Ultramaratón. Dean Karnazes

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Ultramaratón - Dean  Karnazes Running

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por su salud cardiovascular, por el aumento endorfinas. En 2003, cuatrocientas sesenta mil personas completaron una de las muchas maratones del país estableciendo un récord. Desafiaron los límites de su propia resistencia para completar los 43 kilómetros.

      Y dentro de esto, hay un pequeño grupo de corredores fuertes, una especie de subgrupo dentro de los corredores, que se llaman ultramaratonianos. Para nosotros, una maratón es sólo un calentamiento. Corremos carreras de 80 kilómetros, de 160 kilómetros. Corremos veinticuatro horas o más sin dormir, a penas parando para comer y beber, o incluso para usar el baño. Corremos por las montañas arriba y abajo; a través del Valle de la Muerte al final del verano; en el Polo Sur. Llevamos nuestros cuerpos, mentes y espíritus mucho más allá de lo que la mayoría de los humanos consideraría los límites del dolor y el esfuerzo.

      Soy uno de los pocos que ha corrido más de 160 kilómetros sin descansar, lo que creo que me hace un extra-ultra-maratoniano. O simplemente un pirao. Cada vez que la gente oye que he corrido 160,9 kilómetros de un tirón, inevitablemente me hacen dos preguntas. La primera es «¿cómo puedes hacerlo?». La segunda, y mucho más difícil de contestar, es la misma que me hizo el chico de la pizza: «¿Por qué?».

      Es una pregunta excelente, aunque las adicciones nunca se pueden definir claramente. Cuando le preguntaban por qué intentaba ser el primero en escalar el monte Everest, George Mallory ofrecía la famosa frase lacónica: «Porque está ahí». Esta frase se ha convertido en un dicho famoso, así que parece satisfacer a la gente lo suficiente. Pero, en realidad, no se trata de una respuesta muy buena. A pesar de ello, puedo entender la breve respuesta de Mallory. Cuando la gente me pregunta a mí por qué corro distancias tan imposibles durante la noche muchas veces me he visto tentado a contestar con algo como, «Porque puedo». En realidad es cierto, pero los atletas no son siempre los espíritus más introspectivos. Sin embargo, no es una respuesta completa. Ni siquiera me satisface a mí.Tengo mis propias preguntas.

      ¿Qué me impulsó a correr?

      ¿Para quién estoy corriendo?

      ¿Hacia dónde estoy corriendo?

      Todos los corredores tienen una historia.Aquí tienen la mía.

      Capítulo II

      Los años de formación

      DE TODOS LOS ANIMALES, EL NIÑO ES EL MÁS INMANEJABLE

       Platón

       Los Ángeles

      He corrido mucho en mi vida. Crecí siendo el mayor de tres hijos. Mi hermano Kraig es un año menor que yo, y mi hermana Pary vino al mundo dos años después que él.

      Uno de mis primeros recuerdos es correr a casa al salir del colegio. Éramos una familia de clase obrera que vivía en Los Ángeles, y mi padre tenía dos trabajos para llegar a fin de mes.Yo no quería cargar a mi madre con la tarea de venirme a buscar al colegio todos los días, así que empecé a correr.

      Al principio, mi ruta era la más directa desde la escuela hasta nuestra casa. Con el tiempo, sin embargo, empecé a inventar rutas alternativas que alargaran la carrera y me llevaran a través de territorios inexplorados y nuevos barrios. Correr a casa desde la escuela se hizo más interesante que asistir a clase. Correr me dió una sensación de libertad y exploración que la escuela nunca me dio. La escuela consistía en sentarse e intentar comportarse mientras alguien explicaba cómo era el mundo. Correr consistía en salir y experimentarlo de primera mano. Veía cómo se construían los edificios, era testigo de los pájaros que migraban al sur, veía las hojas caer y los días acortarse con el cambio de las estaciones. Ningún libro de texto se podía comparar con esa lección de vida real.

