Ultramaratón. Dean Karnazes
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En mi visión periférica, pude ver a tres o cuatro corredores venir rápidamente. Ahora estaban a menos de un paso por detrás de mí. Entonces, dos de ellos empezaron a adelantarme, uno por cada lado. Sus brazos estaban aleteando y sus cuellos se estiraban para poder ponerse delante de mí. Se pusieron delante a un paso o dos, bloqueándome, un sólido muro delante de mí. Entonces, otro corredor empezó a adelantarme por la derecha. Miré hacia atrás para ver que otros cuatro o cinco estaban detrás de mí. ¡Mierda! Era hora de apretar más fuerte, de dar todo lo que tenía, así que empecé un esprín a toda velocidad.
Incluso entonces, me fue imposible abrirme paso entre ese muro de dos hombres que corrían delante de mí. Primero el lado derecho, después por el izquierdo sin resultado. Los corredores parecían estar trabajando al unísono para bloquearme.
La línea de meta estaba ahora a 274 metros. La gente a ambos lados del camino gritaba, «¡VAMOS, KARNO;VAMOS!». Al diablo con su bloqueo, pensé para mí mismo. Si no me dejan pasar, correré justo entre ellos.
En un momento, los dos corredores se separaron un pelín y yo me colé entre ellos. Mientras lo hacía, el chico de la derecha balanceó su codo derecho bien alto y me pilló directamente en el tabique nasal. El dolor fue un shock, pero no iba a permitir que eso me ralentizara. Sacudí mi cabeza fuertemente, apretujé mis hombros por el hueco, y forcejeé hasta hacerme camino entre ellos.
Hierba y barro volaban por todas partes y podía sentir un líquido tibio vertiéndose por mi boca, barbilla y camiseta quizá sudor.A través de los escombros, la banda encima de la línea de meta se puso en el punto de mira. En un arranque de locura, aleteé mis brazos salvajemente para intentar adelantar a mis dos adversarios. Los tres explotamos al cruzar la línea como caballos de carrera en plena lucha.
Yo estaba doblado, con mis manos sobre las rodillas, jadeando, sin saber quién había ganado. Es ahí cuando empezó la avalancha.Alguien saltó a mi espalda, luego otro, y otro. Con mi cara contra la hierba por el peso de, al menos, seis personas, y la rodilla de alguien en mi mandíbula, oí a uno de ellos gritar, «¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!»
Acabábamos de quedar campeones de una de las ligas más duras del sur de California. Después me enteré de que un puñado de corredores rivales había terminado con segundos de diferencia respecto a mi tiempo. Si sólo uno de ellos hubiera estado delante de mí, habríamos perdido.
Me puse en pie con dificultad, limpié mi cara y me sorprendí muchísimo al ver que el dorso de mi mano estaba rojo brillante. El golpe que había recibido mientras pasaba entre los dos corredores tuvo como consecuencia una hemorragia nasal tremenda; toda la parte delantera de mi camiseta estaba empapada de sangre.
«Wow» le dije a Fogerty, quitándome el suéter.
Él rió entre dientes. «Sí, has corrido los últimos 30 metros cubierto de sangre. ¡La multitud se estaba volviendo loca!»
Cuando el equipo subió al podio para recibir nuestras medallas fue uno de los momentos de más orgullo de mi vida, rivalizando con el paseo en bicicleta de diez horas a casa de mis abuelos, unos años atrás. Mi cabeza podía estar golpeada y ensangrentada, ya me podían doler los músculos durante semanas, pero nada podría reemplazar el sentimiento de orgullo que se tiene tras un mérito físico, sentimiento que dura hasta el día de hoy.
La vuelta a casa y compartir mi medalla con la familia fue glorioso. Ellos estaban muy orgullosos y yo sentía como si hubiera estado a la altura de mi familia. Pary se maravilló con el colorido adorno de acero, pero sabía que no era la medalla lo que importaba; el verdadero premio eran el sudor y la sangre que me habían llevado a ganar. Ella la miró, luego me miró a mí, y dijo, «¡Cómo mola!»
