Ultramaratón. Dean Karnazes
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Una vez que la temporada de campo a través hubo terminado, sólo tenía una opción para seguir corriendo de forma organizada: apuntarme al equipo de pista. La temporada de pista empezó después de que terminara la de campo a través. Era casi como pasarse al bando contrario, pero dejé que mi amor por la carrera sacara lo mejor de mí.
Bilderback, el entrenador de pista, me puso en el equipo sin una prueba oficial, lo que fue bastante amable por su parte. Pero mi primer encuentro con él como entrenador fue desastroso.Aparecí para un entrenamiento el primer día y, como siempre, no llevaba mi reloj. Me tuvo corriendo una serie de pruebas de tiempo. Cada vez que terminaba una vuelta miraba su cronómetro y gritaba los tiempos, golpeando con su boli en la carpeta mientras chillaba. Era irritante.
Yo lo había hecho bien en el campo a través sin que alguien estuviera ladrando órdenes cada vez que corría.Así que, después de que Bilderback me hubiera cronometrado, medido, evaluado mi paso y diseccionado mis tiempos, le mencioné que no era realmente necesario gritarme los tiempos mientras corría.
«Pero si no sabes cuáles son tus tiempos por tramo», dijo «¿Cómo vas a medir tus propios resultados?»
«Corro con mi corazón» repliqué.
Eso debió haber sido la cosa más graciosa que Bilderback había escuchado nunca. «¡Corre con su corazón!»
Quise darle al bastardo un puñetazo. En cambio, salí de la pista y colgué mis zapatillas.
No volví a correr en quince años.
Capítulo IV
Corre por tu vida
ES LA BUENA VIDA,Y NO LA SIMPLE VIDA,LO QUE HA DE VALORARSE POR ENCIMA DE TODO
Sócrates
Del sur al norte de California
Mi carrera como corredor terminó, pero la vida seguía adelante sin demasiados remordimientos. Con tres niños de instituto en casa, el jaleo no era poco. Después de correr, las cosas se revolvieron. Descubrí el alcohol y empecé a dar fiestas de adolescentes cuando mis padres estaban fuera. Kraig y yo empezamos a pelearnos. Él empeñó mi moto para comprar una tabla de surf nueva, y nos enzarzamos en una pelea en el salón, rompimos la porcelana hicimos un gran agujero en la pared. Siempre éramos mi hermano y yo los que causábamos la mayor parte de los líos, y yo era, claramente, el que más ofendía, como la vez en que cogí el coche de la familia y conduje hasta México sin carné. Pary era siempre equilibrada.
Crecer siendo la única chica en una familia griega no era fácil, nuestro padre la sobreprotegía y raramente le dejaba ir lejos de casa. Era especialmente duro para él porque Pary era muy guapa: larga melena dorada, profundos ojos marrones, y la sonrisa de Julia Roberts. Mi pobre padre estaba constantemente preocupado por su seguridad y por los chicos. A pesar de ello, Pary no estaba disgustada por ello, y nunca se reveló. Ella estaba cómoda consigo misma y mucha gente, como yo, nos sentíamos arrastrados por su fuerza interna.
Pary y yo fuimos amiguísimos durante el instituto. Ella era mi confidente más cercana y nunca me juzgaba. Independientemente de cuánto me alejara de sus valores o de cómo metiera la pata. Y tío, a veces sí que la fastidiaba bien: me expulsaron dos veces por asistir borracho a los eventos escolares. Mis padres estaban furiosos, listos para mandarme a un internado, pero Pary se puso de mi parte, como si supiera que esta fase inestable de mi vida fuera a pasar.Yo admiraba su alentador modo de seguir siempre adelante, sin tomarse nunca la vida demasiado en serio. «Ellos todavía te quieren», decía, hablando de mis padres. «Tan sólo dales un poco de tiempo». Nosotros éramos una familia, e incluso en las peores circunstancias, nos teníamos el uno al otro. Eso era lo que importaba.
La graduación del instituto vino y pasó, y yo me fui a la universidad en Cal Poly, donde el libertinaje continuó, sólo que sin la supervisión de un adulto que me mantuviera en el buen camino. Estaba a kilómetros de casa y libre de preocupaciones, y todo me daba igual. Con un D.N.I falso, recién adquirido, era fácil obtener alcohol, y todas las noches parecían ser motivo de celebración.Yo hacía surf y windsurf todo el día, iba a clase cuando el tiempo me lo permitía y luego iba a fiestas hasta altas horas de la madrugada. Mis energías necesitaban una válvula de escape, y las juergas nocturnas cubrían esa necesidad. Julie y yo seguíamos juntos, pero yo me daba cuenta de que empezaba a cansarse de mi comportamiento. Ella había decidido ir a la universidad Baylor, en Texas, y prometimos mantener nuestra relación viva, aunque yo tenía dudas de que ella me fuera a ser fiel, dado el modo en que me estaba comportando. ¿Y quién podía culparla?
Mi hermana pequeña, Pary
Entonces, una mañana temprano, después de una noche particularmente salvaje, alguien llamó a la puerta de mi apartamento. Era un cura. La noche antes Pary había perdido el control del descapotable que estaba conduciendo. Fue expulsada del vehículo mientras rodaba, y murió. Era la víspera de su décimo octavo cumpleaños.
El efecto sobre mi familia fue más allá del shock y la tristeza. Un día era una saludable y brillante jovencita, y al siguiente ya se había ido. Su repentina desaparición abrió un abismo de desesperación entre nosotros. El vacío que dejó en mi propia vida era insoportable.
El pozo que su muerte creó en nuestra familia parecía no tener fondo. Una parte de nosotros faltaba, irremplazable; se había ido para siempre. La familia había pasado momentos malos anteriormente, pero siempre habíamos mantenido un cierto optimismo, confiando en que la situación cambiaría y las cosas irían mejor. En el peor de los casos, siempre nos teníamos los unos a los otros.
Ella se había ido, y nuestra familia estaba destrozada. Las reuniones ya no eran un momento de celebración, sino de luto. Con el pasar de los años, intenté restaurar algo del sentido de la alegría en nuestro hogar. Me reformé, y empecé a pasar los fines de semana en casa. Kraig y yo resolvimos nuestras diferencias de hermanos y nos hicimos muy buenos amigos. Adoptamos una nueva mascota para nuestros padres, un juguetón cachorro de labrador. Pero nada podía consolarlos.
Después de intentarlo durante años, al final me rendí.
Unos años después de la muerte de mi hermana, mi padre empezó a hacer algo curioso. Empezó a correr. Mejor dicho, empezó a entrenarse para el maratón de Los Ángeles. Corría durante su pausa para el almuerzo, después de llegar a casa del trabajo, y por la mañana temprano. Seguía su rutina con una convicción extraordinaria, y gradualmente se preparó para el reto.
Cuando la pistola se disparó estaba preparado. La carrera le hacía polvo, pero seguía corriendo. No paró hasta cruzar la línea de meta, a pesar del dolor. Aunque nunca se habló de este tema, creo que éste fue su modo de rendirle tributo a mi hermana. Mientras lo llevaban a la caseta médica, hinchado y acalambrado, él sonreía desafiante.
Desde ese día en adelante, sin importar que él corriera menos después de completar el evento, siempre pensé en mi padre, fundamentalmente