijo aturdida. «Dios mío, ¿estás bien?»
«Eso creo. He perdido el control de los músculos de mis piernas, y mis pies están hinchados, atascados en mis zapatillas. Estoy aquí de pie en ropa interior. Pero a parte de eso, estoy bastante bien. De hecho, me siento extrañamente vivo».
Podía oírla moverse por toda la habitación cogiendo sus cosas. «No se te oye demasiado entero. Aguanta ahí que llegaré lo antes que pueda. ¿Hay algo que quieras que te lleve? ¿Comida? ¿Ropa?»
«Sí», le dije, intentando no alarmarla. «Por favor, coge también nuestro carné del seguro. Puede que necesite parar en el hospital de camino a casa».
Cuando Julie me encontró estaba atónita y encantada. Quería saberlo todo sobre mi aventura, y yo estaba deseando contarle la historia, sólo que me desvanecí en el coche después de un minuto escaso de camino a casa. La última cosa que recuerdo fue un hilo de baba colgando de mi barbilla mientras Julie me miraba desconcertada. Luego las cosas se volvieron negras.
Yasí es como volví a ser un corredor una vez más. En el curso de una sola noche, había pasado de ser un yuppie tonto y borracho a un atleta vuelto a nacer. Durante un período de gran vacío en mi vida, volví a correr para tener fuerza. Oí la llamada, y fui hacia la luz.
Durante semanas, después de mi paliza de cuarenta y ocho kilómetros, estuve casi incapacitado por los espasmos musculares y la inflamación. Pero era un dolor bueno, uno de los que haría sentirse orgulloso al entrenador McTavish. Al tiempo que cojeaba por mi despacho, intentando parecer natural, me recordaba a mí mismo que el dolor y el sufrimiento son, a menudo, los catalizadores para las lecciones de la vida más profundas. Una pasión que había ignorado durante la mitad de la existencia había sido recuperada fortuitamente en un follón de cuarenta y ocho kilómetros en una noche. Las consecuentes bolsas de hielo y tubos de Ben-Gay, fueron un bajo precio a pagar.
Todo corredor devoto tiene un despertar. Sabemos cuál fue el lugar, el momento y la razón por las que aceptamos correr en nuestras vidas. Después de media vida, había vuelto a nacer. La mayoría de los corredores son capaces de mantener una perspectiva racional de su devoción, y entrenan con responsabilidad.Yo no pude, y me volví un fanático.
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