Ultramaratón. Dean Karnazes

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Ultramaratón - Dean  Karnazes Running

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bien como si hubiera estado de pie en la cima del monte Everest o en la luna. Fue el mejor de mis cumpleaños.

      Por suerte estaban en casa, quedaron encantados y afectados al mismo tiempo al verme. Llamamos a mis padres, quienes sintieron gran alivio al saber que estaba a salvo. No estaban enfadados, sólo agradecidos de que estuviera bien. Nadie me dijo nunca que lo que yo había hecho era peligroso. Creo que estaban demasiado impresionados para regañarme. Y yo esperaba que estuvieran, de hecho, orgullosos de mí. Mis abuelos pusieron mi bicicleta en el maletero de su coche y me llevaron a casa. La familia entera nos dio la bienvenid, una fiesta de cumpleaños con primos, tías, tíos, y muchos vecinos. Había música y baile, mucha comida y abundante bebida para la gente mayor.

      La conversación de la fiesta volvía siempre a mi aventura. Para un chico de mi edad, hacer lo que yo había hecho era casi impensable, y podía sentir el poder de mi hazaña, la habilidad de inspirar. Todo lo que necesitaba hacer era montar en una bici o empezar a correr distancias extraordinarias, y la familia se reuniría y congregaría a mi alrededor para celebrarlo. Aunque parezca inocente, esa es la lección que me llevé de aquel día.

      Al hacernos mayores, Kraig se convenció de que mi comportamiento era excesivo. Era el hijo mediano y era propenso al cinismo, y, en mi caso, dado que la pieza central de mi fin de semana normalmente giraba en torno a alguna aventura extrema, sus sentimientos estaban probablemente justificados. Pary, por otro lado, parecía apreciar mis peculiaridades y siempre me animaba a seguir mi pasión, sin importar lo rara que pareciera.

      «Si correr te hace feliz, sigue haciéndolo», me dijo una vez. Ella era así, incluso de niña era alentadora.

      Correr me hacía feliz, así que seguí haciéndolo hasta el instituto, donde conocí a mi primer mentor y aprendí más sobre el extraño atractivo de las carreras de larga distancia.

      C orría el rumor de que siendo un joven alistado, Jack McTavish podía hacer más flexiones, abdominales y levantamientos que nadie en su sección, oficiales incluidos. Y podía hacerlas más deprisa. Otros reclutas temían que los emparejaran con él; su fuerza y su enfoque los dejaba en evidencia. Su manera de ver la vida era muy rígida: se levantaba más temprano, entrenaba más duro, y aguantaba más que ningún otro. Si algún día sentía que no podía dar el cien por cien, se forzaba a sí mismo a dar el ciento veinte.

      Ese vigor tan tozudo y la disciplina le sirvieron mucho como militar, pero como entrenador de marcha del instituto, me resultaba intimidatoria su manera de ver la vida. No creo que muchos de los otros estudiantes o miembros del claustro realmente supieran qué hacer con él. Estábamos en la Baja California de los setenta, y él estaba ligeramente fuera de lugar. Los otros profesores llevaban collares de conchas, camisas teñidas con nudos, y el pelo largo y enmarañado. McTavish conservaba su pelo con un estricto corte de soldado. Llevaba la misma ropa todos los días, sin importar la estación o el ambiente: pantalones cortos grises de gimnasia, una camiseta blanca perfectamente ajustada, de manga corta con el cuello en pico y zapatillas negras. Siempre parecía recién afeitado y perfectamente arreglado. Con 1,73 de alto y 70 kilos, tenía una estructura tan sólida como el tronco de un árbol. No había un gramo de grasa en ese hombre, tenía forma como de pera invertida.

      El entrenador McTavish no hablaba mucho, y cuando lo hacía era directo e iba al grano. La charla ociosa no estaba en sus planes.

      Conocí al entrenador por primera vez fuera de los vestuarios masculinos, donde estaba haciendo abdominales en el suelo. Se puso de pie, me dio un fuerte apretón de manos, se presentó mientas me miraba fijamente a los ojos, luego volvió a los abdominales sin apenas perder el ritmo.