      Cuando estaba en tercer curso, participaba en carreras organizadas (alguna de las cuales las organizaba yo mismo). Las distancias eran cortas, a menudo sólo la longitud de un campo de fútbol.A veces era difícil encontrar otros chicos con los que correr, y era yo mismo quien hacía campaña para que mis compañeros de clase se apuntaran. Mis parientes del Old Country a menudo me recordaban que los griegos eran grandes corredores. La maratón, al fin y al cabo, fue concebida en Grecia.

      «Constantine», decían usando mi apodo, «Serás un gran corredor griego, igual que tus ancestros». Luego servían otra ronda de ouzo y sellaban mi destino con un «¡Oppa!» colectivo.

      No importa que Pheidippides, el corredor griego que fue desde la llanura de Maratón a Atenas con la noticia de que los atenienses habían vencido a los persas, hubiera caído muerto por el agotamiento después de entregar su mensaje. Esa parte de la historia nunca se mencionaba.

      Al hacerme mayor, me fue apasionando más el hecho de llevar mi cuerpo a los extremos. Superar los límites de resistencia personal parecía ser parte de mi maquinaria; me resultaba difícil hacer cualquier ejercicio con moderación. Cuando cumplí once años, ya había caminado por todo el borde del Gran Cañón, un viaje de una semana con todos mis enseres a la espalda, y había escalado hasta la cima del monte Whitney, la montaña más alta de Estados Unidos continental.

      Mi 12 cumpleaños quise celebrarlo con mis abuelos, pero vivían a más de 64 kilómetros. Como no quería molestar a mis padres para que me llevaran allí, decidí ir montado en mi bicicleta. No tenía ni idea de cómo llegar a casa de mis abuelos. Pero no dejé que eso arruinara mi sentido de la aventura. Intenté convencer a Kraig de que viniera conmigo, pero no hubo manera. Ni siquiera un soborno con algo de dinero funcionó. Así que metí el dinero en mi bolsillo, le dije a mi madre que iba al centro comercial local, y me puse en marcha hacia Pasadena.

      Recibí un montón de miradas confusas y preocupadas cuando pedí indicaciones.

      «Eso tiene que estar a más de 64 kilómetros», me dijo el empleado de una gasolinera.

      «¿Para qué lado voy?» le pregunté. «Puedes tomar esta autopista e ir hasta la 210 Norte, creo», contestó dudosamente.

      Por supuesto, no podía ir en mi bicicleta por la autopista. Necesitaría ir por carreteras secundarias.

      «¿Estás seguro de que no quieres llamar a tus padres?», me preguntó.

      «No hace falta», le dije con aire despreocupado, señalando a la autopista. «¿Así que usted piensa que Pasadena está en esa dirección?»

      Él asintió con la cabeza, aunque no parecía muy convencido.

      «Gracias», sonreí y me puse en marcha hacia la carretera secundaria más cercana en la dirección que él me había indicado.

      Diez horas más tarde llegué a Pasadena. El camino que había seguido iba serpenteando irregularmente a través de la cuenca de Los Angeles, y no puedo decir cuántos kilómetros había recorrido durante el camino. Paré un par de veces en otras gasolineras para pedir indicaciones y también para comprar un refresco y usar el lavabo. Mi dinero se había esfumado completamente, pero eso no importaba. Lo que importaba era que había conseguido llegar a Pasadena. ¿Y ahora qué?

      No sabía el nombre de la calle de mis abuelos, ni su número de teléfono. De hecho, ellos ni siquiera vivían en Pasadena, sino en las proximidades de San Marino. Pero después de vagar un rato por los alrededores, reconocí una referencia que me resultaba familiar:The Galley, una gran nave en la esquina de una intersección que se había convertido en un antro de pescado y patatas fritas. Habíamos comido allí muchas veces, y sabía el camino a casa de mis abuelos desde allí. Había unos ocho kilómetros desde The Galley

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