La temporada concluyó con un banquete de celebración, en el que me dieron el premio al miembro «Más Inspirador» del equipo.Yo no estaba muy seguro de cómo interpretar el premio. «El Más Inspirador» podía significar que yo había mostrado un valor y una determinación ejemplares. O podía significar «Este loco hijo de perra quería someterse a sí mismo a más dolor que nadie, así que tenemos que darle algo». Creo que ambas eran correctas.
La jubilación de Benner se acercaba y muchos de los miembros del equipo se marcharon. De forma ocasional, me iba con algunos de los chicos y hablábamos pero no era lo mismo. Juntos habíamos compartido un momento increíble, pero la vida se mueve rápido, especialmente en el instituto.
Más tarde, ese año me encontré a Benner un día en la playa. Él estaba justo saliendo del agua, la piel arrugada de sus manos y pies indicaban que había estado ahí un buen rato, quizá echándose una siesta. Le di las gracias por el consejo que me había dado antes de los campeonatos de liga. Benner había inculcado en mí una pasión por correr, y sus lecciones de vida eran igual de valiosas. Correr trata de encontrar tu ritmo interno, y así es una vida bien vivida. «Corre con tu corazón», él me había dicho.
Corrí mi primer maratón ese mismo año. No era una carrera organizada, sino una carrera benéfica para niños desfavorecidos. Nosotros los estudiantes obteníamos donativos por cada vuelta que completábamos en la pista del instituto. Los donantes normalmente se comprometían a aportar un dólar por cada milla, y la mayoría de mis compañeros de clase corrieron entre de 2,5 a 4 millas entre unas diez y quince vueltas.
Yo hice 105 millas. Me llevó casi seis horas conseguirlo, pero sencillamente no iba a parar hasta que hubiera completado el equivalente a un maratón. Estaba oscuro y desierto cuando terminé, salvo por algunos amigos incondicionales que se quedaron anonadados por mi persistencia.
Tendría que haber visto las caras de la gente cuando les dije que debían 105 dólares. Principalmente de sorpresa. Una justa cantidad de gestos de felicitación. Y unos cuantos incrédulos que levantaban las cejas, que pagaron rápidamente cuando me quité la zapatilla y les enseñé las ampollas.
Había habido una chica, en la pista durante la carrera, un poco antes, que me había dejado intrigado. Era impresionante, y todavía más porque estaba cubierta en sudor. La mayoría de las «reinas de la belleza» de nuestro instituto no tenían nada que ver con el deporte o con sudar en público. Pero ella era una belleza a la que no parecía importarle. Me chifló la manera en que se veía, toda sonrojada y exhausta, intentando completar otra vuelta alrededor de la pista.
Descubrí que estaba en primer año y que su nombre era Julie. Más tarde tuve el valor de pedirle una cita para ir al cine. ¿Grease? ¿Fiebre del Sábado Noche?, no me acuerdo.Todo lo que recuerdo es a ella, que estaba a mi lado, que tenía una cita conmigo. Quiero decir, los mayores y los tíos estrella querían salir con ella. Por supuesto, yo era un atleta, pero uno poco convencional. No jugaba al béisbol ni al fútbol americano; corría y surfeaba. Pensaba que ella pegaba más con el quarterback del equipo de los mayores, y sin embargo, ahí estaba, conmigo.
Era mi primera cita, y me enamoré –no sólo un capricho pasajero de instituto, sino enamorado genuinamente– de la cabeza a los pies. Reflexionando otra vez sobre ello, así es como hacía las cosas. O me comprometía cien por cien, con firme devoción o nada en absoluto. Enamorarse no era una excepción.
Los dos nos volvimos inseparables. Siguiendo la tradición griega, Julie se convirtió en parte de nuestra familia y no parecía para nada incómoda con la costumbre, a pesar de que era una mujer blanca americana reservada, en una casa llena de griegos escandalosos. Parecía