      Todos los del equipo de marcha éramos chicos de séptimo y octavo curso, pero el entrenador siempre se refería a nosotros como hombres. Había dos clases de personas en el mundo a su modo de ver: aquellos que recibían órdenes, y aquellos que las daban. Nosotros éramos felices de obedecer.

      El concepto que el entrenador tenía de la carrera no venía en ningún libro de texto; simplemente nos enseñaba a correr tan rápido como pudiéramos hasta que cruzáramos la línea de meta. Las palabras de consejo y aliento eran pocas y distanciadas. Su instrucción más frecuente que recibia era: «Sal con más fuerza».

      Una vez, intenté explicar que si yo salía más deprisa, tendría menos tirón al final.

      «Tonterías», replicó. «Sal con más fuerza y termina con más fuerza».

      Esa fue una de las pocas frases completas que el entrenador me dijo nunca. En dos años, cambiaríamos probablemente menos de cincuenta palabras. Y de todos los corredores del equipo, yo fui al que más habló, como si hubiera hecho alguna promesa y pudiera cumplirla por él.

      Él siempre tenía mi atención total. Había algo extrañamente atractivo en su técnica de entrenamiento a vida o muerte, y llegué a respetar, e incluso disfrutar, de la práctica de empujar mi cuerpo hasta el borde del colapso. La teoría era simple: cualquiera que quisiera correr más fuerte, entrenar durante más tiempo, y sufrir lo máximo, ganaría las recompensas de la victoria.

      En el campeonato estatal de larga distancia de California de final de temporada, un evento prestigioso que se hacía en el legendario camino Mount Sac-, el entrenador proclamó su frase: «Sal con más fuerza que esos otros bobos», dijo. Y luego se fue andando.

      Todas las otras escuelas parecían saber lo que estaban haciendo. Sus corredores llevaban chandals conjuntados y bien diseñados que relucían en el sol de la mañana. Estaban haciendo esprines y estiramientos, luego hacían consultas a sus entrenadores como si tuvieran el control total de la situación. Nuestra escuela llevaba lo mismo que el entrenador, pantalones cortos grises de gimnasia y camisetas blancas de cuello de pico.

      Me quedé de pie en la línea de salida, temblando de ansiedad. Pensaba que los otros corredores a mi alrededor sabían cosas que yo no sabía, sobre cómo entrenar mejor e ir más rápido. Estaba aterrado. Pero correr una milla (1,6 km) era mi especialidad. Era la carrera más larga en el instituto, y la más lastimosa físicamente. Incluso sin una estrategia formal de carrera, yo podía soportar más dolor que nadie. De eso estaba seguro. Nadie, estaba seguro, había trabajado tan duro como yo, o iba a aguantar tanto como yo estaba a punto de aguantar.

      La pistola se disparó y yo hice exactamente lo que el entrenador había mandado: salí con tanta fuerza como me fue posible. Corrí como si estuviera en un esprín en lugar de en una carrera de 1,6 kilómetros. La salida tan agresiva me puso inmediatamente en cabeza y mantuve un paso devastador, que fue aumentando mi distancia con respecto al resto del grupo a medida que avanzaba la carrera.

      Corrí cada vez más rápido, y mi liderato aumentó. Cuando rompí la cinta de la meta, en primer lugar, estaba tan centrado que seguí corriendo hasta que me di cuenta de que la gente me hacía señales para que parara.

      Mientras me sostenía en pie, doblado, intentando recuperar el aliento, corredores y entrenadores venían hacia mí para felicitarme. Decían cosas como: «Nunca he visto a nadie salir de ese modo». Claramente se habían quedado desconcertados por mi firme determinación. Era más bien como una obcecación total.

      Finalmente, después de que todo el mundo se hubiera marchado, el entrenador se acercó casualmente.

      «Buen trabajo, hijo», dijo. «¿Qué se siente?»

      Estaba sorprendido. El entrenador nunca antes me había preguntado nada.

      «Bueno», le contesté, «salir con fuerza era la opción correcta. Me sentí muy bien».

      El entrenador removió un poco la tierra con su pie. «Si te sentiste bien»,

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